La historia gastronómica de Bogotá ha estado estrechamente relacionada con el mestizaje. Mientras los muiscas que poblaron la sabana donde hoy se emplaza la capital del país hicieron del maíz la base de su alimentación (sumando los tubérculos y otros granos a la mezcla), los conquistadores españoles incorporaron la carne de res y de cerdo a la dieta.
Lo llamativo, al abordar la historia de cómo se produjo esa mezcla entre la cocina muisca y la española, es que no fueron los platos de los reyes o la nobleza los que tuvieron influencia en el desarrollo gastronómico de la entonces Nueva Granada, sino los de arraigo popular.
Según contó el historiador Germán Patiño a El Tiempo, muchos de los soldados españoles provenían de Andalucía, al sur de España. Platos de dicha región como la olla podrida (sopa a base de carne, tubérculos y verduras que se hizo popular durante la Edad Media) tuvieron un impacto significativo en lo que años más tarde se convertirá en el sancocho, de amplia difusión en América Latina.
En ese sentido, el sancocho bogotano se hace con gallina o pollo, y suma maíz, papa, plátano, yuca y cebolla. Esa tendencia a mezclar una amplia variedad de harinas y carnes en un mismo plato se extiende a la fritanga o (guardando las proporciones) al ajiaco y el tamal bogotano. Patiño señala que cuando se produjo la independencia de España en el siglo XIX, hubo un esfuerzo desde las élites criollas para diferenciar la comida local de la española para forjar una identidad alrededor de la gastronomía. Pero para ello, en vez de rescatar la tradición culinaria precolombina, optaron por darle prioridad a las influencias extranjeras, que en un momento fueron británicas y luego francesas, a finales de siglo.
Eso entró en conflicto con los que a la larga eran los verdaderos rasgos de identidad de los habitantes bogotanos y de su cocina en ese tiempo, pues a pesar de vivir en una ciudad capital en crecimiento, la sociedad en su conjunto todavía era de fuerte arraigo agrícola y campesino. Ese choque terminó de consolidar la oferta gastronómica de la ciudad, y se vio reflejada en la apertura de restaurantes emblemáticos de la ciudad como La Puerta Falsa, que se mantiene abierto desde 1816.
Cuando se comenzó a acelerar el tránsito de lo rural a lo urbano en los primeros años del siglo XX, la gastronomía local terminó de forjar vínculos sociales y culturales entre sus habitantes y el espacio que habitaban. De ahí que surgieran espacios como el Palacio del Colesterol en las cercanías del Estadio El Campín, donde era tradicional comprar la fritanga con la que se amenizaba la asistencia a los partidos de Millonarios y Santa Fe. La misma escena se repetía los fines de semana en otros puntos de la ciudad, como la Plaza de Toros La Santamaría, o el ya desaparecido Hipódromo de Los Andes.
El escritor Andrés Ospina, en charla con Infobae Colombia, señaló que platos como la fritanga o el sancocho fueron de amplio consumo popular, debido a que “tienen una relación con la abundancia”. Adicionalmente, apuntó que la relación de la fritanga con el entretenimiento capitalino a lo largo del siglo XX “era una manera de surtir a familias que necesitaban vivir de algo, en un tiempo donde, para muchos, comer carne era un lujo”.
La primera mitad del siglo XX marcó el auge de la idiosincrasia del cachaco como forma de identificar al bogotano de los habitantes del resto del país. Producto de ese choque entre la tradición colonial española y la fascinación con lo anglo y lo francés, se gestó una apropiación de platos como la changua, de origen precolombino, pero con influencias coloniales.
En redes sociales es usual ver discusiones sobre quienes aman o quienes odian el plato, planteando paralelismos con lo que ocurre con la pizza hawaiana: la discusión en sí misma se vuelve una fuente de memes por parte de habitantes de otras regiones del país sobre la identidad del bogotano y su gusto por un alimento así, pero al mismo tiempo es una discusión inofensiva, útil para desahogar tensiones más fuertes con un plato de comida.
Sin embargo, Andrés (que reveló en la charla que no es precisamente un amante de la changua) hace claridad en que la gastronomía bogotana hace parte de algo más amplio y que no se reduce a la ciudad o al fenómeno cachaco. De hecho, el escritor propone no hacer una diferencia tan marcada entre la comida de Bogotá o Cundinamarca y la que se consume en Boyacá. “Si tú ves un campesino de Cundinamarca es muy parecido a un campesino de Boyacá. Comparten muchos hábitos, muchos hechos climáticos importantes”, matizó Ospina.
La lucha por cambiar la cultura gastronómica de Bogotá
A partir de la segunda mitad del siglo XX y especialmente con el nuevo siglo, Bogotá terminó de consolidar su proceso para transformarse en una ciudad que albergaba no solo colombianos de otras latitudes, sino una gran cantidad de extranjeros. Eso llevó a que la oferta culinaria se hiciera más amplia.
Desde restaurantes que ofrecían platos de distintas regiones del país hasta los puestos de comida rápida o asaderos como La Colonia en Chapinero (hoy Kokoriko) y La Brasa Roja, hasta restaurantes enfocados a ofrecer platos extranjeros (no se debe subestimar la creciente cantidad de puestos de arepa venezolana en el último lustro), pasando por festivales culinarios como el Burguer Fest o el Fritanga Fest; la capital terminó por desarrollar una oferta más amplia, pero al mismo tiempo hizo que se reforzara la necesidad de mantener una tradición culinaria que compite constantemente con lo foráneo.
Entonces, para una ciudad que ya dejó atrás la idiosincrasia del cachaco, ¿Cuál es el siguiente paso? Para Andrés Ospina, ciertamente, es el momento de buscar nuevas formas de forjar la identidad para una Bogotá que ahora es, según sus palabras, “Un compendio de ciudades”:
“Yo creo que es el momento de evaluar y reevaluar mucho de lo que entendemos por símbolos de Bogotá. Porque Bogotá suele ser muy conjugada en tiempo pasado. Ahorita la gente habla de Bogotá y piensa en almojabanas, la loca Margarita, en el automático, en los cachacos… y si bien es es una parte importante de la historia de Bogotá, tenemos que entender que la Bogotá de hoy se mueve bajo otros esquemas. (...) más allá de de pensar en en esas platos obviamente bogotanos como son el mismo ajiaco o el puchero o miles de cosas, uno podría pensar en que estaba sucediendo en Bogotá en otros asuntos. Por ejemplo, ¿Cómo es la empanada bogotana? Contiene arroz. ¿Qué está ocurriendo en la cocina fusión o la cocina vegetariana o vegana en Bogotá?”
En ese último punto, un momento de la historia donde culinariamente los movimientos vegetarianos y veganos han cobrado importancia en la ciudad, sitios como Herbívoro o Casa Lelyte han cobrado importancia en la oferta de la ciudad. Al respecto, Andrés Ospina, reconocido vegetariano, dio sus recomendaciones: Canasto y La Revolución de la Cuchara.
“Creo que se puede conjugar la comida bogotana con elementos vegetarianos”, señaló el escritor, que hasta aseguró que en ciertas oportunidades ha podido conseguir ajiaco vegetariano en estos establecimientos”
De este modo, la gastronomía bogotana se ha enfrentado a un constante “tira y afloje” entre el costumbrismo de sus platos más emblemáticos, y el empuje renovador de ciertos sectores que buscan no solo nuevas maneras de reinventar la cocina capitalina tradicional, sino de forjar a su alrededor una identidad más acorde a su realidad cosmopolita.