Recuerdo cómo muchos de mis compañeros en abril de 2021, durante el gobierno de Iván Duque Márquez, cambiaban su foto de perfil en la plataforma de clases virtuales de la Universidad como una manera de protestar ante la indiferencia docente con la situación del país. Mensajes como “qué difícil estudiar mientras matan a mi pueblo” eran una constante. Al tiempo, en vez de atender a la cátedra de los profesores, revisaban las noticias: consternación, susto e impotencia ante la brutalidad policial.
Los gritos de la mamá de Santiago Murillo en Ibagué diciendo “mátenme a mí también”, luego de que su hijo fue asesinado por la fuerza pública, atormentaban a quien se atreviera a revisar las redes sociales. Por primera vez, en los 19 años de mi vida en ese entonces, además del paro de noviembre de 2019, vi un estallido social en el país sin precedentes, en oposición a una reforma tributaria que afectaba profundamente a la clase media y baja. A ello se sumó un malestar general por la desigualdad, la precariedad de los sistemas de salud y educativo y, sobre todo, una molestia generalizada ante un gobierno que hacía oídos sordos a las exigencias de la sociedad civil.
Ante tanta muerte, desesperanza y confusión a mi alrededor, me preguntaba si en algún momento habría solución, si el gobierno al menos atendería las necesidades de los miles de manifestantes que gritaban en todo el país o escribían en pancartas. El debate sobre la legitimidad de la protesta social era uno de los puntos de mayor discusión en los círculos de poder y en los hogares. Unos pregonaban que el vandalismo, el daño a los bienes de los colombianos y el derribamiento de estatuas de colonizadores y héroes de la patria le restaban fundamento a cualquier exigencia de los manifestantes; otros, por el contrario, refutaban que era necesario resignificar los símbolos patrios y que el daño a la propiedad privada era consecuencia de la brutalidad policial. El monumento a Los Héroes estaba irreconocible, la estatua de Sebastián de Belalcázar había sido derribada y las avenidas parecían un campo de guerra.
Con el tiempo, las marchas se apaciguaron, el comité de paro y La Primera Línea abandonaron las calles, y la Confederación Internacional de Derechos Humanos redactó un informe en que recogía todas las calamidades que azotaron al país en el primer semestre de dicho año. No obstante, llegó un candidato a la Presidencia de la República que prometía reestructurar las narrativas de la protesta social en un país que durante toda su historia nunca había sido gobernado por la izquierda. Gustavo Petro se presentó a sí mismo como el gobierno del cambio, y en menos de un año de su mandato cumplió con uno de los tantos compromisos de su campaña: liberó a algunos de los jóvenes capturados de la Primera Línea durante el paro para reintegrarlos en la sociedad como gestores de paz. Parecía que este gobierno reforzaría el derecho a la protesta y respetaría a sus manifestantes, los escucharía y respondería oportunamente a su descontento.
El 1 de mayo, Petro convocó a la protesta para apoyar las reformas del nuevo gobierno. Se esperaba que las personas salieran para “discutir en la calle los puntos de reforma”, al igual que el 14 de febrero recién salió a la luz el primer texto de la reforma a la salud. El señor presidente expresaba la necesidad de un diálogo con la sociedad civil desde el balcón de la Casa de Nariño, como final de la jornada de manifestación. En realidad, se plantó junto a la primera dama durante más de una hora a expresar su inconformidad con la distribución de la tierra, la ineficiencia de algunas instituciones del Estado y, como no, a recalcar que el congreso estaba en contra del pueblo colombiano; si el legislativo refuta sus reformas, entonces atenta contra la transformación social. La interacción con su público fue nula.
Pasamos de un gobierno de oídos sordos a uno que le dice a la nación que salga a escucharlo. La protesta social es un derecho consagrado en el artículo 37 de la Constitución Política de Colombia, complementada en septiembre de 2020 con una sentencia de la Corte Suprema de Justicia, que calificó de sistemática la brutalidad policial. No obstante, la manifestación pretende expresar un descontento ante una práctica o las decisiones del poder, y el nuevo gobierno, a pesar de sus fuertes críticas al manejo del estallido social del gobierno anterior, insiste en decirle a la sociedad civil cómo y por qué sentir dicho descontento.
El famoso “populismo” fue una palabra utilizada en reiteradas ocasiones por la derecha para difamar las propuestas de Petro. La preocupación por su discurso debería ser la instrumentalización de las masas. El nuevo presidente despotrica continuamente contra la Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, en redes sociales, y es poco tolerante con la crítica periodística; por lo regular responde: “Está en todo su derecho de defenderse [la FLIP] y defender el programa de gobierno por el que las mayorías votaron”. En efecto, pero ello no quiere decir que el voto sea reflejo de la adulación por su persona y por su programa; él no es dueño de la mitad de ciudadanos que votaron por él y no tiene el derecho de decirles por qué marchar, menos aún de rechazar a sus detractores e indicarles incluso la manera correcta de retractarse ante él.
En otras ocasiones, Petro ha dicho que la prensa y la figura del político son la misma cosa, pues comparten los mismos rituales cuando hacen control político. Deberíamos preguntarnos, entonces, si su discurso de la protesta social apunta a escuchar las exigencias de un país empobrecido, o si tan solo es una excusa para legitimar las decisiones de su gobierno. La protesta social es un derecho, no una propaganda, no una excusa para salir al balcón y hablar bien de sí mismo.
El gobierno del cambio dio un vuelco a la narrativa histórica de la derecha tan pronto como Petro ganó las elecciones, pero cada día le hace más fácil a la oposición reforzar los miedos de la ciudadanía a una figura dictatorial, que no respeta la institucionalidad. El encontronazo con el fiscal, por ejemplo, debió ser una oportunidad para que Francisco Barbosa rindiera cuentas sobre su mala gestión archivando casos o retardando investigaciones judiciales relacionadas a la violación de derechos humanos. Sin embargo, el debate se tornó en cuál de los dos tiene más autoridad que el otro, en la jerarquía y estructura de las instituciones del Estado. ¿Es Petro el jefe de jefes? Pues como lo vaticinó el exministro de Educación, Alejandro Gaviria, es el nuevo jefe de los trinos de Twitter justificando el despido y renuncia de ministros, criticando periodistas, respaldando sus reformas sin aceptar la crítica y difamando al congreso por debatir sus proyectos.
Tanto la izquierda como la derecha, que cada vez tiene más excusas para redirigir el debate para pintar a Petro como un antidemócrata, deberían comprender que, aunque parezcamos manipulables y volubles, no votamos por un gobierno de cambio porque creamos que quien salga al balcón es un salvador, sino porque nos cansamos de vivir en un país desigual, en guerra e indiferente.