El día que se paralizó nuestro mundo, ella tomó la decisión: tenía que mudarse con su mamá para cuidarla durante la cuarentena, no había otra manera de pasar estos días. Las personas que habitualmente acompañaban a Isabel (92) ya no iban a poder hacerlo y fue entonces que Alejandra Benavides tuvo que cerrar con llave hasta nuevo aviso la puerta de su pequeño departamento, en el centro de Bariloche. Ya instalada en el lugar donde creció, junto con los cuidados y las obligaciones llegaron los recuerdos y también algunas alegrías olvidadas. “Volvió a la casa de su infancia y se reencontró con su piano. Ahora me manda un tema por día y me hace bastante feliz”, decía el conmovedor tuit de Sofi, la hija de Alejandra y nieta de Isabel. La frase acompañaba un breve video en el que se veían las manos libres de su madre sobre las teclas, haciendo música y dándonos un ratito de felicidad a todos.
Alejandra tiene 55 años, estudió piano desde chiquita y es maestra de música de escuela primaria. Además, hace muchos años que integra un coro, de manera que la música es algo natural para ella. “Yo tendría siete u ocho años y me acuerdo que mi papá y mi mamá me ofrecieron ir a tomar clases de piano. Me dijeron ‘¿te gustaría?’, y dije que sí. No es que me encantaba y pedí hacerlo. Creo que era un sueño de ella, yo me fui apropiando después: mi mamá es de Viedma y había estudiado en el conservatorio, tocaba algo de música clásica, también recuerdo que tocaba un fragmento de La Cumparsita”, le cuenta a Infobae desde la ciudad al borde del lago, donde además de ella y de su madre viven dos de sus hermanos (Mariana, otra de sus hermanas, que es diseñadora gráfica, vive en Buenos Aires).
En su departamento, a siete cuadras de la casa familiar, Ale tiene un piano eléctrico que en general está debajo de un sillón; cada tanto lo saca de ahí para practicar o probar algo, pero no es una actividad cotidiana. “Hace mucho que no me sentaba a tocar así. Soy profe de música de primaria pero no toco habitualmente el piano, de pronto alguna cancioncita infantil, pero hace mucho que no lo hacía”, dice, y cuenta que cuando comenzó a tomar clases no había piano en la casa: “dibujábamos las teclas en un cartón y practicábamos así, después me compraron el piano. En estos días volví a tocar piezas que hace casi 40 años que no tocaba”.
El fragmento de El clave bien temperado de Bach tocado por Alejandra que se escucha en las redes es una flecha al corazón de los que estamos puertas adentro preguntándonos qué sigue ahora, mientras tratamos de matizar la angustia de no saber si mucho de lo que hoy vivimos pasará a ser la nueva normalidad.
Cuenta Ale que a veces, cuando iba a la casa de sus padres, subía a tocar el piano, que está en una especie de hall de la planta alta. “Y claro, no me salía. Es que el piano, si vos no practicás, no va. Pero, además, no sentía la necesidad de tocar”. Ahora, en cambio, sí. “Con esto de venir acá y estar encerrada, surgió esa necesidad. Yo hago mucha vida afuera, corro tres veces por semana, hago coro, tengo mi pareja, mis amigas... Sobre todo me senté a tocar cosas sencillas, que sé que las podía tocar, la idea no era sentarme a estudiar. Y entonces un día me dije: me voy a grabar. Y cuando vi el primer video, pensé: me tiene que salir mejor este tema de Bach, que me gusta tanto”.
La casa de Pablo, el hermano mayor -allí donde él está pasando la cuarentena por el coronavirus con su familia- queda en las afueras de la ciudad, a unos siete kilómetros del centro. Es ingeniero y tiene una oficina en la casa de su madre, pero en estos días no está yendo. El hermano más chico se llama Marcelo, vive con Isabel y tiene síndrome de Down. Para Marcelo -a veces, un chico; otras, un hombre grande-, este tiempo detenido, especie de lava de volcán que nos cayó a todos encima ahí en donde estábamos, no es demasiado diferente de sus días habituales. Pese a que en la familia la vida al aire libre es importante, Marcelo sale muy poco y su habitación es su universo.
La casa familiar, a dos cuadras del lago Nahuel Huapi, alguna vez fue un residencial que recibía turistas; hoy Isabel duerme abajo porque le cuesta desplazarse y Alejandra duerme en un cuarto pequeño, “donde mi viejo dormía la siesta”. Marcelo duerme arriba y como el piano está cerca de su habitación, cuando Ale sube a tocar, le avisa.
“En esos momentitos en que hago ejercicios con el piano le pido permiso para tocar. ‘Voy a cerrarte la puerta’, le digo. Él es como un chico, tiene una rutina, recorta revistas, escucha la radio, tiene la TV, para él no cambió nada”, dice Alejandra, que además cuenta que Marcelo no solo conoce a todos los periodistas sino que les habla como si él fuera uno más, como si estuviera con ellos en el estudio. “Es como si hubiera construido un mundo, como si eso fuera su trabajo”, dice ella, que lo entiende desde siempre, con picardía.
Hay una ausencia reciente que aún se palpita en la familia. Aristeo, el padre de Alejandra, murió hace poco más de un año. Hombre de montaña, campeón olímpico de esquí, hincha de Independiente, fundador de la escuela de esquí del Cerro catedral y alguna vez cocinero del Modesta Victoria, el célebre barco que lleva más de 80 años surcando las aguas del Nahuel Huapi, vivió 92 años con la intensidad de la aventura, la nieve y el agua, y de las subidas y bajadas por las montañas más singulares. La anécdota familiar dice que lo llamaban Cartón porque era tan delgado que parecía un cartón cuando se lo veía a lo lejos bajar de la montaña. Alejandra y Pablo, los hijos mayores, heredaron la pasión de su padre y también fueron instructores de esquí.
“Mirando una foto blanco y negro que hay en un pasillo de la casa en la que montaron su vida, estaba él sobre un par de esquíes, envuelto en una brisa de nieve en polvo que se mezcla con los rayos de sol. Mi abuela me explicaba que mi abuelo parecía una gacela. Y es verdad, la foto es mágica. Con la misma expresión me contó hace unos años del pañuelo rojo que llevaba en el cuello el día que se conocieron y él la sacó a bailar por primera vez. Me metí en ese recuerdo y pensé que entre los dos botones desabrochados de la camisa blanca, mi abuelo había convertido su pañuelo rojo en una señal para que ella no rechazara el baile, ni la vida juntos que iba a venir después”, escribió a la hora de su muerte su nieta Sofi, politóloga y periodista de Infobae, en su cuenta de Instagram.
“Mi trabajo con la música empezó durante el embarazo de Sofi”, sigue contando por teléfono Alejandra. “Yo no podía seguir trabajando como instructora de esquí y entonces mi mamá, que era docente, me dijo: tenés el piano, eso te habilita para trabajar. Yo me preguntaba: cómo voy a hacer para enseñar, yo aprendí a tocar pero no sé enseñar…”, recuerda.
“Al principio me fue un poco pesado, pero después lo fui eligiendo: el aula, la docencia… es como que hay una correspondencia entre la docencia en el aula y la docencia en el cerro, sabés. Me fui apropiando de eso y amando el oficio a través de muchos cursos de expresión, de movimiento, de manejo de grupos”, cuenta, y ahí vuelve al hoy, a su reencuentro con el instrumento que aprendió a tocar en su infancia y a las ganas de perfeccionarse: “Sé que cuando me jubile voy a volver a estudiar piano con una profesora”.
Aunque Alejandra se ocupa siempre de cuestiones administrativas y logísticas de su madre mayor -buscar los turnos, ir a la farmacia, administrar el dinero- y va a su casa a veces hasta dos veces por día, volver a vivir con ella, abandonar su cotidianeidad, no fue fácil. “Cuando me mudé al comienzo fue un ‘uy, qué tremendo’, y es que me gusta mi soledad, además tengo pareja, vida social, hago coro, mi grupo de correr, mis amigas, más la escuela. Las veces que salgo a hacer las compras, hasta ahora fui dos veces, paso un rato por mi casa... Pero estando acá con ella me siento más tranquila, aunque sé que no le doy la misma charla que le dan las chicas que la cuidan. Es que ella es grande pero tiene mucha energía todavía, le gusta conversar, sigue cocinando, sale todos los días a ver cómo están sus rosas”.
Isabel y su marido eran grandes cocineros y la memoria familiar se detiene seguido en aquellos domingos en los que amasaban tallarines o ravioles y cocinaban clásicos estofados o salsa bolognesa en ollas enormes y humeantes en las que los miembros de la familia hundían a hurtadillas el pedazo de pan antes de sentarse a la mesa. Aunque ya no amasa, Isabel sigue preparando diferentes platos con verduras y sus clásicos zapallitos rellenos. En los últimos años, además, “incursionó en el chop suey y lo hace riquísimo”, cuenta Alejandra.
Isabel cocina, cuida sus rosales, se comunica con sus hijos y con sus nietos, pero la música ya es nostalgia. “Cuando grabé el videíto y se lo mostré, ella dijo “escucho”, pero escucha poco, con audífono y todo. Viste que el video tiene además una linda luz, es la que entra al mediodía”, se le escucha decir a Alejandra. “Y era tan lindo que entonces se lo mandé a Sofi y a ella le encantó. Eso me motivó y le dije: si te gusta voy a practicar, así te mando más”.
Es ese haz de luz que entra por la ventana de la casa del lago al mediodía pero es también la emoción que transmiten las manos de Alejandra sobre el teclado lo que conmueve. Es el reencuentro con el ayer y es el presente de cuidado lo que traduce.
Es esa familia, sí, pero somos todos.
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