Fue un domingo del año pasado, Gino estaba sentado en la mecedora quieta, la falda tapada con una mantita de lana. No estaba tan perdido ese día: no pellizcaba cosas imaginarias en el aire, no le hablaba al perro que no tiene, no repetía cálculos de cuántos kilómetros teníamos que manejar hasta un lugar al que no íbamos a ir. Lo que estaba sí, era enojado.
Quería pararse y no lo dejaban, quería comer otra porción de torta de ricota y no lo dejaban. Ya se había caído y todavía tenía los moretones violetas en la piel finita, finita como el ala de una mariposa, por eso no lo dejaban. Tenía 88 años Gino y ese domingo decía a todo que no. No quería el mate, no quería que se lo sostuviéramos, bufaba, estaba serio, revoleaba los ojos. Alguien quiso agarrarle la mano fría, apoyada sobre la mecedora, y él la sacó.
Fue así hasta que Pablo -mi novio, el menor de sus cuatro hijos, el único varón- buscó la espuma de afeitar y, con un pequeño grito al oído para vencer las barreras de la sordera, le dijo “papi, cerrá los ojos”. Gino obedeció. Después, le untó la espuma por la cara con las yemas de los dedos, mientras los movía en círculos, se reía y repetía: “Masaje facial, masaje facial”.
Le cubrió la parte de la barba con los dedos encremados, le acarició la parte sin vello con los dedos limpios. Después deslizó la maquinita de afeitar, acompañando el gesto con un “muuuy bien”, como si le hablara a un hijo. Un poquito más por acá, despacito en el cuello para que no se lastime, agua tibia en la toalla para sacar la espuma y un poco de loción para que el aroma devuelva la alegría. Gino se calmó, lo vimos todos.
Sentada en el sillón de la casa de la calle cortada, en Avellaneda, saqué la foto. Pienso ahora en esa imagen y en todo lo que cambió desde ese día, porque la demencia senil terminó llevando a Gino a un geriátrico en enero. Qué rápido pasó este pac man: Gino todavía atendía la ferretería de la calle Alsina cuando lo conocí.
Pienso en esa foto y en cómo cambió todo de aquel domingo a este, porque la pandemia obligó a los geriátricos a cerrar sus puertas y ya nadie puede ir a visitarlo. ¿Cómo sabrá él que su esposa, hijos, nietos y bisnietos siguen estando ahí, si ya no pueden entrar a verlo? ¿Cómo hará ahora -que tocarse la cara está prohibido y el masaje facial es un sueño de libertad- para calmarse?
“Ojalá no crea que lo abandonamos”, me dice Pablo. “No siento dolor por mí sino por él: me preguntó qué sentirá, qué pensará cuando se despierta de noche, cómo debe extrañar a mi mamá”. Susana, una de sus hermanas gemelas, llora cuando le pregunto qué siente ella: “Me angustia pensar que tal vez no lo vea nunca más. Aunque sea optimista: me da miedo de que, cuando esto pase, ya no nos reconozca”.
Tal vez porque era el principio pero a Gino lo iban a visitar al geriátrico de mañana, le daban el almuerzo y de tarde, para tomar unos mates. El miedo al abandono se combatía con una idea: que siempre viera una cara conocida. No estuvo lúcido la semana pasada, cuando todavía podían ir a visitarlo, y no hubo forma de explicarle lo que estaba pasando en el mundo.
“A veces uno piensa que no entiende nada pero la semana pasada fui a verlo e hicimos videollamada con mi mamá”, dice Susana. Fue gracioso, porque ninguno de los dos está acostumbrado a verse a través de una pantalla, por lo que Mimí enfocó para cualquier lado y Gino, con su sordera, no escuchó nada de lo que hablaron. “Pero te juro que la vio y le cambió la cara. Le dijo ‘hola, abuelita linda’”, cuenta. Gino Bertuzzi y Mimí están juntos desde hace 62 años.
Después, vino la prohibición total de entrar a verlo. Susana se quedó en la puerta, con el barbijo puesto, cuando se enteró. A la enfermera le rogó desde afuera: “Díganle por favor, explíquenle por qué no podemos venir a visitarlo, díganle que ya vamos a poder”.
No se los digo pero estoy segura: por la forma en que lo quieren -por la forma en la que los vi cuidarlo- sé que Gino sabe que están pensando en él, que ninguno sería capaz de abandonarlo.
Sergio y su mamá
Del otro lado del Puente Pueyrredón, en Palermo, Sergio Pollaccia postea una foto. Aunque Elsa, su mamá, está en el último estadío del Alzheimer y hace casi tres que está en un geriátrico, la foto es de hace sólo 20 días. Están en Atalaya, a punto de merendar café con leche con medialunas. La foto es del último día que la vio.
Abajo le escribió: “Antes de que todo esto comience pude cumplir un sueño: llevarte a ver el mar, quizás por última vez. Fue un viaje de un día, de ida y vuelta, que ya te olvidaste, pero que disfrutaste a cada minuto”, arranca. Y termina: “Hace 20 días que no te veo. El mundo enfermó y cambió. Vos no entendés ahora, tampoco te acordás, pero yo me acuerdo de vos cada día. El Alzheimer es una mierda, y no tiene cura. El coronavirus es una mierda, pero ya pasará”.
“Ese viaje hoy vale triple”, dice Sergio a Infobae. “Hoy ves las fotos y está llena de libertad: es ella mirando el mar, ella mirando el parque, todos momentos que hoy son imposibles”. Sergio se entristeció cuando le dijeron que ya no se permitían visitas al geriátrico. Después, logró encontrarle una vuelta:
“Ellos son un grupo de mucho riesgo, y lo más importante hoy es que estén protegidos. A mí me sirvió pensar en no ser egoísta. Lo que uno quiere hacer, que es ir a verlos, a ellos podría matarlos. Yo trato de cerrar los ojos y conectar con lo que ella sí fue, con lo que sí vivió, de recordar los buenos momentos. Visualizo que esto va a pasar y el abrazo que le voy a dar cuando pueda volver a verla”.
Luciana y su abuela
A la nonna de Luciana Pederzoli la prohibición de recibir visitas la encontró en un punto concreto de su línea de tiempo. Tiene 86 años y demencia mixta, está en un geriátrico de Bell Ville, Córdoba, y está viviendo, literalmente, sus últimos días de vida.
El lugar en el que está no cumple con el estereotipo de los geriátricos. No hay olor, no es un “depósito de viejos”. Está cuidada pero hace días que no come, ya sólo logran darle algo de agua con cucharita. “Se está apagando, se está yendo. Mi impotencia es por no poder acompañarla en este tramo final. Pienso en el padre de ella, que vino de Italia escapando de la guerra, y no se pudo morir rodeado de su familia, que había quedado en Europa. Ella está atravesando lo mismo, va a morir lejos de sus seres queridos”, se lamenta Luciana.
La angustia es por el ritual de despedida que no podrán hacer -un velatorio con toda la gente que la quiere, un entierro con alguien que la llore-, y también por lo que no están pudiendo hacer hoy. “Ella ya no reconoce a nadie y vos me podrías decir: ‘bueno, no se da cuenta de nada’. Pero si bien no está mentalmente consciente uno no sabe... a lo mejor su corazón siente la soledad, la falta de contacto con la piel, del abrazo, del beso de despedida”.
Después manda una foto de la nonna Norma antes de todo esto: afuera, al aire libre, en su patio con flores, la escenografía despojada de contexto en la que va a tratar de recordarla.
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