Entre las novedades editoriales del grupo Planeta en Colombia se destaca la reedición de 35 muertos, la novela del escritor colombiano Sergio Álvarez que, en su momento, causó sensación entre los lectores, que la consideran una de las obras que mejor retrata la violencia en Colombia. Ahora, bajo el sello Seix Barral, se presenta esta nueva cara de la obra del autor, instalado en Barcelona desde hace varios años, con el ánimo de cautivar nuevos lectores.
Influenciado por la novela negra norteamericana, Álvarez presenta una historia llena de crueldad, pero también impregnada de humor, con personajes que se entrecruzan en medio del ruido, la violencia y la pobreza, representantes de una Colombia marcada por la dualidad entre la fiesta y el horror, que reflejan la condición humana, mostrando sus facetas de deseo, traición, cobardía y desolación.
La novela aborda la dicotomía entre la festividad y la violencia en la sociedad colombiana. Para Álvarez, esta dualidad es una expresión natural de un malestar profundo, donde la fiesta es el primer plano para luego revelar sentimientos más oscuros como la frustración, el abandono y el odio.
35 muertos es una suerte de collage de rostros y caminos, que nos lleva a través de un país lleno de contrastes, marcado por la violencia política, el narcotráfico, la corrupción, y una miríada de personajes que representan la diversidad y complejidad de la nación.
En previas entrevistas, al ser consultado sobre la relación entre su vida y la novela, Sergio Álvarez aclara que si bien hay inspiraciones de sus experiencias personales, la mayoría de los personajes y las historias son ficción. No obstante, recorrió el país y dialogó con protagonistas reales de los hechos narrados, para así poder lograr un mejor registro de la realidad colombiana.
El autor reflexiona sobre su vida en Bogotá, afirmando que fue el escenario natural de su historia literaria, pero que ha evolucionado y se siente distante de la visión de la ciudad que desprecia lo que está más allá de sus límites.
Álvarez señala cómo la música es un elemento importante en la novela. Es a través de ella que se logra el tránsito entre los escenarios, marcando un ritmo que refleja la vertiginosidad de la historia. El autor confiesa que la música fue su primer acercamiento a la literatura, aprendiendo de las historias y dramas contenidos en géneros musicales como la ranchera, el bolero, la salsa y la cumbia. Esta experiencia vital le permitió vislumbrar la esencia poética de la literatura, formando la base de su vocación por la escritura.
La reedición de 35 muertos sugiere la posibilidad de volver a adentrarse, o bien descubrir por vez primera, en una de las grandes obras de la literatura colombiana contemporánea. Un relato invitación donde la violencia y la fiesta convergen en una trama que se queda grabada en la memoria del lector, como un espejo de una realidad inmersa en contrastes.
Sobre el autor: Sergio Álvarez
♦ Nacido en Bogotá el último día de 1965.
♦ Ha trabajado en publicidad, cómics y televisión.
♦ Suyas son las novelas La Lectora, Mapaná, Cantar es sobrevivir y El inmortal.
♦ 35 muertos ha sido editado en distintas ocasiones, en diferentes países, y ha sido traducido al alemán, francés, italiano, holandés, griego, checo y búlgaro.
Así empieza “35 muertos”
Botones cometió el último crimen nueve meses después de muerto; mientras vivió y anduvo suelto por Colombia asesinó a trescientos veinticuatro ingenuos que tuvieron la mala suerte o el atrevimiento de cruzarse con la rabia, las ambiciones o las armas que el bandolero siempre escondió bajo la ropa. Como todo buen asesino, Botones siguió matando mientras se pudría en el cementerio. No tuvo que gastar una bala más, ni apuñalar a otra víctima ni forzar las muñecas para ahorcar al condenado. Le bastó con mi humilde ayuda. Fui yo, güevón desde antes de nacer, quien rasgó las carnes de la parturienta y dio origen a la hemorragia que añadió otra muerte al listado de crímenes cometidos por este ex cabo del ejército. El bandolero se había echado un polvazo con Cándida, había convertido el orgasmo en siesta y se había despertado nostálgico y con ganas de oír a Javier Solís. Ponía la aguja sobre el acetato, cuando el instinto de matón le alertó que lo rodeaba un silencio peligroso. ¡Cándida!, gritó Botones, y al ver que la mujer se había ido, recordó la devoción con la que lo había amado y se sintió aún más intranquilo. Se asomó a la ventana, revisó la calle y, a pesar de la soledad y el silencio, pudo ver el casco de uno de los miles de soldados que el ejército había desplegado para cercarlo. ¡Perra traidora!, escupió Botones, se puso los pantalones y corrió a inspeccionar la casa. Al llegar al patio trasero, el instinto de matón lo volvió a proteger y, en vez de salir, asomó el sombrero y casi que vio rebotar contra las baldosas la bala que agujereó el fieltro. No había ruta de escape. Botones regresó al interior, les avisó a Víctor y a Emma, el matrimonio que lo acompañaba, del cerco de los militares, les aconsejó que escondieran los hijos y les ordenó que, si alguien golpeaba a la puerta, abrieran rápido y actuaran con normalidad. Y si preguntan por mí, dicen que no me conocen, que nunca me han visto, añadió con la sonrisa fría con la que solía acompañar las órdenes. El bandolero regresó al cuarto, agarró la ametralladora, se acurrucó en un rincón e intentó acallar la tos que también lo perseguía. Había escapado de cercos idénticos y pensó que si lograba contener el primer asalto, podría resistir hasta la noche y aprovechar la oscuridad para huir. Corría junio de 1965, Bogotá había dejado de ser un pueblo apagado por el frío y la llovizna para convertirse en una ciudad bulliciosa y colorida gracias a las ilusiones que buscaban en las calles los miles de desplazados de la última oleada de violencia. No había industria, comercio ni carros, los tugurios aún no se habían tragado la sabana y la ciudad crecía protegida por el verdor de unos cerros donde el sol jugueteaba con los mismos tonos verdes que teñían los uniformes de los militares. Alirio Beltrán, entréguese y a cambio se le respetará la vida, anunció en la calle una voz militar amplificada por un megáfono. Botones no contestó, sabía que el ejército lo tenía condenado a muerte y que la oferta era tan sólo una manera más de decirle que esta vez no lo iban a dejar escapar, que por fin iban a librarse de él. Hay que entrar, ese bandido no va a entregarse, dijo Arellana, el coronel que dirigía el asalto. Rogelio y el Indio, los dos agentes secretos que habían sobornado a Cándida, asintieron y, seguidos por un teniente y un par de soldados, cruzaron la calle y tocaron a la puerta de la casa donde estaba escondido Botones. ¿Y esa habitación cerrada?, preguntó Rogelio al matrimonio, después de revisar sin resultados el resto de la casa. Es de un inquilino que está de viaje y dejó la pieza con llave, contestó Emma. Rogelio miró dentro de los ojos de la mujer. Tumben esa puerta, ordenó el Indio. Los golpes de los fusiles hicieron saltar la cerradura, y detectives y militares quedaron frente a un cuarto oscuro y maloliente que bien podría ser la entrada del infierno. Cúbranme, dijo el Indio y dio el paso necesario para cruzar el umbral del infierno. ¡Espere!, gritó Rogelio, pero el Indio no alcanzó a oírlo; la oscuridad y el mal olor fueron rotos por los fogonazos y el tartamudeo de la ametralladora de Botones. Al ver caer al Indio, Rogelio, el teniente y los soldados se atrincheraron y respondieron al fuego. Acabaron la munición sin poder asaltar el cuarto y no tuvieron más opción que pedir una tregua. ¡Claro!, un descansito nos viene bien a todos, tosió Botones. Rogelio y los militares salieron de la casa arrastrando el cadáver del Indio, y Alirio Beltrán aprovechó para acomodar armarios, mesas y colchones contra puertas y ventanas. A partir de ese instante, siempre que algún soldado intentaba asaltar la casa, un tiro certero lo hacía retroceder: a veces hacia el sitio que le servía de refugio y otras hacia la muerte. Cinco horas y media, trescientos treinta minutos, casi un minuto por cada uno de sus crímenes, resistió Botones al acoso de unos militares que no sólo le temían, sino que lo admiraban más a él que al coronel con fama de traidor y chulavita que los comandaba. Mientras la balacera subía y bajaba de intensidad, la noche mordió el atardecer y Nidia Lozano llegó a casa y llamó a la suegra para preguntarle si Rubén, el soldado que dos noches atrás le había propuesto matrimonio, formaba parte del operativo militar. Claro, mi hijo tiene tan mala suerte que dónde más iba a estar, contestó la suegra. Nidia se tomó un tinto y se encerró en el cuarto a pedirle a la Virgen de Chiquinquirá que la ayudara y que no permitiera que Rubén cayera asesinado por las balas de Botones. Pero, entre el ruido de tanto plomo, de los cañones y del rumbar de los motores de los tanques y del avión militar que acosaban a Botones, la Virgen no alcanzó a oír las peticiones de la mujer. Así que cuando terminaron los rezos de Nidia, Rubén estaba muerto. Y aunque el disparo de Botones destrozó la nariz, la boca y la frente de Rubén, más grande fue el hueco que hizo en el corazón de Nidia. Dos años llevaba la muchacha eludiendo las manos del soldado y negándole la pruebita de amor a pesar de que, cada vez que él la tocaba, sentía la vida escurrírsele entre las piernas. Pasada la medianoche, Nidia dejó de rezar, cruzó las calles que conducían al lugar del combate, forcejeó con los soldados que custodiaban los cadáveres y consiguió confirmar que entre los cuerpos tendidos en el andén estaba el cuerpo de Rubén.