Hay dos Boteros. El joven que experimentaba con distintos medios y materiales, motivos y soluciones formales. Buscaba un lenguaje plástico. El otro, el de los volúmenes, el de la inmensidad en las formas, es el más conocido, el mismo que se convirtió en el único artista vivo en exponer simultáneamente en Les champs Elysée y el Grand Palais en París (Francia). Este Botero también es el de las millonarias subastas y de los precios inalcanzables. El mismo que hizo numerosas donaciones a Colombia
El primer Botero, ese joven maestro, es menos conocido, pero para muchos el más interesante, el más arriesgado, el que titubeaba buscando un lenguaje propio, ese que inventó con esa mítica mandolina a la que le hizo el agujero un poco más pequeño. Una alegre epifanía que pocos pintores tienen, pero que todos esperan
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Botero quería ser Botero desde los 16 años. Uno de sus primeros trabajos fue una acuarela de un torero, uno de sus temas recurrentes. También intentó serlo. En Medellín, en 1948, había dos faros pictóricos, Pedro Nel Gómez e Ignacio Gómez Jaramillo, que en sus pinturas exudaban las influencias del muralismo mexicano, para entonces el gran movimiento pictórico latinoamericano, pues no se supeditó a México, sino que arrasó con la plástica de todo el continente.
Las primeras acuarelas de Botero dejan ver esas influencias de quienes serían sus maestros en una ciudad sin museos, sin más referentes que los dos grandes pintores. Todo llegaba a oídas, las fotografías de la época, a blanco y negro y de baja calidad, no permitían un estudio riguroso. A oídas y viendo los estertores del muralismo en sus indirectos maestros, pues Botero solo reconoció a Pedro Rafael Sáenz como su único maestro de entonces (Sáenz fue discípulo de Pedro Nel Gómez).
El Colombiano, el diario más importante de Antioquia, le abrió las puertas y le dio un espacio, una columna en la que defendió a Picasso de los ataques burgueses que veían en el arte moderno una muestra de “pereza e inhabilidad”, como Laureano Gómez, el monstruo, había escrito en 1937. Picasso, para entonces, no necesitaba la defensa de un inexperto como Botero. Picasso ya estaba por encima del bien y el mal, ya era el titán del arte moderno.
Christian Padilla, curador, último biógrafo de Botero e investigador de sus años de juventud, en el catálogo de El joven maestro: obra temprana (1948-1963) —Museo Nacional de Colombia (2018)— recoge un párrafo de ese texto de 1949:
“El cubismo, el movimiento pictórico más grande e influyente que ha concebido la humanidad, prestó a la pintura el servicio de librarla de todo prejuicio académico, pero la mayoría de la opinión y la crítica lo vituperaron en su aparición; no poseían la suficiente grandeza de espíritu para comprender, aplaudir y alentar la más grande de las virtudes: la rebeldía”
En el mismo diario, El Colombiano, Botero, entre 1949 y 1950, fue ilustrador del suplemento literario semanal en el que aparecían los trabajos de autores antioqueños de mayor o menor calado, pero que le abrieron las puertas para ilustrar libros de poesía, como el de Fernando Charry Lara, o textos como Armonía y ensueño del director de teatro Fausto Cabrera (padre de Sergio Cabrera).
Medellín le quedó pequeña, como le pasó con Bogotá y luego con Madrid y Nueva York y París —en su periodo de madurez sería constante su periplo entre Nueva York, París, Mónaco y Pietrasanta—, por lo que entrados los cincuenta viaja a Bogotá, allí, era habitué del café El Automático en donde se hablaba de pintura y de literatura, también tuvo su primera exposición en la galería de Leo Matiz con el que conversaba sobre el muralismo mexicano por ser este amigo de algunos de sus protagonistas.
Con el dinero de las ventas de las obras que expuso, 25 trabajos entre acuarelas, dibujos y uno que otro óleo, Botero, al que le preguntaban si viajaría a México a conocer finalmente el muralismo, viajó a Tolú. El dinero no le alcanzaba para ir más allá de las costas de Sucre. Impulsado, tal vez, por las historias de Gauguin, que, cansado de París, encontró Martinica y luego en Tahití el escenario para sus más importantes obras.
En Tolú, las figuras de Botero se elongan, se alargan; el óleo adquiere protagonismo y el color comienza a explotar. En Tolú, también es testigo de la violencia bipartidista de los cincuenta que retrata en Frente al mar, que le valió el segundo lugar en el IX Salón Nacional de Artistas Colombianos, el primer puesto se lo llevó una sobrina de Laureano Gómez.
La pintura la describe así Lucas Ospina, artista y profesor asociado del programa de Artes de la Universidad de los Andes:
“La pintura tiene tres planos, en el último está el mar. En segundo plano se ve a un hombre atado de pies y manos a un palo que sirve para que otros dos lo carguen. En primer plano, en el centro, hay un hombre de sombrero, saco de traje y bastón que no mira la escena, dos niños de espaldas a nosotros sí la miran, el uno, con curiosidad, la otra, una niña, se lleva las manos a la cabeza. Asumimos que el hombre falleció, una de sus manos tiene un rictus mortuorio”
En 1952, con el dinero del segundo puesto del Salón Nacional y de las ventas en la galería de Leo Matiz, zarpa a Europa y sigue con su formación, pasa el Museo del Prado y la Academia de San Fernando; viaja a París, viaja a Vallauris buscando a Picasso, pero este no aparece cuando va a esperarlo frente a su casa; se va para Florencia (Italia) y cae rendido ante la pintura del Renacimiento. Padilla advierte cuatro elementos claves para esta sumisión al arte italiano:
Una reproducción de La visita de la reina de Saba a Salomón de Piero della Francesca en Historia del arte italiano de Lionello Venturi; una conferencia de Roberto Longhi en la Universidad de Florencia; los dos volúmenes de Los pintores italianos del Renacimiento de Bernard Berenson; y la exposición Mostra di quattro maestri del primo Renascimiento en el Palazzo Strozzi de 1954 donde vio obras de Masaccio, Uccello y della Francesca le cambiaron la vida.
En Florencia encuentra el volumen de la pintura de Giotto, halla la tridimensionalidad y el tacto en las pinturas del maestro italiano. Las figuras salen de la pintura, tienen volumen y peso. La epifanía de Botero se acercaba. “Fue Giotto quien les dio la tridimensionalidad y creó la sensación de que se pueden tocar las cosas, creó un espacio y de alguna manera, el arte italiano y el Renacimiento”, dijo Botero en una entrevista de 1987 citada por Padilla.
En 1955, Botero regresa a Colombia, en donde Marta Traba ya reinaba y pontificaba sobre qué era estéticamente válido y qué no; quiénes eran los grandes nuevos maestros y a quiénes habría que olvidar. Obregón, Grau, Ramírez Villamizar, Wiedemann y Negret eran ese olimpo creado por la crítica argentina. A su llegada tuvo una exposición en la que exhibió las obras hechas en Europa, en especial Cabeza griega, ya dejaba ver el volumen y la monumentalidad de su obra madura.
Esta exposición fue incomprendida, fue malentendido y un fracaso económico y crítico; sin un peso consigue trabajo en la revista Lámpara y allí hace ilustraciones y algunos coqueteos con la abstracción; después revisa el cubismo y hace bodegones en clave cubista en los que el volumen sigue colándose. De ahí viaja a México, por fin, a conocer el muralismo, pero no lo llena, pero le interesa el color de Rufino Tamayo y sus exploraciones van por ese lado.
Los bodegones fueron el escenario para esa exploración plástica y el terreno en el que tendría su epifanía. Un día de 1956, en su estudio pintando una mandolina y por error, contó Botero en 1987, puso un punto como agujero del instrumento. Por fin había encontrado lo que había buscado, el volumen y la monumentalidad. Después de esto solo —como si solo fuera esto— fue afianzar el estilo, consolidarlo y pasar de una pincelada expresionista a una pincelada delicada.