El 2024 fue un año de transformaciones políticas en Colombia, y el Gobierno de Gustavo Petro no estuvo exento de controversias. Uno de los temas que más captó la atención fue el constante movimiento de funcionarios entre distintos cargos, una dinámica que generó tanto aplausos como cuestionamientos.
En un contexto de ajustes y debates en torno a las reformas propuestas por la administración, algunos cambios en el gabinete fueron presentados como estratégicos para garantizar la ejecución de las políticas del Gobierno. Sin embargo, el ritmo con el que se produjeron estos relevos dejó abiertas preguntas sobre la estabilidad y coherencia de la gestión.
Figuras clave pasaron de liderar ministerios a ocupar puestos diplomáticos o asumieron nuevas responsabilidades en entidades estratégicas. Aunque la rotación es una práctica común en cualquier gobierno, la frecuencia con la que ocurrió en este caso encendió alarmas. Para algunos, estos movimientos reflejan la búsqueda de perfiles idóneos para enfrentar los retos del cambio prometido; para otros, fue un síntoma de improvisación que debilitó la credibilidad del gabinete.
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Este artículo hace un recorrido por los nombres que protagonizaron esta dinámica, los retos que dejaron en cada cargo y el impacto que tuvieron sus transiciones en las políticas públicas. Más allá de los aciertos y desaciertos, la constante rotación de funcionarios marca un punto clave para reflexionar sobre el balance de este año y las perspectivas del Gobierno en 2025.
Uno de los movimientos más destacados fue el de Luis Gilberto Murillo, que pasó de ser embajador en Washington a convertirse en el canciller de Colombia. Su experiencia diplomática en Estados Unidos fue vista como un activo para liderar la política exterior en un contexto global complejo, aunque algunos se preguntaron si el cambio respondía más a una urgencia política que a una planeación estratégica.
Diego Guevara Castañeda, por su parte, asumió el liderazgo del Ministerio de Hacienda tras ser viceministro general de Hacienda. Su nombramiento llegó en un momento clave para las reformas fiscales, lo que elevó las expectativas sobre su capacidad de maniobra en un entorno económico retador. Similar fue el caso de Luis Carlos Reyes, quien dejó la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (Dian) para ocupar el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, con el desafío de impulsar el crecimiento empresarial.
Sin embargo, no todos los cambios fueron bien recibidos. Armando Benedetti protagonizó uno de los movimientos más polémicos al pasar de la embajada en Venezuela, donde salió envuelto en controversias, a convertirse en embajador ante la FAO. Para muchos, este cambio fue más un salvavidas político que una decisión estratégica, dejando dudas sobre el mensaje que esto envía sobre la gestión diplomática del país.
Laura Sarabia, otra figura controvertida, dejó Prosperidad Social para convertirse en directora del Departamento Administrativo de la Presidencia. Este cambio, que pareció más un acto de confianza presidencial que una decisión basada en resultados, levantó críticas sobre su ascenso, especialmente tras las controversias que marcaron su gestión anterior.
Otros movimientos reflejaron intentos de reorganización interna en sectores estratégicos. Daniel Rojas Medellín asumió el Ministerio de Educación tras liderar la Sociedad de Activos Especiales (SAE), enfrentando el reto de mejorar la cobertura y calidad educativa. María Constanza García pasó de viceministra de Infraestructura a liderar el Ministerio de Transporte, con el desafío de enfrentar las demandas de movilidad y conectividad en el país. Luz María Múnera asumió como consejera para las regiones, mientras que Cielo Rusinque pasó de Prosperidad Social a la Superintendencia de Industria y Comercio, un movimiento percibido como un intento por fortalecer el control en sectores clave.
Carlos Ramón González, quien dirigió el Dapre, pasó a liderar la Dirección Nacional de Inteligencia, marcando el interés del Gobierno por fortalecer la seguridad estratégica. Lilia Solano, por su parte, dejó la viceministerio para la Igualdad de Derechos para dirigir la Unidad para las Víctimas, un cargo esencial para la implementación de la paz.
¿Una tendencia para el 2025?
En 2024, el Gobierno de Gustavo Petro evidenció una estrategia administrativa que osciló entre el pragmatismo y la controversia, con múltiples cambios en altos cargos que marcaron su gestión. Más allá de las implicaciones inmediatas, estas rotaciones reflejan las tensiones internas de un Gobierno que enfrenta retos estructurales mientras intenta sostener su narrativa de cambio.
Uno de los aspectos más relevantes fue cómo estos movimientos evidenciaron prioridades estratégicas. Las designaciones en sectores clave como Hacienda, Comercio y Cancillería apuntaron a robustecer áreas críticas, como la política fiscal y las relaciones internacionales. Sin embargo, estas decisiones también dejaron entrever una posible falta de planificación de largo plazo, lo que contribuyó a la percepción de desorganización.
El impacto político de estos cambios también se vio influido por casos polémicos, como el de Armando Benedetti, que generó dudas sobre la coherencia ética en el manejo de las posiciones diplomáticas. Asimismo, los cuestionamientos sobre figuras como Laura Sarabia señalaron una tendencia a priorizar lealtades políticas sobre méritos técnicos, lo que afectó la percepción de legitimidad del gabinete.
En sectores estratégicos como transporte, educación y seguridad, el Gobierno apostó por reorganizar liderazgos para enfrentar retos específicos. No obstante, la velocidad de los relevos planteó interrogantes sobre la capacidad de continuidad institucional y el impacto en la implementación efectiva de políticas públicas. Esto, en un contexto donde el país demanda estabilidad en la conducción de reformas estructurales.
Más allá de las críticas, los cambios en el gabinete también evidenciaron un intento de la administración Petro por adaptarse a un escenario político y social volátil. Sin embargo, los riesgos de esta estrategia radican en que las decisiones percibidas como improvisadas pueden diluir la confianza en la capacidad del Gobierno para liderar reformas de fondo. En ese sentido, el 2024 fue un año de aprendizajes complejos para el ejecutivo, cuya capacidad para estabilizar su equipo será clave en 2025.