De Bogotá se han dicho muchas cosas, se han contado muchas historias y, como pasa con las grandes ciudades, estos relatos aparecen y se descubren solo con salir a la calle con algo de curiosidad. Es una ciudad inmensa, que se construyó como a estornudos, un poco por acá, un poco por allá, y en sus calles está el mundo, no porque sea una metrópoli cosmopolita, sino porque sus calles tienen nombres de ciudades y países, nombres que pasan a un segundo plano porque la gente se ubica por números y no por nombres.
—Por favor, lléveme por la avenida Alberto Lleras hasta la avenida Pepe Sierra, por favor.
—¿A dónde?, pregunta el taxista y me pide que me baje, que no sé para dónde voy, que las calles no tienen nombres en Bogotá.
Pero sí los tienen y en el centro histórico hay placas que lo demuestran: Cara de perro, El Cajoncito, Las Culebras, El Pecado Mortal, Patio de las Brujas, del Divorcio, del Amor, de la Esperanza, del Agrado, de la Alegría y de la Paz y De la Fatiga, de los Dolores, del Afán y de la Agonía. Y hay más nombres, pero no mucho espacio.
Además de nombres, las calles también están adornadas con huecos, charcos y adoquines flojos que al pisarlos chispean agua y barro. También hay basuras y gente que duerme en la calle y gente que duerme en vetustas casas y mansiones, así como en rascacielos desde los que se puede ver la ciudad en buena parte de su extensión, porque es tan grande que desde pocas partes se puede tener una vista panorámica de toda Bacatá, porque ese era su nombre original.
Cuando llegó Gonzalo Jiménez de Quesada con su comitiva desde España y después de una guerra y la muerte de indígenas y españoles, el 6 de agosto de 1538 Fray Domingo de las Casas celebró la primera misa en una pequeña capilla rodeada de 12 casitas de paja y madera, que los indígenas construyeron. Entonces se llamó Santa Fe de Bacatá, de Bogotá. Santa Fe, para hacerle honor al pueblo de dónde era original Jiménez de Quesada, Santa Fe de Granada.
La conquista avanzó y al consolidarse el proceso de colonización, Santa Fe se convirtió en la capital del Virreinato de Nueva Granada, el centro del poder, poder que cambió de mano, manos que parecen seguir ahí, en la sombra rigiendo los destinos de todo un país. Con la independencia y la construcción de la nación, la ciudad vio suceder las incansables guerras que durante el siglo XIX fueron la constante y que desembocaron, en el filo de ambos siglos, XIX y XX, a que la ciudad creciera a causa de las migraciones internas producto de las múltiples violencias que han sometido estas tierras desde siempre.
Con el cambio de siglo, la ciudad y sus oligarquías en el poder fueron adaptándola a sus gustos y con referencias a las arquitecturas de las ciudades europeas que visitaban para quitarse un poco, tal vez, la mácula de ser americanos y no europeos, como pretendían. Aun así, trajeron del exterior distintas influencias que todavía se pueden encontrar al pasear por las calles bogotanas. Edificios neoclásicos y republicanos que comparten espacio con casas coloniales y después con grandes casas de estilo francés y otras inspiradas en la arquitectura inglesa, después llegaría el art déco y el art Nouveau, que después desplazaría la influencia de Le Corbusier –que visitó Bogotá en la primera mitad de siglo XXI–, después de la Segunda Guerra Mundial, llegaría el brutalismo y después la arquitectura de Salmona y finalmente la arquitectura contemporánea.
Hoy Bogotá es un monstruo inmenso en el que cada esquina cuenta una historia y la propia historia de su pasado, un pasado que compartimos todos los que o nacieron en ella o llegaron sin saber bien por qué, pero que a todos acoge, pese a la agresividad de su tráfico y su sistema de transporte masivo y de la inseguridad.
Con esto en mente, desde Infobae Colombia se busca entender un poco mejor la capital y para esto se intentará ―porque solo a eso podemos comprometernos― armar una cartografía de la ciudad, en la que su pasado y su presente se encuentren y nos ayuden a entender qué es vivir en Bogotá.
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