2022 estuvo marcado, en política, por un innegable deseo de cambio. Una mezcla explosiva entre la inconformidad con las restricciones y aflicciones derivadas del aislamiento por el covid 19, los daños y heridas del paro nacional de 2021, en gran medida, y como lo han establecido ya jueces de conocimiento, transformado en una herramienta de destrucción económica y ruptura institucional por las Farc y otros movimientos guerrilleros, y, por encima de todo, la saturación del votante con el establecimiento político y su sinvergüencería.
Petro y Hernández, con hábiles mensajes populistas desplegados de manera intensa a través de redes sociales, lograron apropiarse, el primero, del ansia y el deseo de cambio, y el segundo, del descontento contra la amplia corrupción de los operadores políticos del país y del sistema que dominan de manera universal para apropiarse de lo público, perpetuarse en el poder y beneficiarse, ellos y sus camarillas, de su control.
Petro se centró en el miserabilismo, el discurso aquel según el cual nada bueno ofrece el Estado colombiano a los menos favorecidos, discurso que no resiste la confrontación con las estadísticas del DANE, que muestran que los esfuerzos colectivos del país sí han traído mejoras sustanciales en la calidad de vida en todos los planos en los últimos 30 años, pero que se nutre habilidosamente de casos particulares, de énfasis retóricos y de demagogia pura, siempre bien presentada por los publicistas de izquierda. Ligadas a ese sentimiento depresivo de fracaso colectivo, el hoy presidente mostró promesas de todos los pelambres, cuidadosamente segmentadas, difusas pero enfáticas.
Hernández, se apropió, sin autoridad alguna, de la bandera de la anticorrupción. Un discurso ramplón y banal y el tono fuerte y regañón, bastaron para barrer en primera vuelta, mediando eficaces herramientas de recordación y difusión digital.
Un balotaje nefasto como el vivido en la elección presidencial, obviamente, refleja la mala salud de la política colombiana. Un proceso de deterioro largo del cual, todos sin excepción, somos responsables, al haber abandonado la militancia política y al arroparnos en el escepticismo y el cinismo cómodo frente a los amplios defectos de nuestra clase política.
El país era consciente de que elegía mal en cualquiera de las opciones. Entre envenenado e iluso, prefirió el facilismo.
No solo los problemas estructurales del país, como la falta de justicia, y sus principales consecuencias, la inseguridad y la corrupción requieren de procesos continuos y complejos para su solución; también la falta de productividad, y sus consecuencias, como la falta de competitividad y el subempleo, la informalidad; la desfinanciación de la seguridad social, los bajos impuestos y los subsidios ampliados y desenfocados. Piénsese no más en la mejora de la educación para lograr un aumento en la productividad.
Pero entre los avances logrados por nuestra democracia hemos diseñado un estado con amplios pesos, contrapesos y controles. Excesivos muchos de ellos, bien intencionados la mayoría, aunque a veces sean grotescamente ineficaces, como ha ocurrido frente a la lucha contra la corrupción, y decepcionantes, porque restan celeridad y eficacia a la acción positiva de un Estado que ya no es pobre ni desfinanciado, pero al que le cuesta lograr eficiencia y coherencia.
Ese estado complejo, reglado y regulado, requiere de especiales habilidades y equipos de gobierno.
Si algo ha caracterizado el primer año de gobierno es la carencia de las habilidades y equipos requeridos para manejar este enorme estado que hemos creado.
La mayor, sin duda, de las contradicciones materiales de Gustavo Petro y su horda de fanáticos religiosos: odian todo lo logrado por el Estado colombiano, pero piden mucho más estado: piden que controle nuestra salud, que tenga cientos de miles de nuevos funcionarios, que todos estén en propiedad.
Odian al Estado colombiano, pero no tienen la más mínima idea de cómo manejarlo y, además, desconocen casi todos sus programas y las reglas que hemos construido para que opere con coherencia y transparencia.
Critican la corrupción y la ineficiencia, pero desprecian y se brincan las regulaciones, derivadas del consenso democrático, enfocadas a evitar sus excesos, a reducir la corrupción e impedir la toma de decisiones antitécnicas o carentes de sustento empírico o fiscal.
Así se define y concluye este primer año del Gobierno Petro. Recorriendo el país tratando de perpetuar la ilusión populista, ya no desde la pretensión electoral, sino desde la mezcla de rabia y desconcierto que le produce al mandatario y a su Gobierno su propia incapacidad, ignorancia e incoherencia.
Petro y sus legionarios marxistas radicales no soportan la frustración de haberse apoderado de una institucionalidad, que por débil o errática, no deja de ser eso: institucionalidad.
Una institucionalidad que protege sus formas, no por capricho sino como resultado de décadas de experiencias y construcción colectiva; una institucionalidad curtida de derrotas y mediocridades que debe ponerle la cara a los problemas, una vez pasa el calor del discurso grandilocuente.
Petro ejerce un liderazgo cada vez más vacío. Trató, en este primer año, de congraciarse con los sectores de opinión más afectos: el sindicalismo radical de la salud con la propuesta de su estatización y la destrucción del sistema de aseguramiento a través de las EPS, el sindicalismo industrial, caduco y poco representativo, con la fallecida reforma laboral y los activistas radicales indígenas y guerrilleros con la paz total y la entrega de patentes de corso a las guardias indígenas y campesinas y el retiro de las tropas de las zonas estratégicas para la coca, la minería ilegal y el reclutamiento y “financiamiento” que reclaman los violentos negociadores del ELN.
En estos empeños, solo avanzó significativamente en replegar a la fuerza pública y abrirle espacios a la acción criminal de guerrilleros y narcos. Eso aparentemente es muy importante para el Gobierno, pero el costo en calidad de vida e imagen es monumental en la Colombia rural, y empieza, más lentamente, a pasarle factura en las grandes urbes del país.
Sin computar aún el impacto en la opinión de la denuncia del hijo de Petro sobre la financiación ilegal y la violación de topes de la campaña Petro presidente, el ejercicio del liderazgo a través de la polémica, la incitación al conflicto, la descalificación y la retórica ilusa del cambio cada vez tiene menos efectos en la opinión y se concentra en los foros fabricados por la parafernalia de la Casa de Nariño.
Concluye, además, el primer año de Gobierno con el hervor de la gran prensa nacional que, a pesar de enamorarse fácilmente del justicialismo petrista y acomodarse a los presupuestos del poder, le cuesta cada día más justificar la incuria, la mediocridad, las mentiras y el despelote de la violencia en el país. Esta pérdida no es definitiva. Los presupuestos ampliados de publicidad y las transacciones por venir con los centros de poder del país en la prensa, los negocios, la clase política y los criminales sostendrán a un Petro débil, loquito, solitario y chantajeable. Un presidente del cambio, como bien le gusta al status quo y al régimen. Lampedusa y el Gatopardo ya lo habían explicado bien. Justo castigo para una ciudadanía ilusa.