Todo se fue de las manos demasiado rápido. Para mi y para cuanto habitante haya sobre la faz de la tierra. La declaración de pandemia me agarró en Beirut, capital del Líbano, donde entre otras cosas estaba por arrancar un proyecto sobre historias de refugiados para Infobae. Pero de pronto, todas las puertas se cerraron: las de los locales, las de los restaurantes, las de las oficinas de gobierno, e incluso las de los campos de refugiados, porque había que protegerlos del contacto con extranjeros. Mi viaje ya no tenía sentido, solo restaba volver.
Un día antes de que Líbano cerrara fronteras, volé hacia Grecia para estar en Europa. Mi vuelo de regreso era desde ahí en abril recién. Mientras planeaba mis pasos, estuve unos días en la isla griega de Lesbos, donde está el campo de refugiados más grande de Europa. No fue caprichoso llegar hasta ahí: mientras el mundo cerraba sus fronteras sin importar de dónde es cada quien, en Lesbos los más de 21 mil refugiados tienen las fronteras cerradas hace rato. Quería verlo, poner en perspectiva un drama humanitario y el otro.
Pero en Lesbos también empezó a cerrarse todo y antes de que bloquearan la isla, me fui para Atenas. Mi aerolínea, con la que tenía el regreso originalmente, nunca me respondió por ninguna vía -cada uno de los varados sabe de lo que estoy hablando-, y su web -la de Norwegian- era como el cuento de la buena pipa, arrancaba todo desde cero cada vez que hacías click en algo.
Ante la imposiblidad de volver, volver se volvió una misión desesperada. Es que la sola idea de que no te dejen regresar a casa cuando lo necesitás es algo antinatural, un sentimiento para el que nadie está preparado. Y ante cada boleto caído, crecía mi ansiedad.
Saqué un pasaje nuevo vía Turquía. El itinerario: Atenas-Estambul-San Pablo- Buenos Aires. Era en ese entonces el 22 de marzo y parecía que iba a poder volver. Sin embargo, unas horas antes de hacer el check in, Grecia cerró sus vuelos desde y hacia Turquía por considerar que estaban teniendo una política irresponsable respecto del Covid-19. Vuelo cancelado.
Compré otro pasaje para el 24 de marzo vía Amsterdam-San Pablo-Buenos Aires. Al momento de salir me lo cancelaron porque Brasil prohibió la entrada de cualquier persona que no fuera brasilera, incluso para tránsito. Me quedaban cada vez menos opciones.
Desde el consulado de Grecia trataban de que me hiciera amigo de la idea de quedar en Atenas un buen tiempo. No me parecía la mejor opción porque no hablo el idioma, no conozco a nadie, y los precios en euros me iban a poner en serios problemas si el regreso se demoraba.
El único lugar del mundo que me recibía era México, que por alguna razón -el extraño criterio del presidente López Obrador- no cerró sus fronteras. Me parecía una buena línea de acción: es un país más barato, tengo amigos, hablo el idioma y era mucho más probable poder volver a la Argentina desde ahí. Compré ese pasaje.
En cada minuto de espera, entre pasaje comprado y pasaje comprado, entre reclamo de reembolso y reclamo de reembolso, me preguntaba para qué quería volver al país tan desesperadamente. Sabía que a los que llegan de afuera los mandan a hoteles, que nadie sale de sus casas. ¿Por qué entonces esa obstinación por volver? Pero todo argumento me quedaba chico al lado de la fuerza magnética que sentía desde Argentina, como si una hipnosis se activara en mí y me llevara en un vuelo emocional a la patria.
Y entonces venía una y otra vez la palabra patria, tan en desuso en mi vida habitual.
Pero la patria, todos lo saben, no estaba requiriendo nuestra presencia. Al contrario. Mucho leía sobre vuelos de repatriación, que salían de lugares con mayor concentración de argentinos: Madrid, Italia, México, Miami… Pero poco a poco eran menos vuelos y empezaba a notar que el gobierno prefería mantener afuera a quienes habían estado en Europa y podían estar contagiados. Y lo peor del caso es que quienes no habíamos estado en lugares críticos teníamos que ir a lugares críticos si queríamos conseguir un vuelo.
En el medio, me di cuenta de que no iba a poder volver por un buen tiempo. Compré un pasaje desde Mexico a Buenos Aires para el 1 de abril, pero todo indica que se va a suspender. Por un lado porque el Estado no permitirá su ingreso, por otro porque es con escala en Perú, que también cerró fronteras. Traté de ignorar la frustración y arranqué mi periplo a México.
De Atenas a Amsterdam, donde debía esperar 18 horas en el aeropuerto. Lo primero que hice fue acercarme a una mesa a cargar el celular. Una señora, al otro lado de la mesa -a una distancia mayor a dos metros- levantó la vista y me pidió bruscamente si me podía alejar.
-Es que soy sensible -agregó.
Tenía barbijo, pelo blanco y corto. Adiviné una edad entre sesenta y setenta años. Ok, le dije. Levanté mis cosas y me alejé. No pude ocultar, confieso, cierta mueca de enojo. La entendí, pero me dio bronca. Yo mismo, unos minutos después, escuché a una persona hablar en italiano y la miré alarmado. “Un italiano suelto”, pensé, mitad en broma, mitad en serio.
¿Qué se despertaba en mí? ¿Qué en la sociedad? En la isla de Lesbos los griegos no quieren recibir más refugiados sirios ni afganos ni iraquíes. Y de pronto el planeta no quería recibir más italianos. De pronto Argentina no más argentinos. Estos son, en concreto, los primeros cambios de un mundo post coronavirus.
El viajero como un sospechoso en sí. El que vuelve, como un riesgo. El que tose, un criminal.
En las cafeterías del aeropuerto, cerradas para sentarse pero aun vendiendo comida, un velo de plástico separaba la interacción humana. De los parlantes salía una voz que pedía mantener una distancia de un metro y medio entre personas. Un empleado de un local me contó que trabaja en el aeropuerto hace 30 años, que la única vez que vivió esta situación fue tras el 11 de septiembre del 2001, cuando atacaron las Torres Gemelas. “Pero eso duró cuatro días, esto no sabemos cuánto”, me explicó.
Seguían pasando las horas en Amsterdam y en un momento me di cuenta de que la sola espera, las pocas horas de sueño acostado en los bancos, me hacía portador del riesgo. Cada hora me lavaba las manos, usaba barbijo, pero mi mano derecha seguía con su terco gesto de acercarse a mi cara y rascarme la nariz. Si el virus andaba por ahí, invisible, bien podía encontrarlo. No lo creo, tengo bastante fe en que no, pero quién sabe.
Mientras, mis amigos me preguntaban cuándo llegaba. Yo no sabía qué decirles. Lo mismo a mi familia. Una amiga en particular me sugirió hacer una nota contando que estaba varado para “meter presión”. Pero la comunicación es un arma que está siempre cargada como para levantarla así nomás, y el periodismo un oficio demasiado valioso para eso. Si yo tenía que esperar, iba a esperar. Y que la presión se hiciera por los casos más urgentes, porque los hay, porque decenas de argentinos que están afuera realmente necesitan volver y son prioritarios. Yo no soy uno de esos, al menos por ahora.
Por supuesto, esta manera de pensar me dejaba parado en algo parecido a una pose, un lugar del que yo mismo desconfiaría si lo viera en otro. Bien sabido es que la bondad es hacer el bien cuando nadie está mirando, y no contarlo en una nota. Pero en tiempos de pandemia afloran discursos de todos los colores, muchos de ellos peligrosos, y me pareció bien hacer de mi aceptación una bandera de paz. Porque ni los de afuera son culpables, ni los de adentro víctimas. Y porque empezar a ver una amenaza en el otro, cualquiera sea, me parece la mayor amenaza posible.
Entonces escribí un hilo en Twitter y muy pocos minutos después me subí al avión rumbo a México. Cuando aterricé, vi que había tenido una repercusión que no esperaba. Desde entonces, solo recibo mensajes de aliento y ofertas en México para quedarme en casa de tal o cual compatriota desconocido que se solidariza.
La cuarentena me priva de aceptar las ofertas, pero no de emocionarme por ver que la patria, esa palabra tan en desuso en mi vida habitual, estaba encontrando la forma de llamarme.
Aquí la esperaré, hasta que finalmente se me permita abrazarla.
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