El promedio de edad de los 4825 muertos por el COVID-19 se ubica, en Italia, en 78,5 años. En China, el 15 por ciento de sus 3245 fallecidos tenía más de 80. Y aunque ayer la Organización Mundial de la Salud advirtió a los jóvenes que el virus también puede ser letal para ellos (son los más reacios a adoptar medidas de aislamiento), los adultos mayores son el grupo etario que más se debe proteger del coronavirus.
Eugenia Unger tiene 94 años, sobrevivió al Holocausto, es oxígeno dependiente, y tiene una historia de resiliencia que la ubica con autoridad moral para aconsejarnos. Subió un video, donde ruega -con una mano en el corazón- que tomemos conciencia de los riesgos y respetemos el aislamiento que dictó el gobierno. Con pocas palabras, pero mucho sentimiento.
“Le tengo pedido a toda la colectividad y a toda la sociedad que haga caso y haga la cuarentena. Si yo puede aguantar bajo la tierra meses entonces pienso que ustedes pueden aguantar 14 días y que no haya contagios. Desde mi alma le pido para toda, toda la sociedad, le pido mucho. Que Dios los bendiga a todos, y que nadie se enferme más”, señala en poco menos de un minuto.
Nació en 1926 en Polonia, y cuando tenía apenas nueve años los nazis invadieron su país. A partir de allí debió soportar varios infiernos. El primero fue el gueto de Varsovia. Allí, además de perder a parte de su familia -enviada a los campos de concentración- debió convivir con el horror: “En el subsuelo de mi casa hicimos un búnker para escondernos. Allí las ratas nos comían; después, en el campo de concentración, nosotros las comíamos a ellas. Así es la vida… Estaba una amiga con su bebé, el nene empezó a llorar, ella le puso una almohadita para que no grite porque escuchamos a los nazis, y lo asfixió… Pasamos por muchos búnkers. El último fue el horno de una panadería. Éramos diez personas, no se cómo entramos. Alguien nos delató y los nazis nos descubrieron. Me pidieron que me saque la ropa, para violarme. Lo hice y me vino una hemorragia, porque Dios siempre estuvo conmigo. Yo había oído cómo unos polacos violaban a la hija de un rabino hasta matarla. Ella tenía mi edad".
Luego siguió el paso de ella misma por los campos de concentración. Primero, Majdanek: “A mi madre y a mí nos llevaron a picar piedras. En el tren íbamos casi asfixiados, nos orinaban encima, moría mucha gente. Un día encontré una moneda de oro en la tierra. A mi lo material no me importa, una amiga me la pidió y se la di. No sé cómo la nazi que nos custodiaba lo vio. Vino y la mató a golpes por la moneda… Todos los días despertabas en las cuchetas, y le decías a alguien ‘saca tu pierna de encima mío’, y en realidad le hablabas a un muerto".
Más tarde, su destino fue Auschwitz: “No recuerdo cuándo fue que nos llevaron. Me raparon y me tatuaron el número en el brazo. Me pusieron a fabricar granadas y bombas. A mi mamá, a coser zapatos. A cada rato venía Eichmann, o Hess, y mandaban a quemar gente. A dos primas hermanas les dije ‘huyan de esta barraca’. Una me dijo: ‘Mira mis manos llenas de llagas… no quiero vivir más’. Y se las llevaron. Otra vez nos dijeron que salgamos porque iban a dinamitar todo. Corrimos hacia la puerta, y ametrallaron a los que estaban al frente”.
Cuando el fin de la guerra se aproximaba, tuvo que soportar infinitas penurias: “Cuando los rusos avanzaron, nos llevaban de campo en campo, era la marcha de la muerte. Caminábamos sobre cadáveres. No se cómo subí a un carro a mi mamá, ella me decía que la iban a matar, pero no tenía nada para perder. Ahí la perdí de vista, la encontré ocho años después de la guerra. Más tarde nos llevaron a Ravensbrueck y luego a Rehlin. Había gitanas, rusas, de todo… Comíamos cascaras de zanahorias y tomábamos agua de una palangana..”
“En el último traslado vimos que los alemanes mandaban a la guerra a chicos de 14 años, era el final para los nazis. Al costado del camino estaba todo minado, si alguien quería escapar… ¡boom! Yo caminaba adelante junto a una chica llamada Ana. Le dije que nos llevaban a un bosque para matarnos. Pasamos una loma y huimos hasta un establo. Nos escondimos debajo de mierda de vaca. A los cinco minutos oímos que preguntaban por dos judías que escaparon. Abrieron el portón, el corazón me saltaba. Pero lo cerraron. Todo el día y la noche pasamos ahí”.
El fin de la Segunda Guerra Mundial no significó, al principio, la calma que esperaba para su vida: “Volví a Varsovia sobre el techo de un tren, porque abajo estaban los soldados rusos, que gritaban: ‘Yo te liberé, tengo derecho a hacer lo que se me da la gana con vos’. Me ponía carbón en la cara para parecer un varón. Muchas mujeres fueron violadas. Cuando por fin llegué a Varsovia era todo ruinas. Dormí cuatro meses en la calle. Tenía 19 años y pesaba 27 kilos. Casi todos los polacos que eran amigos nos cerraron las puertas. Sobreviví pidiendo limosna. Allí escuché por primera vez el nombre de este país, que no conocía. Un canillita gritaba que la BBC de Londres decía que Hitler y sus secuaces habían huido en un submarino hacia la Argentina".
Su llegada a nuestro país significó para ella un largo periplo: “Las UNRRA (Sigla en inglés de la Administración para el Socorro y la Rehabilitación) nos llevó a distintos campos de refugiados. En Módena, Italia, conocí a mi marido, David, que había luchado en el Levantamiento de Varsovia. Y al poco tiempo, en Santa María di Leuca, nació mi hijo mayor, Leonardo. Tenía papeles para viajar a Estados Unidos, pero su presidente no daba más cupo. Seguíamos dando vueltas, durmiendo en el suelo. Ningún país nos quería. ¿Por qué tanto odio contra nuestro pueblo? ¿Por qué?”.
"A la Argentina llegué en 1949, cuatro años después del fin de la guerra. Vinimos en un barco que parecía hundirse a cada rato. Estuvimos en Río de Janeiro y Paraguay. Al final conseguimos viajar a Buenos Aires, pero David se quedó en Asunción un tiempo más. Vine con mi hijo Leonardo sin saber el idioma, sin documentos y sin plata. ¡Ni sé cómo pasé la Aduana!
Finalmente, aquí halló sosiego, y un futuro: “Mi segundo hijo, Néstor, nació en Buenos Aires. Los dos son médicos. Después de ocho años, encontré a mi madre gracias a la Cruz Roja y la traje. Llegó en el 54 con una nueva pareja, un señor al que le habían matado sus ocho hijos. A la Argentina le debo mi vida, le agradezco en el alma. Fui libre, viví sin nazis, y con mi esposo tuvimos un negocio textil".
Hoy, esta mujer que vivió el Holocausto en carne propia (todavía lleva tatuado el número 48914 en su brazo izquierdo) y escapó del genocidio nazi, que se cobró la vida de seis millones de judíos (la mitad vivía en Polonia, como Eugenia), pide, apenas, que nos quedemos en nuestras casas. Para no repetir lo que ella vivió.
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