Para llegar a mi oficina necesariamente tengo que pasar al frente de la funeraria en la que velé a mi mamá en el 2008. Es un edificio sobrio y bello en el que solo estuve un sábado por la tarde y un domingo por la mañana hasta que partimos con su cuerpo a los jardines en la que la dejaríamos para que fuera cremada.
Sumadas no fueron más de 12 horas, pero es un lugar que recuerdo con especial nitidez. Aun hoy, a cuatro días de que se cumplan 15 años de su muerte, recuerdo detalles supremamente específicos del lugar… El color del mármol, la cafetería del primer piso, la escalera en espiral con barandales dorados y el olor a flores frescas y muertas al mismo tiempo.
Todos los días me someto, sin quererlo, a recordar el instante en que murió. Ese micro momento en el que pasó de estar viva a estar muerta pero que se sintió eterno y que yo, además de mi papá, fui la única que lo presenció. Yo estaba a su lado y fui la única de mis hermanos que la vio morir. El reloj no sumaba las diez de la mañana.
Era sábado y era temprano. Los que estábamos en casa, mi papá y yo, estábamos en piyama. Mi hermano había tenido que ir a la oficina a recoger unos papeles y mi hermana se había ido con una colega de su trabajo de aquel entonces, una mujer muy devota, a misa, a rezar por mi mamá.
Mi papá, que había pasado una noche terrible y había dormido en el cuarto de la televisión, estaba peleando con el conductor porque el carro no prendía para ir a hacer mercado cuando la enfermera, que ya era una presencia permanente en la casa, la vio, se percató de algún indicio, se paró a su lado y le tomó los signos vitales.
Es una fotografía muy nítida. Recuerdo que la enfermera nos dijo a mi papá y a mí: “Se está yendo en este momento”. Mi mamá estaba dormida desde el jueves en la noche, el día en el que había tenido su última radioterapia en la Clínica Santa fe, pero esa noche se disculpó con nosotros y dijo que las fuerzas no le daban más.
De hecho, ese jueves por la noche fue la última vez que hablamos. Creo que ese fue el día en el que ella verdaderamente dejó de luchar contra un cáncer que la consumió por completo, y aceptó su suerte. En horas de la mañana se había sometido a la que fue su última sesión de quimioterapia, y a las seis de la tarde, apenas llego papá de trabajar, nos reunió y nos dijo que no podía más, que lo sentía pero que no podía más.
La verdad es que ninguno de nosotros podía. Verla sufrir de esa manera tan aterradora era insoportable y sin embargo ella nunca se quejó; aceptó su enfermedad desde el principio con una entereza y una dignidad de hierro. Estuvo dispuesta a luchar desde el día uno, pero al final simplemente las fuerzas no le alcanzaron. Ninguno de nosotros le habría pedido que siguiera, y en el fondo agradecimos su decisión que, sólo ella, podía tomar.
Fue recibida por la muerte con tranquilidad, sin agonía, en el dulce estupor de alguien que vivió su vida bien, en orden, sin hacer daño, sin fallarle a nadie.
Así que sí, cuatro horas antes de llegar a la funeraria que crucé hoy y ayer y que cruzaré mañana, yo estaba en la cama a su lado y mi papá estaba de pie, con su bata verde, en el mismo lugar de la habitación en el que, una semana antes, la despertó con un ramo de rosas con nosotros tres para celebrarle el Día de la Madre, el más amargo que jamás viviré.
Así que sí, mi papá y yo alrededor de ella; mi papá de pie y yo a su lado, en silencio, siendo testigo de un episodio que me marcó la vida, que trazó un antes y un después para mí: lo estoy viendo cogerle la mano y decirle una frase corta y concreta que recoge la esencia de la vida, que resume la razón por la que los hombres venimos a este mundo:
“Te adoré toda mi vida”. Un sujeto, un verbo y un predicado. Es una frase que ni siquiera tiene complementos, pero que lo dice todo y que en un segundo resume la finalidad de la vida misma. No sé si mi mamá la alcanzó a escuchar. De haberlo hecho fue, sin duda alguna y lo dice un testigo ocular, lo último que escuchó en sus 56 años de vida. Me gusta pensar que lo hizo y que por dentro sonrió. Tal vez algún día se lo pregunté.
La enfermera bajó al primer piso a llenar unos formularios y mi papá y yo nos abrazamos largamente. Él llamó a mi hermano, yo llamé a mi hermana y después hice la peor llamada que he hecho en toda mi vida. Llamé a una mamá a decirle que su hija se había acabado de morir. Esa me tocó a mí.
No recuerdo que dijo mi abuela, pero sí recuerdo verla al frente de la casa debajo de un frondoso árbol que daba flores amarillas, tomando fuerzas para entrar a enfrentar la realidad. La vi desde la ventana.
El temblor
La casa se fue llenando de familiares, mi papá estaba hablando con mi tío que es sacerdote jesuita y que vive en España para ver si alcanzaba a llegar a oficiar la misa. Al final mi papá nos consultó que podíamos esperarlo, pero nos tocaba prolongar la velación un día más. Dijimos que no. Mejor salir de eso cuanto antes.
No sé quien llamó a la funeraria, pero eventualmente el personal llegó. Llegó por ella. Llegó a llevársela. Yo no quise ver y cuando subieron y entraron al cuarto de mis papás a recogerla yo me encerré en el mío, cerré la puerta y me arrodillé en el piso contra la cama. No a rezar, pero sí a desear que terminara pronto.
Pocos segundos después mi hermana entró a mi cuarto, algo que rara vez hacía. Estoy viendo su cara llorosa, hinchada, como yo debía tener la mía. Ella tampoco quería mirar y se sentó en el suelo a mi lado.
Lo siguiente que recuerdo no es ficción, aunque parece sacado de un cuento: comenzó a temblar muy duro. Mi papá gritó: “Todos salgan de los cuartos y párense debajo de las puertas”.
Todas las personas estábamos estáticas en el corredor del segundo piso, mientras dos hombres, con mi mamá a cuestas, se quedaron inmóviles en la mitad de las escaleras esperando que pasara el temporal. Así que al final si la vi, “bajando las escaleras”, cubierta por un forro negro, cuando se fue de la casa que tanto amó, de la que hizo un hogar.
Recuerdo que la novia con la que estaba el hermano de mi mamá en ese momento, una mujer mona y que al final no fue muy amable, comenzó inapropiadamente a rezar a todo pulmón y Gracielita, la mujer que por años nos ayudó y que desde aquel entonces ya era parte de la familia, dijo que mi mamá no quería irse.
Minutos después, la seguimos en el carro y llegamos a ese sitio que hoy, como ayer y como mañana, cruzo a diario. A este sitio que, sin quererlo, me obliga, en mayor o en menor medida, a recodarlo todo.