Dos meses atrás, la bailarina profesional Agostina Venturelli (34) ponía punto final a un sueño por el que lo había dejado todo: a fines de enero de este año partió desde Rosario a Ecuador con la promesa de ser la figura principal del primer Cuerpo de Ballet Estable de la ciudad de Porto Viejo. Además daría clases de danza, lo que más la apasiona. La inseguridad de la ciudad en la que vivía, Manta, la obligó a mudarse cuando apenas había pasado un mes de su llegada. Semanas después supo que nada de lo soñado se haría realidad.
La llegada de marzo marcó el fin: nunca firmó el contrato prometido, le habían pagado sólo un mes de trabajo y comenzaba a vivir de sus ahorros. La desesperación se agravó cuando los primeros infectados de coronavirus pusieron a Ecuador en toque de queda y Agostina no sabía qué estaba pasando. “Conectarme minutos a Internet me costaba 2 dólares, eso imposibilitaba informarme sobre lo que sucedía”, cuenta en diálogo con Infobae y apenada recuerda que llegó a alimentarse con los bolsones de comida que enviaba el gobierno. “La mayoría de los alimentos eran para cocinar y donde vivía no había gas natural”.
Tras días de incertidumbre, se sumó a un grupo de WhatsApp de varados en Ecuador y allí le contaron sobre los vuelos de repatriación. El 15 de abril regresó en un Hércules y permaneció 18 días en un hotel de la ciudad de Buenos Aires porque no puedo viajar a Rosario.
“Viví 14 años en Capital Federal y tenía esa dirección en el DNI, no me dejaron volver a mi ciudad porque primero debía cumplir la cuarentena”, cuenta sobre el inicio de los días que para ella fueron reveladores. “Estando sola y aislada supe que una vez más debía volver a cero, que debía reinventarme”, recuerda y asume que pese a la experiencia que vivió sigue soñando y que armó un nuevo proyecto para poner de pie la danza en su tierra natal.
“Ahora entiendo que pase lo que pase uno tiene que seguir sus sueños y yo voy a seguir bailando. Estando aislada pensé mucho en qué haría, cuál sería mi futuro... Hoy lo sé: mi sueño es poder hacer funcionar el Ballet Municipal de Rosario como cuerpo estable de la ciudad y hacer que sea reconocido”, confiesa emocionada.
La experiencia que la bailarina tuvo en Ecuador y que significó el renacer de sus sueños
Agostina baila desde los 7 años. Siempre anheló con llevar la danza por los distintos escenarios del mundo. Durante 2019, trabajó en Chile como bailarina profesional y dando clases de danza. En enero llegó la propuesta de un amigo que parecía ser el sueño de su vida: fue convocada para estar al frente del cuerpo de danza de Portoviejo, una ciudad ubicada a 4 horas de Quito. El lugar de ensueño le prometía, además, un contrato de un año para dar clases de ballet.
“Llegué el 28 de enero y el 4 de febrero empezamos a trabajar en Portoviejo -junto amigo que la convocó y a sus colegas locales- y notamos que estaba todo bastante inestable. Quienes trabajamos en la danza estamos acostumbrados a trabajar sin contratos y en espacios que no siempre son los adecuados; en este caso era un centro de arte bastante precario al que le pusieron mucho entusiasmo y que fue acondicionado con las barras, que no alcanzaron y debí trabajar agarrada de una silla”, cuenta Agostina a Infobae sobre cómo el castillo de arena comenzó a desintegrarse.
Antes de viajar averiguó en la Embajada ecuatoriana si podía ingresar al país sólo con pasaje de ida y le dijeron que no. “Habrá sido el destino, quién sabe, pero saqué regreso para el 28 de marzo cuando me iba por un año”, cuenta la bailarina que además es profesora de Pilates.
El 28 de enero llegó al aeropuerto de Guayaquil, desde allí siguió en bus hasta Manta, la primera ciudad en la que vivió. “El lugar era inseguro y pasan cosas que acá estamos aprendiendo a superar como sociedad: es difícil para las mujeres caminar solas por las calles”. Al mes se mudó a Portoviejo, ciudad donde estaba trabajando, pero allí ”las cosas no se estaban dando como lo imaginé”, admite.
Pese a esas primeras impresiones avanzó con el proyecto del Cuerpo Estable de Danza: “Íbamos a presentarnos con el ballet el 12 de marzo, pero sólo lo hicieron la Orquesta y el Coro porque al no contar con la infraestructura adecuada era muy difícil ensayar. Éramos cinco bailarines profesionales y muchos aprendices, se notaba mucho la diferencia de experiencia y decidimos postergar. En esa espera llegó la pandemia y el toque de queda en todo Ecuador”.
“Nos habían dicho que iban a construir un teatro, nunca pudimos firmar el contrato, llegó la pandemia y ¡nos sentimos abandonados por el Estado y por Dios porque de un día para otro nos quedamos sin nada!”, lamenta.
Cuando podía llamaba a sus hermanos quienes, sin asustarla, le contaban lo que sucedía y le aconsejaban que se informara sobre la situación en Ecuador. “Mi hermano me pasó un contacto del grupo de argentinos varados, pero la mayoría estaban en Quito y yo sólo pensaba en porqué estaba allí, era mi manera de sentirme alentada. No quería bajar a la realidad y ver lo que de verdad estaba pasando”, recuerda angustiada.
Pese a las pocas esperanzas que tenía, sobre todo al conocer la situación en Argentina, completó el formulario para ser repatriada. “¡Cuando supe que habían cerrado las fronteras de Argentina me quería morir! Me sentía atrapada, con ansiedad, angustia e impotencia porque imaginé que no iba a volver”, agrega y asegura que al estar tan alejada de los aeropuertos internacionales y por las restricciones para movilizarse entre las distintas ciudades ecuatorianas, daba todo por perdido.
Para su sorpresa, el 10 de abril, Agostina recibió un correo que le confirmaba que el 14 de ese mes sería parte del primer vuelo de repatriación. “No tuve mucho tiempo de procesar las cosas. Preparé todo para irme pensando que tendría que hacer alguna logística propia, cosa que me asustaba. Sin embargo, poco antes del viaje supe que en la misma ciudad estaban otra chica y una pareja, y que un micro nos pasaría a buscar a 10 cuadras de donde estaba viviendo”.
A las 4:40 del día pactado, el micro que los llevaría hasta el Aeropuerto Internacional José Joaquín de Olmedo de Guayaquil pasó por ellos. “El chófer tenía guantes y barbijo, era el primer contacto con esa situación y fue una sensación extraña”, asegura.
“En el aeropuerto, los médicos estaban con esos trajes blancos tipo espaciales... Fue una situación extraña porque, además, tengo pánico a los aviones”, confiesa y cuenta que el Hércules era como “un colectivo con alas”. Tras ocho horas de vuelo llegó a Argentina.
Debido a la dirección que figura en su DNI, Agostina debió cumplir cuarentena en uno de los hoteles dispuestos en la ciudad de Buenos Aires para los repatriados. Allí fue asistida por el Ministerio de Gobierno porteño, que fue determinante para su repatriación. Rosario seguía lejos.
“Fueron unos chicos divinos, pero los volví locos porque fumo y me costó muchísimo estar sin hacerlo durante los días del aislamiento”, reconoce y admite que en esos 18 días comenzó una metamorfosis interna.
“Estando allí entendí que había dejado todo para ir a Ecuador siguiendo un sueño, empecé a extrañar horrores a mi familia, a mis dos abuelas... Todo eso empezó afectarme y me costaba contener a ansiedad”. Para calmar esa inquietud hizo lo que mejor sabe hacer: bailar.
Agostina comparte el video que grabó durante su aislamiento en Buenos Aires, ciudad en la que había vivido durante 14 años y que sin querer la confinaba. Sin darse cuenta, la ciudad a la que antes apostó era parte de su proceso de reinvención.
Bailaba cuando se sentía mal y alentada por aquel amigo que le propuso ir a Ecuador comenzó a grabarse mientras lo hacía. Sabía que con su cuerpo podría expresar lo que tenía adentro y dejó que todo saliera.
“Sabía que como artista debía reinventarme completamente, de cero, como lo había hecho antes, pero ahora con 34 años...”, comparte el pensamiento más fuerte que tuvo, cual epifanía, y que desde el 1° de mayo, día que finalmente regresó a Rosario, la acompañó por semanas.
Desde hace unas semanas, Agostina da clases de pilates vía Zoom, sobre todo a extranjeros y algunos conocidos. Pero asume que los pensamientos que la acompañaron en el aislamiento porteño cobraron significado.
“En el camino de regreso a Rosario, lo primero que pensé en hacer a futuro fue irme a Europa con hermana que también es bailarina, para seguir con la carrera allá. Ahora, acomodada en el presente, pude sacar varias conclusiones sobre mi experiencia en Ecuador”, asegura.
Espera un instante y las define: “Pase lo que pase uno tiene que seguir sus sueños y a mí me encantaría poder hacer funcionar el Ballet Municipal de Rosario como cuerpo estable de la ciudad y que sea reconocido como tal”.
“La danza cura todo y sé que esté en la parte del mundo que esté siempre voy a estar bailando”, finaliza.
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