Los secretos de John le Carré, el ex espía británico convertido en best-seller

El escritor que mejor retrató el mundo del espionaje desde la Guerra Fría acaba de publicar sus esperadas memorias. Infobae publica un adelanto

John le Carré es el autor de conocidas novelas como “El espía que vino del frío” y “El jardinero fiel”

No hace más que unos años que le dimos el último adiós, pero no diré dónde ni cuándo. No revelaré si lo sepultamos o lo incineramos, ni si lo hicimos en la ciudad o en el campo, ni si se llamaba Tom, Dick o Harry, ni si su funeral fue cristiano o de otro tipo.

Lo llamaré Harry.

La mujer de Harry estaba en el funeral con la cabeza bien alta, la misma mujer de los últimos cincuenta años. Por él la habían escupido en la cola de la pescadería; por él había soportado los insultos de los vecinos y había visto su casa desvalijada por la policía, que creía estar cumpliendo con su deber al vigilar al agitador local del Partido Comunista.

También había una criatura, que había sufrido humillaciones similares en la escuela y también más adelante cuando se hizo mayor. Pero no diré si era niño o niña, ni si ha encontrado un rincón seguro en el mundo que Harry creía proteger. La esposa, ahora viuda, se mantenía tan firme como siempre, pero la criatura parecía abrumada por el dolor, ante la mirada de evidente desprecio de su madre. Una vida de adversidades le había enseñado a valorar la firmeza, y esperaba que su retoño supiera comportarse.

Fui al funeral porque mucho tiempo atrás había sido el contacto de Harry, lo que constituía una responsabilidad tan importante como delicada, ya que desde el final de su infancia Harry había dedicado todas sus energías a combatir a los aparentes enemigos de su país, convirtiéndose en uno de ellos. Había absorbido el dogma del Partido, hasta asimilarlo como una segunda naturaleza. Había adaptado y transformado su mente, hasta prácticamente olvidar su estado original. Con nuestra ayuda, había aprendido a pensar y a reaccionar visceralmente como uno de sus fieles. Aun así, siempre se las arreglaba para presentarse sonriendo a la reunión semanal con su contacto.

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—¿Todo bien, Harry? —le preguntaba yo.

—Todo sobre ruedas, gracias. ¿Y ustedes, qué tal?
¿Cómo está la parienta?

Harry se hacía cargo de todos los trabajos sucios del Partido y de todas las tareas nocturnas y de fin de semana que sus camaradas se alegraban de poder eludir. Salía a vender The Daily Worker, el órgano oficial del Partido, por las esquinas; tiraba los ejemplares sin vender y los pagaba con el dinero que nosotros le dábamos. Hacía de mensajero y de cazatalentos para agregados culturales soviéticos y terceros secretarios del KGB en visita de trabajo, y aceptaba sus oscuros encargos de recoger todos los rumores sobre las industrias tecnológicas de la zona donde vivía. Cuando no se enteraba de ningún rumor, nosotros se lo proporcionábamos, no sin antes asegurarnos de que fuera inofensivo.

Poco a poco, gracias a su diligencia y a su devoción por la causa, Harry ascendió hasta convertirse en un apreciado camarada, encargado de misiones casi conspirativas, que casi nunca alcanzaban ningún valor en el mercado de la inteligencia, aunque él se implicaba hasta las últimas consecuencias y nosotros también. Pero la falta de éxito no tenía ninguna importancia —le asegurábamos a Harry—, porque era el hombre adecuado en el lugar adecuado. Era el necesario puesto de escucha. "Si no te enteras de nada interesante, Harry —le decíamos—, mucho mejor, porque eso significa que esta noche podremos dormir un poco más tranquilos". Y Harry comentaba entre sonrisas: "Bueno, John —o cualquier otro nombre que tuviera yo en ese momento—, alguien tiene que limpiar los desagües, ¿no?". Y nosotros le respondíamos que sí, que alguien tenía que hacerlo y le agradecíamos que fuera él.

Portada de “Volar en círculos”, de John le Carré

De vez en cuando, quizá para levantarle la moral, entrábamos en el mundo virtual de una hipotética resistencia organizada: "Si al final vienen esos rojos, Harry, y de la noche a la mañana te despiertas convertido en el pez gordo del Partido en tu distrito, entonces serás el hombre clave para expulsar a esos malditos y arrojarlos de vuelta al mar por donde han venido". Sobre la base de esa fantasía, desenterrábamos su radiotransmisor del escondite en su trastero, le quitábamos el polvo y observábamos a Harry mientras enviaba falsos mensajes a un imaginario cuartel general de lucha clandestina y recibía falsas órdenes como respuesta, todo ello como entrenamiento con miras a una inminente ocupación soviética de Gran Bretaña. Nos sentíamos un poco extraños haciendo todo eso y también Harry se sentía un poco raro, pero formaba parte de nuestro trabajo y lo hacíamos de todos modos.

Desde que dejé el mundo secreto, he reflexionado sobre los motivos de Harry y su esposa, y de otros muchos Harrys y sus respectivas mujeres. Para los psicólogos, Harry habría sido todo un filón, pero también los psicólogos habrían sido un filón para él. "¿Qué otra cosa puedo hacer? —les habría preguntado—. ¿Dejar que el Partido me robe el condenado país delante de mis narices?"

A Harry no le gustaba su duplicidad; la consideraba un inconveniente necesario de su misión. Le pagábamos una miseria. Si le hubiéramos pagado más, se habría sentido avergonzado. Además, no habría podido disfrutar de su dinero. Por eso le dábamos unos ingresos mínimos y una pensión irrisoria, que llamábamos su "asignación", y añadíamos toda la amistad y el respeto que la seguridad nos permitía expresarle. Con el tiempo y de manera furtiva, Harry y su mujer, que actuaba como la compañera fiel del buen camarada, se volvieron un poco religiosos. Por lo visto, el sacerdote de la religión que adoptaron nunca se preguntó por qué acudían a rezar a su templo dos ávidos comunistas. Cuando el funeral terminó, y los amigos, parientes y camaradas del Partido se hubieron dispersado, un hombre de facciones agradables, con impermeable y corbata negra, se acercó hasta mi coche y me estrechó la mano.

—Soy de la oficina —murmuró con cierta timidez—. Harry es el tercero este mes. Se nos están muriendo todos al mismo tiempo.

Harry formaba parte de la humilde infantería de hombres y mujeres honestos que estaban convencidos de que los comunistas querían destruir su amado país y sentían la necesidad de hacer algo al respecto. Consideraba que los rojos eran buena gente en el fondo: idealistas, pero retorcidos. Por eso dedicó toda su vida a defender sus convicciones y murió como un ignorado soldado de la Guerra Fría.

La práctica de infiltrar espías en organizaciones supuestamente subversivas es tan vieja como las montañas. Como cuentan que dijo J. Edgar Hoover, con un ingenio poco habitual en él, cuando se enteró de que Philby era un doble agente soviético:

"Díganles que Cristo solamente tenía doce y que uno de ellos también era doble agente".

Cuando ahora leemos sobre agentes de la policía secreta que se infiltran en organizaciones de lucha por la paz o de defensa de los derechos de los animales, y forman parejas y hasta tienen hijos bajo falsas identidades, la noticia nos repele, porque de inmediato nos damos cuenta de que el objetivo de la operación no justifica el engaño ni el coste humano. Harry —gracias a Dios— no funcionaba de esa forma. Estaba absolutamente convencido de la justificación moral de su trabajo. Veía el comunismo internacional como el enemigo de su país, y a su manifestación británica, como el enemigo en casa. Ninguno de los comunistas británicos que he conocido habría suscrito nunca ese punto de vista. Pero el establishment británico lo suscribía de la manera más rotunda y eso, para Harry, era suficiente.

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