Juan Carlos Botero es uno de los hijos del maestro Fernando Botero y, según él mismo lo describe, fue uno de los artistas más importantes en la historia del arte del mundo. “El estilo es la mayor contribución que un artista puede hacer a la Historia del Arte”, dijo el escritor.
En alguna ocasión le preguntaron en El Tiempo ¿qué era lo que más admiraba de su padre? y respondió: “Nunca alcanza el tiempo para decirlo todo, o quizás es una reunión social donde es difícil entrar a fondo y en materia. Pero mi padre hoy cumple 90 años, y no es mal momento para coger el toro por los cuernos y aventurar una respuesta”, esta declaración la dio el 19 de abril de 2022 cuando el pintor y escultor cumplía sus 90 años.
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Incluso, el columnista escribió un libro titulado El arte de Fernando Botero, en el que relata los diferentes temas que conformaron la obra del maestro Botero y las etapas que tuvo durante su proceso creativo, “sus convicciones estéticas y la variedad de técnicas que utiliza magistralmente (escultura, pintura y dibujo). También describe cómo ejerce su oficio en el taller de Pietrasanta, Italia, a donde va cada verano a trabajar en sus esculturas”.
El hijo del maestro Botero siempre fue un admirador de su vocación y la tenacidad con la que enfrentó la vida. “Mi padre nació en la penuria (su propio padre murió cuando él tenía cuatro años de edad), y a los quince años él ya sabía que quería ser pintor”, resaltó Juan Carlos Botero.
“Juan David Botero, su padre, buen arriero y patriarca, emprendía largas correrías por una geografía de desfiladeros y trochas con su recua de mulas cargadas con muestras de la industria antioqueña. En los intervalos veía a sus pequeños hijos Juan David, Fernando y Rodrigo, y a su mujer doña Flora. Murió cuando Fernando, que entonces garrapateaba palotes, tenía sólo cuatro años”, relata.
Además, manifestó que en aquel Medellín de 1932 se vivía un ambiente que era difícil para un joven que quería abrirse paso en el mundo del arte, ya que según él no había museos, ni estímulos, “y él sabía que su decisión lo condenaba a morirse de hambre”.
A pesar de todas las dificultades que había en aquella época, el naciente artista (Fernando Botero) nunca dio su brazo a torcer, “jamás se ha desviado un milímetro de su norte, trabajando cada día de su vida”, resaltó el columnista sobre su padre.
En la década de los años 50, Botero se fue a Tolú, en el departamento de Sucre, que en ese entonces era considerado un pueblo perdido, ubicado en el Golfo de Morrosquillo, pero que le daba la inspiración que él buscaba para elaborar diferentes bocetos y dibujos de gran factura.
En esa época también “pintaba carteles para restaurantes y buses de escalera, y hasta vendía pócimas con el culebrero del pueblo por los andurriales sucreños”, recordó su hijo.
Así mismo, el columnista le dijo a El Colombiano que entre su arte como escritor y el de su padre como pintor siempre ha existido una gran diferencia, que radica en el momento exacto de darle rienda suelta a su imaginación para plasmar sus pensamientos en un libro o en un cuadro.
“La pintura no es como la lectura, que requiere a veces días o semanas para entender de qué trata. Un cuadro se percibe en un instante, y en ese instante se perciben todas las convicciones estéticas, filosóficas e intelectuales del artista”, resaltó Juan Carlos Botero
El pintor luego se trasladó a Europa, en donde empezó a estudiar a los grandes maestros del arte. Allí pudo descubrir el Renacimiento. Cuando estuvo en Madrid (España) y Florencia (Italia) hizo la copia de los cuadros más reconocidos para luego venderlos en la salida de los museos.
Sin embargo, solo hasta 1956, en Ciudad de México “mientras pintaba una mandolina con formas abundantes, al trazar el agujero del sonido más pequeño de lo normal, fue que él vislumbró la semilla de su estilo: la exaltación del volumen y la monumentalidad de la forma para comunicar sensualidad y deleite estético”, dijo.
Así mismo, Juan Carlos escribió que “mi padre opina que los objetos en la naturaleza carecen de una dimensión excepcional, y cada artista enfatiza un elemento para comunicar esa dimensión singular”.
Durante tres largos años, Juan Carlos Botero Zea se sumergió en el mundo literario en el que investigó y leyó toda las referencia que encontró sobre la obra de su padre. Así mismo, se internó en el mundo de las artes plásticas con el fin de plasmar estos conocimientos en su libro.
“Entender que el artista no es el bohemio que está en el café, charlando y perdiendo el tiempo. Esa parte es fundamental, pero el artista debe de hacer un esfuerzo cotidiano de reflexión, trabajo y lucha contra el material empecinado”, resaltó luego de escribir el libro sobre su padre.
El escritor y columnista evocó uno de los momentos que más recuerda y fue cuando tan solo tenía dos o tres años y conoció a los famosos “gordos”, que finalmente fueron los que le dieron el reconocimiento mundial.
“Me llevó a su estudio y desde la perspectiva de la niñez recuerdo un lugar monumental, grande, inmenso y, al fondo, a mi padre pintando una tela”, sin embargo, al hacer memoria, el escritor, con el paso de los años, se dio cuenta de que la realidad era otra, pues este taller era diminuto.
Otro aspectos que admiraba de su padre fueron sus exposiciones. “Mi padre ha tenido muestras sin precedentes en el arte moderno, tanto por el número de espectadores, solo a sus exposiciones en la China en el 2015 y el 2016 asistieron 1,5 millones de personas, como por su impacto cultural, empezando con su exposición de esculturas monumentales en los Campos Elíseos de París en 1992″.
Pero la admiración también pasaba por el coraje que Botero enfrentaba la vida. “Porque se necesitó mucho valor para satirizar a la Iglesia católica en Colombia en los años 50 y 60; para sobrevivir después en Nueva York, mientras él rechazaba el arte dominante de la época, que era el expresionismo abstracto; para mofarse de la aristocracia criolla y de los dictadores de América Latina, en los años 70 y 80; para denunciar a la guerrilla, a los paramilitares y a los narcotraficantes de Colombia en los años 90, y para fustigar al gobierno de EE.UU. y las torturas de Abu Ghraib en el año 2004. Y, durante todo ese tiempo, defender la belleza, el placer y la sensualidad en el arte como metas insobornables”.
Así mismo, destacó que su padre era un enceguecido amante de su país, Colombia, porque en todo momento estuvo presente en su vida. “Fernando Botero es un hombre sencillo, que ama a su país. Mi padre tiene una obsesión con Colombia, y lo demuestra no solo en su obra, pues es su tema cardinal, sino en sus donaciones”.
Y concluyó que lo que más admiraba de Fernando Botero, era su don de padre. “Admiro a Fernando Botero, más que nada, como padre. En nuestra infancia, como entonces él vivía en la pobreza, los planes que hacíamos eran gratuitos. Lo que los hacía fantásticos era su imaginación”.