Mientras el mundo deja atrás la temporada navideña, los habitantes de Quinamayó, se preparan para celebrarla a mitad de febrero.
En las grandes y pequeñas ciudades los adornos ya fueron retirados de las casas, las tiendas están a punto de terminar con sus descuentos y el espíritu festivo fue apaciguado por el regreso a clases y al trabajo.
Sin embargo, a hora y media de la ciudad de Cali, cientos de pobladores están a la espera de que nazca el Niño Dios, aunque el suyo sea retratado con tez negra.
La navidad tiene un doble sentido en Qunimayó: celebrar el nacimiento del hijo de Dios –concebido en un pesebre por la virgen– y gozar de la libertad labrada por sus ancestros, muchos de los cuales vivieron y murieron siendo tratados como objetos, no como hombres.
Fueron secuestrados y transportados en barcos gigantes desde África, para ser vendidos, como animales, a los terratenientes que, para el siglo XIX, tenían a su nombre extensas fincas en el Valle, que cultivaban la caña para venderla en mercados locales.
En ese entonces y, después de un largo y doloroso proceso de conversión al catolicismo, sus tataratatarabuelos tenían prohibido celebrar el nacimiento de Cristo el día 25. Por lo que debían festejar pasados 40 días.
Por eso celebran con gran fervor la navidad en febrero, los que alguna vez salieron de Quinamayó, en busca de mejores oportunidades, vuelven. Se reúnen para celebrar una doble fiesta con siglos de historia negra.
“Esto es mi vida, cuando suena la música me corre una corriente por todo el cuerpo. Es recordar mis ancestros, es recordar a mis abuelos, a nuestros esclavos. Celebrar que hoy somos libres, que somos felices”, declara entre lágrimas, Mónica Carabalí Lasso, en una entrevista para agencia EFE.
Y añade: “Febrero es el mes preferido para nuestra comunidad. Es nuestro diciembre, prácticamente. Aquí todas las familias se unen para que sea un éxito total el recorrido que se va por todas las cuadras del pueblo”.
Por recorrido se refiere a una procesión, en la que participan todos los que habitan el corregimiento, a la que van sumándose “personajes” católicos, en algunos casos, y de su idiosincrasia, en otros.
La procesión es encabezada por la banda “Los Jugueritos”. Su nombre proviene de “la juga”, como se denomina a estos ritmos, puesto que, hace 200 años, una vez empezaban a sonar en el pueblo, parecía tomar la forma de un espacio de juego, aunque algunos lo pronuncian como “la fuga”, ya que, también, era utilizado por esclavos cuyas ansias de libertad superaban el miedo.
Inician con una pequeña oración, en la que se encomiendan al señor, esperan que, como en años pasados, su celebración transcurra bajo lo planeado y, al terminar, rezan al unísono: “que sea para bien, amén”, referencia EFE.
La agencia describe como Sergio Carabalí, uno de ‘Los Jugueritos’, se siente pleno: “Esto es la vida misma, yo quiero vivir aquí por siempre y morir junto a mi gente”.
A lo largo de la procesión van sumándose las cantaoras, seguidas de ‘María’ y ‘José’; la estrella de oriente, interpretada por una pequeña niña; 12 ‘ángeles’; 12 ‘soldados’; la ‘mula’; el ‘buey’, y los padrinos. Estos últimos llevan en una canasta dorada al Niño Dios de tez oscura, hasta dejarlo en el pesebre, ubicado a la mitad de la plaza del pueblo.
Con respeto, la comunidad de Quinamayó baila y entona los canticos que anuncian la llegada del Divino Niño, “¡Que viva Quinamayó, que viva nuestra cultura y el Niño que recién nació!”, grita Mónica. Mientras, el resto se prepara para cuatro días de fiesta, tan antigua y diversa como la idea de una navidad negra, a mitad de febrero.