Las camisetas del hijo mimado de la ciudad, ese que de norte a sur une a todos en torno a un sentimiento rojiblanco, desde los albores del barrio Rebolo y sus ruidosos picó, hasta Riomar y el lujo en sus calles, estaban secándose en los solares. No era el día para rendir culto al centenario Junior, el mismo que pelea codo a codo con los ‘cachacos’ y une, por igual, a ricos y pobres, en una cuna en la que no todos tuvieron la misma suerte.
No. Hoy, 10 de septiembre, una pasión más poderosa que le dio vida a una urbe que parecía hundirse entre los inclementes arroyos y la desidia estatal, de las promesas incumplidas por políticos de vieja calaña, contagiaba a su paso, a propios y extraños; una extraña sensación que se mete por entre los callejones y encuentra feliz destino en la concurrida Avenida Murillo, en medio del transitar de los atiborrados articulados del TransMetro.
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La marea amarilla inundó todo a su paso y refrescó el alma golpeada de quienes creyeron alcanzar la gloria de sus manos: el llamado sueño americano que en Miami se convirtió en una cruel pesadilla. Esta vez, no estaban dispuestos que sus ilusiones se fragmentaran en mil pedazos, como aquella amarga noche del 14 de julio del 2024, cuando bastó un solo descuido para que el castillo de naipes se viniera abajo.
El Metropolitano, como en antaño, se convirtió en una fortaleza. Inexpugnable, infranqueable. El peor de los infiernos posibles en la tierra, un horno que cocinó a “fuego lento” a los campeones del mundo. Los hizo frágiles, como nunca en la era más gloriosa de su conductor, Lionel Scaloni. Los sacó del molde que la Conmebol les fabricó para llevarlos al codiciado éxito y los hizo padecer sin ese toque secreto del bendecido Lionel Messi.
El enfado del siempre polémico Emiliano Martínez, que descargó su furia ante los lentes; los insólitos apuntes de Rodrigo de Paul, alegando en los micrófonos supuestas ventajas en favor de los cafeteros y, para completar, el innecesario gesto de Cristian Gabriel Romero, rosándose con sus manos un símbolo bien pudo no tener, fueron algunas de las arandelas que hicieron parte del engranaje de una tarde memorable para los locales.
James Rodríguez, el salvador
En la previa, el timonel advertía su propia suerte. Un temor infundado, una especie de premonición que se hizo realidad a 39 grados bajo la sombra y tuvo como principal protagonista a un hombre que pecó y rezó para guiar a su combinado a una jornada histórica: James Rodríguez, el capaz de resolver aún en los momentos más difíciles, el que asumió sus culpas, levantó su cabeza y no le hizo el quite al deber que tenía en frente.
En efecto, el ‘10′ asumió su rol protagónico y se puso la prenda que mejor le queda, la que le ajusta a la medida, para guiar a su escuadra hacia una jornada que no se olvidará para los 33.000 espectadores que se congregaron como fieles devotos a una nueva muestra de fe. Ninguna otra le sentó mejor, ni siquiera la inmaculada blanca del Real Madrid, que pagó el oro y el moro por su pase, cuando con goles le puso él mismo precio a su talento.
Primero, para con su zurda de oro, un guante de seda puesto en su extremidad, habilitó al joven Yerson Mosquera: que entre lágrimas desfogó el sueño de niño. Y luego, con un remate que exigía de su calidad, pero también de su compromiso. Nadie más que él para llevar un chaleco que se hizo cada vez más pesado, con cada fiasco, ante el mismo contrincante. Como en 2015, en Chile; en 2021, en Brasil; o en 2024, en Estados Unidos. Nadie.
Su grito, el de 50 millones, fue un desahogo ante la injusticia. No había lugar a un revés más frente al rival que más se le resistió. El mismo que en la considerada la era más exitosa de la historia de la Tricolor, la de José Néstor Pékerman, siempre se salió con la suya. Tanto para él, como para otro Néstor, pero Lorenzo, el mismo que quiso seguir los pasos de su maestro, no concebían otro resultado posible. Y a Dios gracias lo obtuvieron.
Treinta y un años, y dos generaciones distintas, vieron transcurrir por otra conquista de Colombia ante Argentina en la calurosa Barranquilla. La vida y el caprichoso fútbol quisieron que fuera por el mismo resultado, 2-1. Ayer, Iván René Valenciano, el hombre que explotó el Metropolitano con sus misiles en 1993; hoy, James y el crack que, a falta de potencia, apela a su cerebro para ser el socio de todos y “ver más allá de lo evidente”.