Marisol San Román tiene 25 años y, entre los suyos, ya es conocida como “la paciente 130”. A punto de llegar a los mil casos de coronavirus confirmados en la Argentina, Marisol es una de las pocas personas contagiadas que salió a contar su lucha contra el virus sin tabúes.
Lo hizo después de haber salido de su segunda internación -todavía haciendo un esfuerzo para respirar- y no sólo para ponerle una historia de carne y hueso al “quedate en casa”. También después de haberse enterado de que, al igual que le pasó a ella, otros casos confirmados y sospechosos estaban siendo víctimas de una cacería de brujas, con fotos viralizadas por whatsapp y amenazas de linchamiento.
Todavía recuerda el sonido de las copas de esa última noche en Madrid, donde estaba cursando una maestría en Administración desde agosto. Eran cuatro en el restaurante ese 10 de marzo: tres mexicanos y ella. “Brindamos por la juventud. Entre risas y besos, todo era fantasía e ilusión. Solo deseábamos volver a vernos”, contó Marisol a Infobae. La universidad había cerrado sus puertas y los alumnos tenían que dejar los estudios a medias para volver a sus países.
Hubo, esa noche, varias formas de “contacto estrecho”: chocaron las copas de vino, compartieron las comidas que pidieron, se convidaron el postre. Marisol había ido al restaurante de jogging, sin maquillaje y alpargatas cuando se enteró de que estaba por llegar el joven con el que había salido hasta diciembre. ¿Por qué no estaba más juntos? Él -que es colombiano- la había dejado con el argumento de que ella se merecía a alguien mejor. “Estaba enojadísima pero quería que me viera linda”, se ríe, y ameniza el drama.
Marisol fue entonces al baño con la otra chica de la mesa pero no llevó su cartera. Como ninguna de las dos tenía maquillajes, la joven mexicana le prestó el bálsamo labial (transparente e inútil para el objetivo inicial). De los cuatro que compartieron la mesa, tres fueron diagnosticados luego con Covid-19: la chica del lápiz labial es una de ellas.
“Una distracción puede resumir tu vida en dolor, en llanto y en gritos de ayuda. En locura y soledad”, sigue Marisol. Todos tuvieron que dejar la maestría en Madrid pero no sólo ese sueño destruyó el virus: “También la seguridad en nosotros mismos. Nuestra salud, que tanto sobrevaloramos por la juventud, esa juventud e incoherencia que tantas buenas noches nos había dado esta vez se convirtió en la última. Fue una noche sin suerte, sin fin, donde una pesadilla silenciosa se desató como un fantasma: el fantasma estaba dentro de nosotros y ya no había forma de sacarlo”.
Su llegada a la Argentina
Marisol llegó a Buenos Aires el jueves 12 por la mañana, una semana antes de que en Argentina se decretara la “cuarentena total”. “Vinimos en un avión de Iberia sin condiciones sanitarias. Todos venían tosiendo, yo tuve mucho cuidado de no sacarme el barbijo en ningún momento”. Marisol no tenía síntomas pero había extremado los cuidados después de haberse enterado de que su universidad había cerrado tras la confirmación de tres casos positivos.
Sus amigos argentinos quisieron visitarla pero ella se negó para respetar la cuarentena, obligatoria en ese momento para quienes venían de Europa. No sintió nada durante todo el jueves pero el viernes 13 se despertó en Vicente López con un dolor de garganta que se fue haciendo cada vez más intenso.
Cuando logró despertarse, tenía 40 grados de fiebre. “Sentía fuego”, cuenta. Fuego en el cuerpo, en la frente. “Esta chica tiene coronavirus”, arriesgó el doctor que recibió el llamado y activó el protocolo de emergencia. La voz de alerta del médico a través del transmisor es el sonido de fondo del traslado en ambulancia: “Caso coronavirus, activo protocolo, coronavirus, activo protocolo”.
Al mismo tiempo, Marisol recibió un mail de la universidad española en el que les informaban que otro estudiante había dado positivo. “Enseguida entendí que se trataba de quien se sentaba detrás de mí en la fila, esa tos seca que me acompañó durante una semana era algo más que una alergia”. Por sus síntomas, por esos contactos estrechos y por el país del que venía -España ya tiene más muertos que China-, rápidamente se convirtió en un “caso sospechoso”.
Estuvo una semana internada en aislamiento, era el tiempo esperado para que el test proveniente del Malbrán confirmara o descartara la sospecha. La fiebre bajó durante esos días pero el dolor de garganta empeoró y apareció la tos. “Yo negaba al enemigo interno. ‘El aire acondicionado me está dando tos’, me quejé”, y pidió una mantita.
“Todavía se me pone la piel de gallina de recordar el único ruido de aquel espacio: la tos de los pacientes, acompañada de llanto. Las cuatro paredes parecían comerme, las ventanas cerradas con llave me hacían sentir en prisión. El color blanco solo me recordaba que había perdido mi libertad. Me sentí presa por mi propia irresponsabilidad”.
El séptimo día, Norma, la enfermera, la miró con el cariño que Marisol estaba necesitando y le dijo: “Tenés que prepararte para lo peor”. También le dijo que ya había atendido otros casos positivos y que no tenía miedo. Ese mismo día por la noche Marisol recibió el llamado: “Tenés coronavirus, te vamos a trasladar a Agote en unos minutos”. Por lo contagiosa que es la enfermedad, no está permitido recibir visitas, por lo que escuchó la noticia en soledad.
Cuando le relató al médico todos los “contactos estrechos” que había tenido, el profesional reparó en el uso del labial: ”Es contacto directo con alguien infectado, es más que tocarte la cara”. Es una posibilidad, precisamente porque el virus se transmite por el contacto con las pequeñas gotitas de saliva que procedan de tos, estornudos o de la simple respiración cercana. También es posible que haya sido de otra forma, porque se supone que si compartieron un labial estuvieron cerca, lo mismo que al haber compartido con comida con los mismos cubiertos.
La trasladaron el sanatorio Agote, donde algunos síntomas empeoraron: “No sé cómo se llamará perder la respiración pero, en mis palabras, mi garganta se cerró, me empezó a doler el pecho, me caí al piso de la tos y no pude frenar”. Marisol tocó el botón de emergencias. “Las enfermeras me abrieron la boca y me metieron una jeringa llena de codeína y otros preparados por la garganta”.
Fue ahí que lloró por primera vez. “Las lágrimas no eran nada en comparación al miedo. Esto no tiene absolutamente nada que ver con cualquier cosa que haya vivido en toda mi vida”. La chica de la manteca de cacao de aquella noche cursaba la enfermedad de manera asintomática; su amigo -de 27 años- había tenido que ser hospitalizado e intubado. De su ex no sabe nada: dice que le hizo un escándalo esa noche de lo enojada que estaba y ahora no le contesta.
Después de dos días sin fiebre le dieron el alta pero sólo estuvo un día en su casa. “Los gritos de dolor hicieron que mi papá tenga que llamar otra vez a la Emergencia. ¿Qué pasó esta vez? Mientras el doctor me revisaba, la tos se apoderó de mí como un demonio, me di la cara contra el piso, mis ojos taparon de lágrimas todo el barbijo, mientras que el segundo barbijo que llevaba debajo de ese terminó completamente cubierto de sangre”.
"¿Por qué no puedo viajar en el tiempo para frenar todo lo que ocurrió esa noche?”, se pregunta. Volvió a casa y, aunque sigue teniendo una infección en su pulmón derecho, decidieron no internarla porque tiene las defensas muy bajas. "Desde la ventana de la ambulancia se me partió el corazón al ver a los vecinos de a tres o cuatro saliendo a hacer las compras con las bolsitas en la mano. Ustedes que hoy pueden decidir, ¿podrían cargar el resto de su vida con la conciencia de haber enfermado a sus padres, de haber matado a sus abuelos?”.
Ahora la controlan por Skype dos veces por día y en la habitación tiene un saturador de oxigeno, un termómetro y un plan de medicación. Anoche, mientras los médicos se debatían si volver a internarla o no, Marisol se enteró que otro joven que había conocido en España había muerto. Tenía 23 años.
Peligro de linchamiento
Desde que contó su historia públicamente, Marisol recibió muchos mensajes de apoyo pero también más de 300 con agresiones. “Me dicen ‘hija de puta’, ‘a vos hay que matarte’, ‘hay que prenderte fuego’, me acusan de terrorista. Yo cumplí a rajatabla mi cuarentena, no estuve con nadie desde que llegué a Argentina, y estos mensajes de acoso te llegan cuando estás pasando por un proceso muy duro, “¿cómo les explico que aunque hoy me toque luchar, yo puedo ser esa persona que ni siquiera pueda tener un funeral si pierdo la guerra que se está librando dentro de mi?”.
Un vecino -al que va a denunciar- le sacó una foto cuando la llevaban a su casa en camilla y la subió a las redes: “Decía algo así como ‘esta es la hija de remil putas va enfermar a todo el barrio”. Después empezó a enterarse de otras personas que estaban sufriendo el mismo Ciberbullying.
Le escribió un joven de Rosario, cuya foto fue distribuida por toda la ciudad, con su dirección y un llamado a no comprar más en su carnicería (a ese joven le dio negativo). Y supo lo que les pasó a otras dos personas de Entre Ríos que habían estado de vacaciones en Brasil: “Les fueron a tirar piedras a la casa, los escracharon por todas las redes sociales y les dijeron que les iban a prender fuego la casa”.
Por eso Marisol se puso en contacto con el titular del Ministerio Público Fiscal de la Ciudad de Buenos Aires, Juan Bautista Mahiques, para saber cómo denunciar estos casos. “Es importante frenar esta discriminación porque pronto los casos positivos vamos a ser muchos. A este virus lo mata la lavandina, el alcohol en gel, el aislamiento: prender fuego a alguien sólo te convierte en un asesino”.
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