Aun cuando haya dado muestras evidentes de portar una voz propia, publicar la primera novela siempre es un desafío para un escritor, un nuevo examen que debe rendir. Y muy bien. Luciano Lamberti es todo eso: con su poesía y sus relatos, había mostrado una escritura personal y con La maestra rural (Literatura Random House), su primera novela, la reafirma con creces. Se trata de un libro en el que los rasgos poéticos del escritor están en un primer plano, en una mixtura perfecta con la oralidad, para la que este autor nacido en Córdoba tiene un oído atento.
La maestra rural es una novela coral en la que un joven estudiante de Letras ("una suerte de alter ego", dirá Lamberti) recoge testimonios que le aportan a su búsqueda: una particular poeta pueblerina que lo tiene desvelado, Angélica Gólik. Con elementos del realismo, el policial y el fantástico, edifica una historia apasionante que nos llevará hacia un final de escenas inolvidables.
Lamberti publicó tres libros de relatos: Sueños de siesta (2006), El asesino de chanchos (2010) y El loro que podía adivinar el futuro (2012). Un año después, la nouvelle Los campos magnéticos. En esta charla con Infobae, habló de su debut como novelista, del título que le debe a Gabriela Mistral, de la pregunta que ronda La maestra rural -¿por qué escribir?- y de la influencia de Juan José Saer y la literatura norteamericana.
—¿El poema de Gabriela Mistral funcionó como puntapié inicial a esta novela?
—Lo primero que se me ocurrió fue el título y después, buscando si había algo con el mismo nombre, encontré el poema de Gabriela y comencé a trabajar con eso y con muchos libros de mi preadolescencia, como los de Juana de Ibarbourou y esos libros de señora que yo leía porque me llegaban por una extraña razón y los quería incluir.
—Hace unos días entrevisté a Federico Falco y se me ocurre que no es tan casual que ambos publiquen al mismo tiempo obras que son importantes en su escritura, él, con un libro que condensa sus modos de escribir, y usted, con su primera novela.
—Hace mucho que nos conocemos e intercambiamos nuestros textos. Para mí es importante la primera novela. Yo venía de publicar cuentos y un libro de poemas y esto significa un salto importante, es cambiar de género y fue un desafío.
—¿Y cómo fue dar ese salto?
—Estás mucho tiempo con los mismos personajes y en los cuentos por ahí se resuelve de otra forma. Por más que uno trabaje mucho un cuento, es una historia más chiquita, donde todo está bajo tu control y, además, es más cerrado que la novela, que es más abierta y se puede disparar para cualquier parte y ese es el temor. Pero fue bueno, porque estuve tres años trabajándola, que para mí es algo inédito.
—La protagonista es una poeta que tiene rasgos fáciles de advertir en algunos seres que conocemos. ¿Qué te interesó y cómo llegaste a armarla?
—Me interesaba trabajar con personajes que yo mismo había conocido en San Francisco y en talleres literarios. Soy de una ciudad muy chica, San Francisco, que está entre Córdoba y Santa Fe, y asistí a algunos talleres literarios y me topé con algunos personajes así. Sobre todo me interesaba trabajar con la pureza que significa escribir fuera del campo literario, fuera de cualquier legitimación y de cualquier beneficio, la pureza de escribir sólo por el hecho de escribir.
Empecé a hacerme la pregunta de qué es la poesía e intenté responderla de un modo delirante, como está en la novela
—¿Ahí está el nudo de la novela? ¿En esa pregunta básica de por qué escribir?
—Sí, plantea esa pregunta y la de qué es la poesía, una pregunta que no tiene respuesta desde el vamos. A partir de la lectura de algunos poetas, empecé a preguntarme de dónde venía la poesía. La poesía es más amplia que el género literario, la poesía está en todas partes donde nos sentimos conmovidos, en la música, en la pintura. Empecé a hacerme esa pregunta e intenté responderla de un modo delirante, como está en la novela.
—En un momento, la protagonista, Angélica, le dice al joven: "Hoy los poetas escriben en prosa" y él responde: "Sí, por supuesto".
—Ella es una poeta de una generación anterior que ve todas estas nuevas manifestaciones de poesía más narrativas como algo que está mal, que no se corresponde con su idea de la pureza poética; ponele la poesía de los noventa o la que se escribe hoy, que está mucho más cerca de la narrativa o de la comunicación más directa con el lector que la poesía musical que plantea Angélica.
—La poesía se filtra en la novela. En muchos momentos, sus rasgos de poeta se perciben, hay páginas poéticas escritas en prosa, como dice Angélica.
—Empecé escribiendo poesía, después dejé y traté que de alguna forma la poesía estuviera implicada en mi prosa. La buena prosa tiene un rasgo de poesía, de musicalidad y de belleza en el lenguaje sin apartarse de contar una historia, sin caer en la experimentación per se. La buena prosa tiene que estar influida por la poesía y llegar al mismo lugar desde otro camino.
Alguien como yo, que vengo de un pueblo, sabe cómo funciona el chisme en ese ámbito
—Ahí hay un desafío, pero ¿el mayor para esta novela fue la estructura formal polifónica?
—Eso surgió un poco de casualidad. Yo empecé escribiendo el diario de Angélica, y después me pareció que necesitaba de otros monólogos y entonces fue desarrollándose la novela sola. No fue algo en primera instancia buscado, después sí traté que todas las voces buscaran definir este personaje o tratar de explicarla o meterse en su vida. Como tengo cierta facilidad, creo, para imitar las voces, me gusta hacerlo y creo que puedo hacerlo bien. Me largué por ahí, por el hecho de buscar personajes que tuvieran su voz propia y que con esa voz trataran de pintar a esa poeta.
—En ese punto, es muy atractivo el trabajo que hace con la oralidad.
—Alguien me dijo que el chisme es el motor de la novela y creo que sí, es algo que no había advertido hasta que me lo dijeron, pero es una buena definición. Alguien como yo, que vengo de un pueblo, sabe cómo funciona el chisme en ese ámbito. La idea era que los monólogos funcionaran como testimonios, me los imaginaba más filmados que escritos.
—Otro rasgo que advertí en la novela es la presencia de ciertas definiciones o convicciones sobre la escritura que desconozco si son propias del autor o del narrador. Anoté algunas para que usted me lo revele: "No importa quién soy, importan mis libros" o "El arco dramático es lo único que vale la pena".
—Esto último lo dice un profesor de taller literario. Yo soy profesor también y creo que sí, que más allá de lo originales que podamos ser, contar una historia tiene que seguir siendo nuestro motor como escritores. A partir de un ensayo de Flannery O'Connor que siempre les doy a mis alumnos, que dice que un cuento es una acción dramática completa, quería trabajar con esa idea en la novela y un poco las discusiones que tienen son discusiones personales que uno puede tener con la literatura y, a partir de ahí, las definiciones. Hay un contraste muy grande entre este poeta joven que está empezando y está en los últimos años de Letras, y es un poco mi alter ego, con esta mujer que ya lleva muchos años publicando y está de vuelta.
Mi idea principal es que uno tiene que estar un poco loco para escribir
—Hay dos escenarios que trabaja en la novela, los talleres literarios y los neuropsiquiátricos, y algo que creo se desliza: ¿mucha gente se enferma de lucidez?
—Esta novela la escribí dictando un taller en un neuropsiquiátrico de Córdoba. De esa experiencia, de escucharlos y de leerlos, surgió cierta idea de la locura que atraviesa toda la novela. Mi idea principal es que uno tiene que estar un poco loco para escribir, es una actividad lúdica que tiene que ver con que algo anda mal. Que un hombre mayor se siente a escribir implica que algo esté corrido en él, que una persona se siente a jugar con las palabras y a inventar historias, sabiendo además que los beneficios tampoco son tan grandes, implica un rasgo de locura en el buen sentido de la palabra. La locura real es mucho más dolorosa que la locura cinematográfica o literaria.
—¿Juan José Saer es el autor que más lo influyó?
—En cierta etapa de mi vida lo leía mucho y lo disfrutaba mucho. Hay que tener una energía extra para leer a Saer, porque es un escritor que demanda mucho al lector, no es un escritor de playa, para nada. Sobre todo, me influyó en cómo representar al interior sin caer en el regionalismo, que era una pregunta que nos hacíamos con Falco y otros escritores cordobeses, que me parece que él lo resuelve de un modo muy interesante: volver a tu entorno inmediato universal mediante un trabajo con la forma o con la experiencia, sin caer en: "Mire qué lindo es mi país, paisano".
—¿Hay una generación importante que está marcada por eso?
—Sí, por Saer y por la literatura norteamericana, con la que en cuestiones de paisaje, e incluso de ideología si se quiere, hay una afinidad muy grande. O en cuestiones de representación de la realidad, porque ellos encontraron una forma de representarla que puede ser útil para un cordobés, que es sensual y, a la vez, no cae en el lugar común ni en la cuestión celebratoria del interior por sí.
La buena prosa tiene que estar influida por la poesía
—Para terminar esta charla y apelando a usted como entrevistador más que como entrevistado, ¿qué lo ha sorprendido en sus contemporáneos?
—Los dos libros de Mariana Enriquez, Las cosas que perdimos en el fuego y Los peligros de fumar en la cama, porque resuelve de una forma muy argentina un género que corre el riesgo de caer en el ridículo todo el tiempo y ella lo vuelve verosímil. Sobre todo el último libro, que trabaja más con un terror social que con el fantástico.
—En ella hay algo que se percibe también en su literatura y en muchos autores de esta generación: el deslizamiento de los géneros. Sin ir más lejos, su novela no es, en términos estrictos, literatura fantástica.
—Completamente, empieza a serlo en un punto, pero antes no lo es, es una novela realista. Creo que para escribir fantástico hay que ser muy realista. Contrariamente a lo que se piensa, el fantástico tiene que tener un marco realista para desarrollarse y es importante que el lector se sienta familiarizado con algunas cosas y lo incriminen de alguna forma para creerse lo fantástico.