Durante varios años, de 1964 a 1968, tuve la inmensa fortuna de contarme entre los muchos que le leían a Jorge Luis Borges. Trabajaba por las tardes, al salir de la escuela, en una librería angloalemana de Buenos Aires, Pigmalion, que Borges frecuentaba como cliente. Pigmalion era un punto de encuentro para todos aquellos interesados en la literatura. La propietaria, Lili Lebach, una alemana que había huido de los horrores del nazismo, ofrecía con orgullo a su concurrencia las últimas publicaciones europeas y norteamericanas. Era una ávida lectora de suplementos literarios, no sólo de los catálogos de las editoriales, y poseía el don de que sus hallazgos concordasen con el gusto de la clientela. Ella se encargó de enseñarme que un librero debe conocer las mercancías que vende, e insistió para que leyese muchos de los nuevos títulos que llegaban al local. No le costó demasiado convencerme.
Borges venía a Pigmalion al caer la tarde, en el camino de regreso de su trabajo como director de la Biblioteca Nacional. Un día, luego de seleccionar tres o cuatro libros, me preguntó si no podría ir a leerle por las noches, siempre que yo no tuviese otra cosa que hacer, dado que su madre, que había cumplido ya los noventa, se cansaba con facilidad. Borges solía pedirle esto casi a cualquiera: a estudiantes, a periodistas que iban a entrevistarlo, a otros escritores. Existe un vasto grupo compuesto por todos aquellos que alguna vez le leyeron: pequeños Boswells que raramente conocen la identidad de los otros pero que, de forma colectiva, mantienen la memoria de uno de los más cabales lectores del mundo. En aquella época, yo desconocía su existencia; tenía dieciséis años. Acepté y, tres o a lo sumo cuatro veces por semana, visitaba a Borges en el estrecho departamento que compartía con su madre y con Fanny, la mucama.
Por supuesto que yo no era, en aquel tiempo, consciente del privilegio. Mi tía, que lo admiraba enormemente, se escandalizaba frente a mi imperturbabilidad y me instaba a tomar apuntes, a llevar un diario de mis encuentros. Para mí, sin embargo, aquellas tardes con Borges no eran (en la arrogancia de mi adolescencia) algo realmente extraordinario, sino algo en nada ajeno al mundo libresco que siempre había sentido como mío. Más bien eran las demás conversaciones las que me parecían extrañas o poco interesantes: charlas con mis maestros sobre química o sobre la geografía del Atlántico Sur, con mis compañeros sobre fútbol, con mis parientes sobre las notas de mis exámenes o mi salud, con los vecinos sobre los otros vecinos. Por el contrario, las conversaciones con Borges eran tal como, a mi juicio, tenían que ser siempre las conversaciones: acerca de libros y acerca del engranaje de los libros, acerca de escritores que yo no había leído hasta entonces, y acerca de ideas que no se me habían ocurrido o que apenas había alcanzado a esbozar de una forma vaga, semiintuitiva, pero que, en la voz de Borges, resplandecían en toda su riqueza y en todo su esplendor, en cierta medida obvio. No tomaba apuntes porque en esos encuentros me sentía colmado.
Recuerdo el departamento como un ámbito abrigado, tibio y sumamente perfumado; todo esto debido a que la insistente Fanny mantenía la calefacción bastante alta y rociaba con Eau de Cologne el pañuelo de Borges antes de guardarlo, las puntas asomadas, en el bolsillo del pecho de su chaleco. Era, asimismo, un lugar muy oscuro, rasgo que parecía adecuado a su ceguera y que producía una sensación de feliz aislamiento. La suya era una especie muy particular de ceguera, que había crecido gradualmente a partir de los treinta años hasta instalarse para siempre a mediados de los cincuenta. Era una ceguera que lo aguardaba desde su nacimiento, porque supo siempre que había heredado los ojos endebles de su abuela y de su bisabuelo, ambos ingleses, ambos ciegos al morir. Y también de su padre, que había perdido la vista casi a su misma edad, pero que, a diferencia de él, la había recobrado tras una operación, pocos años antes de su muerte.
Borges hablaba a menudo de su ceguera, principalmente con intenciones literarias: metafóricamente, como prueba de la "magnífica ironía" de Dios, que le había dado "los libros y la noche"; históricamente, citando a poetas renombrados como Milton u Homero; supersticiosamente, puesto que él era, después de José Mármol y Paul Groussac, el tercer director de la Biblioteca Nacional afectado por la ceguera; con interés casi científico, lamentando ya no poder distinguir el color negro entre la niebla grisácea que lo rodeaba, y regocijándose con el amarillo, único color que les quedaba a sus ojos, el amarillo de sus adorados tigres y de sus rosas predilectas, gusto este que llevaba a sus amigos a comprarle para cada cumpleaños unas corbatas chillonas y que a él lo llevaba a parafrasear a Oscar Wilde: "Sólo un sordo podría usar una corbata como esa"; o en un tono elegíaco, afirmando que la ceguera y la vejez son diferentes modos de estar solo. La ceguera lo condenaba a una celda solitaria en la que habría de escribir su obra tardía, construyendo las frases en su mente hasta que estuvieran listas para ser dictadas al primero que tuviese a mano.
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