En Bogotá el transporte público ha sido una discusión que parece no tener fin, pues aunque la capital ha contado con varios sistemas para la movilidad de los bogotanos, no se ha podido consolidar uno que perdure y solucione los problemas de traslado de las personas.
Uno de los tantos sistemas que han pasado por las calles capitalinas son los trolebuses, que comenzaron a aparecer en 1948 luego de la jornada conocida como Bogotazo, donde la ciudad quedó prácticamente destruida y las líneas de tranvía no escaparon a la furia de las airadas masas.
La necesidad de tener un sistema de transporte masivo comenzó a partir de la década de los 50, cuando se conformó el Distrito Especial de Bogotá, que incluía sectores como Usaquén, Suba, Bosa, Fontibón y Engativá, lo que fue el inicio de un mercado para la movilidad que crecería exponencialmente.
Las primeras líneas de trolleys se comenzaron a instalar en 1948. Se trataba de buses que funcionaban con corriente eléctrica que era suministrada a través de un sistema ubicado en la parte superior del bus y que, con el paso de los años, serían conocidos popularmente como “tirantas”.
Este sistema estaba conectado con dos cables colgantes que eran los encargados de suministrar la corriente, y de paso, delimitaban las rutas de los buses, pues este tipo de transporte solo podía movilizarse por un carril.
Los primeros buses provenían de Estados Unidos, aunque con el pasar de los años, más precisamente en la década de los 80, gracias a un acuerdo de intercambio tecnológico, los últimos vehículos llegaron provenientes de la Unión Soviética, a pesar de la alianza entre Colombia y el país norteamericano.
Los trolebuses tenían algunas ventajas como, por ejemplo, la reducción de la contaminación, pues al ser alimentados con electricidad no emitían partículas contaminantes. También, generó una imagen positiva para la ciudad, pues era considerado como un tipo de transporte ecológico y eficiente.
Otro aspecto positivo era que, por un lado, los buses no generaban una gran cantidad de ruido, lo que los hacía muy silenciosos, y por el otro, no excedían la velocidad promedio, por lo que eran considerados como muy seguros.
Pero, los habitantes de Bogotá también fueron testigos de situaciones curiosas como que en algunos casos las “tirantas” se podían soltar en las curvas si el bus iba a gran velocidad o si maniobraba fuera del carril que, por lo general, era el más cercano al andén.
Esto generaba que el conductor tuviera que salir del vehículo y comenzar a hacer algunos “malabares” para volver a acomodar los cables, aun cuando los pasajeros estaban sentados esperando que su trayecto continuara.
Otra peculiar característica de los trolebuses era que si en algún barrio o sector de la ciudad había un corte de luz, los vehículos se detenían y no podían circular, por lo que debían esperar hasta que regresara el servicio eléctrico para continuar con su recorrido.
Para 1962, la Empresa Distrital de Transporte Urbano, encargada de la movilidad en la capital, contaba con 87 buses, entre los que aparecían 25 trolebuses que cubrían 11 rutas distribuidas en barrios del centro, norte y sur de la ciudad.
A pesar de las ventajas que ofrecían los trolebuses, los últimos vehículos prestaron su servicio hasta el 15 de agosto de 1991 y fueron sacados del mercado por decisiones en las que primó el interés privado que buscaba la expansión de los vehículos de gasolina en la ciudad.
Muchos de los buses terminaron como chatarra o desvalijados en parqueaderos destinados por el distrito para que uno de los transportes masivos más característicos de Bogotá terminara oxidándose, estos parqueaderos fueron conocidos por los bogotanos como “cementerios de trolleys”.