Una explosión arrasó con Buenos Aires. No sabemos ni cuándo ni cómo, pero la ciudad está devastada, los lazos sociales destruidos y en un departamento de Villa Crespo dos hermanos asisten a la muerte de su abuela mientras miran por la ventana palomas infectadas. La Bobe no es cualquier abuela, fue una estrella de un dúo pop que tuvo con la tía Rosa, Las Mamushkas. Así queda planteada la historia desde las primeras páginas. Así comienza esta distopía que, en su desarrollo, alternará los planos temporales capítulo a capítulo y hará guiños a los años sesenta y noventa, a través de la industria cultural y la oralidad de los personajes. Se trata de Un futuro radiante (Random House Mondadori), la primera novela de Pablo Plotkin.
La geografía de la Buenos Aires arrasada son los barrios de Villa Crespo y Agronomía; por esas calles y en el interior de la facultad transcurrirá la trama. Unos de los hermanos, Dubi, se enamora de una viuda mucho mayor que él, que está en los últimos años de su vida. Los ojos de la autoridad de emergencia que controlan lo incontrolable, un campamento de vagabundos y una cuadrilla de ambientalistas parecen el rastro de lo que fue una ciudad que aun en su desbande se reconoce.
Su autor, Pablo Plotkin, conocido periodista y crítico cultural, hace su debut como novelista de la mejor manera: deja plantada una novela sólida, con una historia que atrapa al lector y con un desarrollo preciso de la estructura y sus personajes. En esta entrevista con Infobae cuenta por qué eligió una historia post-apocalíptica, su trabajo de escritura, los desbordes de la novela y si se siente parte de una generación de escritores que utiliza elementos de la ciencia ficción.
—Usted tiene una larga carrera como periodista y como crítico, pero aquí se presenta como escritor con una novela muy ambiciosa, en el mejor sentido de la palabra. ¿Se lo planteó así?
—De entrada no me lo planteé como una novela ambiciosa, sino, por el contrario, estaba bastante libre de presiones. No tenía ningún reclamo para que yo publicara una novela, sí se me presentaban más oportunidades de escribir libros periodísticos, pero la cuestión de la literatura es algo que ejercí a puertas cerradas durante mucho tiempo, aunque con muchos vaivenes. Empecé con una historia que partía de una escena y de una sensación escenográfica de lo que yo quería contar de la ciudad, pero de ninguna manera me lo planteaba como una novela de grandes ambiciones. Sí tiene mucho trabajo, porque a lo largo de los dos años y medio que duró la escritura y la edición, la fui trabajando, reestructurando y corrigiendo hasta alcanzar una cierta concisión y una cierta relación entre los personajes y los tiempos que se van desarrollando dentro de la historia.
—¿Cuál era la escena inicial?
—Es la que corresponde al capítulo dos del libro. Son dos hermanos en el departamento de su abuela, que se estaba muriendo y ellos están cocinando unos píreshkes, que es una comida rusa que tiene un componente sentimental dentro de la trama. Después se fue desplegando el afuera, lo que empezaba a pasar fuera de ese departamento y que era por momentos oscuro, monstruoso, delirante, por momentos difuso también. Empezaron a aparecer un montón de personajes y de escenas que casi empezaron a precipitarse.
—¿Lo distópico estaba presente desde el inicio o también surgió con la escritura?
—Sí, estaba. Como lector de ciencia ficción clásica, de Ballard y de esos autores, había algo que siempre me atrajo de ese cuadro narrativo en el que uno puede poner cualquier cosa y, justamente, empezó la novela como una especie de sacarme el gusto de escribir una novela apocalíptica en Buenos Aires, aun cuando sabía y tenía la impresión de que si algo no necesitaba el mundo, era eso, pero era un experimento que a mí me interesaba desarrollar.
—Hay un estallido en Buenos Aires en un momento que no sabemos bien cuándo es y al que también conocemos por medio de la elipsis en la que parecen disolverse todos los lazos sociales y en la que, en apariencia, sólo perduran el lazo familiar entre dos hermanos. ¿Por qué lo decidió así?
—La novela se convierte en una novela familiar con algunos secretos y conflictos pequeños o que se van agigantando, pero claramente lo que parece haber ahí es un retrato de familia y la historia de dos hermanos, que es un tipo de vínculo que yo no experimenté; tengo hermanas mujeres. Me interesaba eso. Alguien me dijo que tenía como cierto feeling de buddy movie, de película de dos hermanos varones que viven un poco su aventura y sus internas en un escenario de conflicto como puede ser esa ciudad explotada. Sus complicidades, sus afinidades, el amor que se tienen, que es algo que todo el tiempo iba discurriendo por debajo de la historia, a pesar de sus diferencias y de los conflictos que aparecen de cierto componente de traición que puede surgir entre ellos.
—¿Hay cierta admiración por parte del hermano que toma la voz narradora sobre el otro, Dubi, a quien define como "un devoto de su propia moral"?
—Totalmente, Dubi es como el personaje moral, es alguien que se autoboicotea, pero tiene algo heroico y el narrador más bien no. Es alguien que está todo el tiempo dudando y, de alguna manera, negociando. Sí hay una dualidad en la que Dubi es una figura admirable, pese a su condición objetivamente más precaria, más de perdedor.
—Por la forma de hablar de los personajes y por muchos guiños a productos de la industria cultural, el espejo en el que se refleja esa distopía parecen ser los noventa. ¿Es así?
—Mucha gente me lo mencionó. No están explicitadas las épocas en general, pero yo crecí en los noventa, la década que te marca es en la que vos transitás el secundario y los años de ingreso a la vida adulta. Seguramente, hay mucho de esa matriz cultural, así como también están muy fuertes, sin ser nombrados, los sesenta, como una época de cierta utopía perdida y un paraíso que tiene que ver con la música pop.
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— infobae (@infobae) 18 de septiembre de 2016
—Allí están Las Mamushkas.
—Claro, el dúo que formaban la Bobe y su hermana, la tía Rosa. Hay un juego de décadas que se fueron filtrando y, supongo, ahí aparece mi trabajo como periodista y como crítico cultural, que empezó como un juego metatextual o metaliterario y después se fue convirtiendo en elementos dramáticos que empezaron a jugar su propio juego
—La música suena a lo largo de toda la novela.
—Sí, sin referir a casos concretos reales, son como estados de ánimo y hay muchas cosas de ficción.
—¿Cómo trabajó los planos temporales?
—Fui alternando, no es que primero escribí la historia post-apocalíptica y después escribí la historia previa del tiempo de la normalidad. En el proceso de escritura, iba alternando esos dos tiempos, porque también me permitía convertirlo en una operación más entretenida. Iba entrando y saliendo de la historia, de repente me metía en el narrador en su viaje a Río de Janeiro o en su conflicto con la paternidad y de pronto me iba hacia esa cosa más de género, que podía ser como el presente desbandado en el que viven los personajes. Lo que sí hubo fue un proceso de reestructuración y de acomodamiento de piezas; tampoco tan radical, en el proceso fui desarrollando esos dos tiempos en simultáneo.
—Hay un rasgo en la novela sobre el que me interesa que hable: se plantea a todos los personajes desde las primeras páginas y a lo largo de la historia se van desarrollando y van creciendo en la trama.
—No lo había pensado. Sí hubo un trabajo consciente de mi parte, sobre todo en la última parte de escritura, de darles un volumen a los personajes; incluso algunos que consideraba que estaban débiles y sentía que tenía que darles algún tipo de sustancia más densa. Todo el proceso no fue muy reflexivo. Ahora hablo sobre la novela y pienso cosas en las entrevistas; es un lindo ejercicio y es parte de haber publicado, pero en realidad en el momento de escribir trataba que lo que me llevaran fueran el ritmo, las imágenes, las voces, el personaje que quería pintar, y no tanto la toma de conciencia sobre una idea de novela que yo tuviera. Más bien pretendía que fuera una novela que se leyera con ritmo, que uno pudiera sentirse cerca de los personajes, que las historias de índole personal tuvieran una raíz con la que uno se pudiera identificar.
—La novela postula a lo largo del texto muchos desbordes y excesos: en la geografía de la ciudad, en los cuerpos, en la violencia y en las drogas. ¿Por qué?
—Sí, alguien ponía que la novela es una galería de monstruos. Creo que eso tiene que ver con una afinidad con la literatura de aventuras, con el cómic. Eran componentes que hoy los tenemos y los tenemos desde que tenemos memoria y se iban convirtiendo en algo cada vez más inmanejable; ahí entra la cuestión de la droga química en un estadio de mucha ambición conceptual, por parte de los productores y, a la vez, muy primitiva en su llegada al mercado, que es a través de ese derrame químico.
—¿Cree que su libro dialoga con autores de su generación? Pienso en el último libro de Félix Bruzzone, en Sebastián Robles o en Pola Oloixarac.
—Creo que a la ciencia ficción, entendida como un género medio mutante que también puede ser muy flexible, hay como un regreso de parte de los autores argentinos. Editorialmente, no estaba muy presente. Sí tenías un Marcelo Cohen, que es una bestia, pero en las nuevas generaciones veo una pregnancia de la ciencia ficción o de cierto escenario catastrófico, pero me parece que después hay un montón de interpretaciones posibles y lo que veo es una gran diversidad. Podría catalogarse como una novela generacional, no me molesta para nada. Lo que sí, en el momento en que me puse a escribir la pensé completamente solo, en términos sociales, no es que dije: "Quizás es el momento de que mi generación escriba sobre determinadas cuestiones", en absoluto. Evidentemente haber nacido en los setenta, haber salido al mundo en los noventa, te da una serie de elementos que después podés convertir en materia narrativa. Lo de Félix Bruzzone es verdad, me encanta, lo de Pola es una ciencia ficción mucho más punzante en un sentido y muy sofisticada, muy erudita, que está muy logrado, pero tampoco tengo la lectura de toda la gente que está escribiendo y publicando. Sí creo que será un síntoma. Juan Incardona también publicó algo, es una distopía del Conurbano que es parte de una saga. Evidentemente, ahí hay algo que tironea. En mi caso, la cuestión del género enmarca una novela que tiene un montón de rasgos que hablábamos. Claramente, debe ser un momento que está apto para eso.
—De todas maneras, no creo que la suya sea una novela estrictamente del género, sino que está desbordado y forzado con fragmentos en lo que aparece el policial.
—Totalmente, es una novela híbrida.
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