¿Quién era la Mata Hari que subió a bordo en un día lluvioso, en una de las muchas estaciones del tren de la ciudad, sin saber cuál era el próximo paso que el destino le reservaba, apenas confiando en que iba a un país donde la lengua era semejante a la suya, de manera que jamás estaría perdida?
¿Qué edad tenía? ¿Veinte? ¿Veintiún años? No podía tener más de veintidós, aunque el pasaporte que llevaba conmigo dijera que había nacido el 7 de agosto de 1876 y, mientras el tren seguía en dirección a Berlín, el periódico mostraba la fecha del 11 de julio de 1914. Pero no quería hacer cuentas; estaba más interesada en lo que había ocurrido quince días antes: el cruel atentado en Sarajevo donde perdieran la vida el archiduque Fernando y su elegantísima mujer, cuya única culpa fue estar a su lado cuando un loco anarquista disparó.
De cualquier manera, me sentía completamente distinta a todas las otras mujeres que iban en aquel vagón. Yo era el pasajero exótico que atravesaba una tierra devastada por la pobreza de espíritu de todos. Era un cisne en medio de patos que se rehusaban a crecer, temiendo a lo desconocido. Miraba a las parejas que me rodeaban y me sentía absolutamente desprotegida; tantos hombres habían estado conmigo, y ahí estaba yo, sola, sin nadie que tomara mi mano. Cierto que rechacé muchas propuestas de amor; ya había tenido mi experiencia y no pensaba repetirla; sufrir por quien no lo merece y acabar vendiendo mi cuerpo por mucho menos, por la pretendida seguridad de un hogar.
El hombre que iba a mi lado, Franz Olav, miraba por la ventana con aire preocupado. Le pregunté qué pasaba, pero no me respondió; ahora que estaba bajo su control, ya no necesitaba responder. Todo lo que yo tenía que hacer era danzar y danzar, aunque ya no tuviera la misma flexibilidad de antes. Pero con un poco de entrenamiento, justamente a causa de mi pasión por los caballos, seguramente estaría lista a tiempo para el estreno. Francia ya no me interesaba; había absorbido lo mejor de mí y me hizo a un lado, dando preferencia a los artistas rusos, posiblemente nacidos en otros lugares como Portugal, Noruega o España, repitiendo el mismo truco que yo había utilizado cuando llegué. Muestra algo exótico que aprendiste en tu tierra, y los franceses, siempre ávidos de novedades, seguramente te creerán.
Por muy poco tiempo, pero lo harán.
A medida que el tren avanzaba Alemania adentro, yo veía soldados caminando hacia la frontera occidental. Eran batallones y más batallones, gigantescas ametralladoras y cañones jalados por caballos.
Intenté de nuevo iniciar una conversación.
—¿Qué está pasando?
Pero obtuve sólo una enigmática respuesta: —Sea lo que sea, lo que esté ocurriendo, quiero saber que podemos contar con su ayuda. Los artistas son muy importantes en este momento.
No era posible que estuviera hablando de guerra, pues no habían publicado nada al respecto, y los periódicos franceses estaban mucho más preocupados por difundir los chismes de los salones o quejarse de tal cocinero que acababa de perder una condecoración del gobierno. Aunque un país odiara al otro, eso era normal.
Cuando una nación se vuelve la más importante del mundo, siempre hay un precio que pagar. Inglaterra tenía su imperio donde el sol nunca se pone, pero pregunten a alguien si prefería conocer Londres o París; no tengan duda de que la respuesta sería la ciudad atravesada por el río Sena, con sus catedrales, boutiques, teatros, pintores, músicos y —para los que son un poco más atrevidos— cabarets, famosos en el mundo entero, como el Folies Bergère, el Moulin Rouge o el Lido.
Bastaba con preguntar qué era más importante: una torre con un odiado reloj, un rey que jamás aparecía en público o una gigantesca estructura de acero que comenzaba a ser conocida en toda Europa por el nombre de su creador, Tour Eiffel. O el monumental Arco del Triunfo o la avenida Champs Élysées, que ofrecía todo lo mejor que el dinero podía comprar.
Inglaterra, con todo su poder, también odiaba a Francia, pero no por eso estaba preparando barcos de guerra.
Pero a medida que el tren cruzaba por el suelo alemán, tropas y más tropas se dirigían al oeste. De nuevo le insistí a Franz y de nuevo recibí la misma enigmática respuesta.
—Estoy lista para ayudar —dije—. Pero ¿cómo puedo hacerlo si no sé de qué se trata?
Por primera vez él despegó la vista de la ventana y se volvió hacia mí.
—Yo tampoco lo sé. Fui contratado para traerla a Berlín, hacer que baile para nuestra aristocracia y algún día, no tengo la fecha exacta, vaya al Ministerio de Relaciones Exteriores. Fue un admirador de ahí quien me dio el dinero suficiente para contratarla, a pesar de ser una de las más extravagantes artistas que he conocido. Espero que me paguen lo que estoy invirtiendo.