Soy feminista PERO me maquillo. Soy feminista PERO no soy violenta y no odio a los hombres. Soy feminista PERO. Todavía doy demasiadas explicaciones. Todavía no estoy segura de si mi tono de voz es amable porque de chiquita me dijeron que me porte “como una señorita” o porque lo elijo.
Con mis amigues jugamos al fútbol los martes, los varones tienen naturalizado el vestuario. Salimos de jugar y se bañan. Mi mejor amiga y yo lo hacemos hace dos partidos, después de dos años de jugar. Porque “ellos se bañan rápido”, nosotras somos “más complicadas”. Conviví dos veces con novios distintos, me bañaba mucho más rápido que ellos, pero nos enseñaron que ser mujer es “más complicado”.
Definitivamente lo es, pero no es complicado por las cosas que nos hicieron creer. El problema no es el pelo largo o las tetas que te duelen cuando corrés (la mayoría de las mujeres dejan de practicar deportes en la adolescencia, porque nos enseñan a avergonzarnos de nuestros cuerpos). Lo difícil de ser mujer es el miedo. Miedo a que te maten, pero no sólo es ese el miedo, esa es la punta del iceberg. El miedo nos lo inculcan de muchas otras pequeñas maneras.
Por ejemplo uno chiquito pero constante en mi cabeza, es el miedo a que tu apariencia estética esté por arriba, siempre, de tus capacidades. Todavía no sé si mi tono pausado y tranquilo para hablar es lo que soy o la construcción de lo que quisieron que sea. Me alegra que seamos tantas y tan distintas las voces que de a poco logramos ser escuchadas. Me indigna que seamos tan pocas todavía las privilegiadas.
Privilegiada digo, y mi mejor amigo me hace burla, porque no le parece un privilegio el lugar que me tocó. Discusión que tendremos eternamente, porque incluso en las formas de violencia que recibo, soy privilegiada: porque puedo escribir en este teclado, porque alguien me lee, porque alguna se siente acompañada en esos renglones.
Mi principal privilegio es saber; el conocimiento me permite desentramar la maraña de violencias ocultas -invisibles y no tanto- y, como en el laberinto con el hilo de Ariadna,, encontrar la salida… o el origen. Hoy -dirían los infectólogos- “la zona cero del virus que nos mantiene en vilo”.
Mi privilegio es que escribo el hashtag #YoMeQuedoEnCasa porque puedo quedarme en casa a salvo, mi casa no es un peligro. Pero, según el observatorio “Ahora que sí nos ven” el 63% de las víctimas de femicidio en el 2019 fueron asesinadas en sus propias casas.
El problema es que no alcanza. Si mi voz suave significa que aún está a medio camino de rebelarse, aún así es un privilegio, porque sirve para que quienes no quieren escuchar a las que ya no pueden ocultar su enojo escuchen a través de una sonrisa hegemónica.
¿Será un error contar cuáles son tus armas, ahora que las armas son invisibles, tanto como microorganismos que nos matan a la vista de todos pero en silencio? Somos armas en nuestras propias comunidades. La distancia física la sentimos rápido, pero ¿hace cuánto estábamos distanciados? Llora la nena más chiquita del grupo de niñes que vende carilinas en el subte y todos en el vagón miramos para otro lado. Matan a una mujer por día, pero las feministas no podemos ser tan “prepotentes” -dice el magnate de la prepotencia periodística- y nos denosta con una terminología que viola los Derechos Humanos.
Nos ponen motes para descalificarnos, porque ya no alcanza con que seamos cuerpos feminizados para deslegitimar nuestro discurso, entonces ahora seremos “la drogadicta”, “la estafadora”, “la mentirosa”.
Una compañera señala la banalización de un tema tan delicado como el testimonio de una madre hablando del femicidio de su hija, y es banalizado su propio señalamiento. El engranaje te devora. La sobre-información te marea. Ya no sabemos si hay que retener el aire 10 segundos para comprobar si tenemos afectadas las vías respiratorias o si es para evitar el ataque de pánico frente a tanta información que, en vez de prevenirnos, nos paraliza, y entonces nos gobierna el miedo.
A las feministas nos provocan pero no sea cosa que reaccionemos. Me preguntaron si me da miedo intimidar a los hombres, a los que me vayan a invitar un café si sobrevivimos a la extinción. “La extinción de la empatía”, pienso yo. Y ahí está: el miedo tiene que ser mío. ¿De nuevo? No, no me pertenece.
Eso que llaman “soberbia” que parecemos tener las que señalamos lo que nos oprimió por siglos es, en verdad, una mujer plantada. Ocurre que no los acostumbraron: se supone que las mujeres somos dóciles, calladas, miedosas. Otra cosa los desconcierta y rápidamente nacen los motes para encasillarnos y, de nuevo, hacer de nosotras un objeto y no un sujeto.
Todo lo relativo a la cuestión de género es aún banalizado. El reiteradas veces ganador de premios a la mejor labor periodística nos dice “feminazis”. Decir esa bestialidad es tan grave como era decir “estos negros de mierda”, “estos judíos de mierda”. La batalla que libramos es contra un fenómeno que se da a nivel mundial: la violencia contra los cuerpos feminizados.
Pero lo vemos más claro incluso cuando la batalla es contra un microorganismo invisible que apenas logramos dibujar como el emoticón que se autodefine en whatsapp cuando escribimos “virus”. Sin embargo, el cuerpo de una mujer lo tenemos definido con claridad en nuestra cabeza o imaginario, pero lo volvieron igual de invisible que el microorganismo que nos invade. Lo volvieron tan invisible como los estereotipos de género y la violencia que se nos infringe.
Va a llegar en algún momento la vacuna contra el coronavirus, incluso el panorama puede ser más alentador hasta en las mentes de quienes creen en la teoría conspirativa de que la vacuna ya existe y están esperando para hacer la fortuna suficiente en el momento indicado. Pero ¿va a llegar la vacuna contra la violencia que construye hábitos en la forma de someternos y silenciarnos?
Perdemos paulatinamente la sensación de realidad, hasta que quedamos confinades en nuestros hogares. No nos hicieron mella las teorías apocalípticas espectacularizadas en las películas de Hollywood sobre el fin de la humanidad. De la misma manera cuando algunos periodistas espectacularizan la violencia contra las mujeres parece que no es real. Hasta que salimos a gritar por una amiga, por una hija.
Hablan de la responsabilidad de los medios y del Estado frente a esta pandemia. La violencia hacia las mujeres es pandemia hace siglos, pero no reclamamos rigor en su tratamiento, cuando lo que está en juego es lo mismo: la vida. El germen de la violencia en todas sus formas amenaza hasta matar, pero no la detectamos hasta el cuerpo mutilado y vejado, y aún así, no se nos hace carne.
Nos dicen que nos tenemos que calmar. No, no nos calmamos, el error cuando miren para atrás será de quienes se mantuvieron tan calmos. Como nos advierten quienes están en las ciudades que ya fueron colapsadas por el virus invasor: “No lo subestimen, se los decimos hoy que ya es tarde para nosotros”. Aquí seguimos, advirtiendo, aunque con una muerta cada 14 horas por ser mujer sea tarde todos los días.
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