En Bogotá decenas edificios han desaparecido, en muchos casos para dar lugar a nuevas construcciones, y en otros para ampliar vías. Así desaparecieron el Hotel Granada, el parque Centenario, las Galerías Arrubla, el Pasaje Rufino Cuervo, el Teatro Olympia o el antiguo Palacio de Justicia, destruido en el Bogotazo. También desapareció el convento de Santo Domingo, que fue demolido para dar espacio a la construcción del edificio Manuel Murillo Toro, sede del Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicaciones. Esta es la historia de la demolición del convento que vio nacer a Bogotá.
Fundado el 26 de agosto de 1550, la iglesia de Santo Domingo y su convento, fue durante la Colonia, el convento más importante de la orden de los dominicos en la Nueva Granada. Por años fue el centro financiero de Santa Fe, debido al uso de instituciones como los censos y las capellanías. El primer templo se bendijo en 1557 en la sede definitiva de la Orden de los Predicadores en la Nueva Granada, entre las carreras 7 y 8 y las calles 12 y 13. Casi un siglo después, en 1647 inicio la construcción del convento, que concluyó en 1678.
Allí se encontraban obras de importantes pintores coloniales como Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos y Baltasar de Figueroa. El templo conventual albergaba una imagen de la Virgen del Rosario, conocida localmente como la Virgen de los Conquistadores fabricada en Sevilla, España a mediados del siglo XVI y que fue objeto de veneración por la población de la ciudad y sus alrededores.
La iglesia y el convento pertenecieron a la orden de los dominicos hasta noviembre de 1861 cuando el presidente Tomás Cipriano de Mosquera, expropió el complejo para ser, temporalmente, sede del Congreso —para entonces el actual edificio del Congreso llevaba cerca de 20 años en construcción, que terminaría en 1926—, para después servir como oficinas del ministerio de correos y telégrafos y otras entidades.
Para los años 30, Bogotá había crecido lo suficiente como para que las angostas calles del centro de la ciudad no pudieran atender el creciente tráfico, por lo que los bogotanos se enfrentaron a un dilema: mantener o destruir el patrimonio arquitectónico, sobre todo al sur de la calle 17, donde la carrera séptima —tal vez la más importante de la ciudad— comenzaba a angostarse. La decisión no se podía postergar más: había que ampliar la séptima. A estos planes se interponía, desde hace siglos y sin saberlo, el antiguo claustro de Santo Domingo.
En 1939 el presidente Eduardo Santos planteó así la situación, según lo cita Alberto Escovar en la revista La Tadeo:
“Al acometer el gobierno la demolición del Edificio de Santo Domingo, ha querido no solo cumplir leyes terminantes, sin atender a la necesidad premiosa de proporcionar locales adecuados para las oficinas públicas y resolver el más grave problema que confronta el desarrollo de la capital. Hace treinta años era ese el centro vital de Bogotá en lo comercial y en lo social; pero la ciudad ha crecido, su población se ha triplicado, sus problemas de tránsito son cada día mayores y las callejuelas estrechas de lo que antes fuera la mejor parte de la capital hacen hoy imposible todo progreso en ese sector. Ningún barrio de Bogotá causa peor impresión que este a las personas que lo visitan”, a lo que añadió: “El dilema está planteado entre su conservación y el retroceso y empobrecimiento del centro de la capital, o su demolición y la resurrección pujante de esas calles”
Escovar advierte que Santos, desde El Tiempo —que para entonces aún pertenecía a la familia Santos— insistía en la necesidad de demoler el viejo claustro para dar paso a la modernización de la ciudad.
“Aunque bogotano de nacimiento y vinculado a esta ciudad por todos mis recuerdos, me siento obligado, en cuanto a su esencial desarrollo se refiere, a preocuparme más por su presente y futuro que por su pasado. Cuando he visto agonizar el centro de Bogotá y presenciando su lamentable decadencia, me he convencido de que es indispensable sacrificar algo del pasado en aras del porvenir y no descuidar el futuro de Bogotá por conservar una pequeña parte de lo que fuera Santa Fe”.
Finalmente, los deseos de Eduardo Santos se cumplieron el convento fue demolido en 1939, conservándose, algo más de un lustro, la iglesia de Santo Domingo. Y es que mientras se construía el edificio Manuel Murillo Toro, que concluyó en 1941, en la iglesia empezaron a develarse serios problemas estructurales por lo que se planteó, otra vez, la posibilidad de demolerla o restaurarla.
En esta última dirección apuntó el Concejo Municipal con el Decreto No. 354 del 29 de julio de 1946, que prohibió su demolición. Sin embargo, el 18 de septiembre de 1946, según lo registra Escovar, los padres dominicos vendieron el predio a la compañía Urbanizaciones Centrales Ltda., semanas después, el 15 de octubre, la iglesia cerraba sus puertas. Los días de la iglesia estaban contados.
Ya para diciembre de 1946, el alcalde Salgar Martín revocó el decreto que prohibía su demolición y ordenó, el 19 de diciembre, demoler la iglesia, que desde 1550 había visto crecer a la pequeña Santa Fe y que ya no cabía en la creciente Bogotá. La demolición comenzó el 8 de enero de 1947. Para 1953, con el templo ya solo en la memoria de los dominicos y de los viejos bogotanos, la comunidad, en Chapinero, construyó el nuevo Convento de Santo Domingo, en la carrera 1 a la altura de la calle 68. Con el tiempo la comunidad construyó un seminario menor y luego colegio.