Luis se despierta todos los días a las tres de la mañana. Toma una ducha y algo de desayuno y sale a buscar transporte. Tiene que llegar a las seis al trabajo. Luis es celador de una universidad. La universidad queda en el barrio La Merced. Esta es la historia de los dos. De Luis y del barrio que cuida.
Luis lleva ocho años trabajando en La Merced y llegó gracias a la empresa en la que trabaja. En estos ocho años el barrio no ha cambiado, parece inmutable al paso del tiempo. Pero bueno, sí ha cambiado, cambian los ocupantes de las casas, que en su mayoría son empresas, también cambian las flores, que florecen y se marchitan y se caen y vuelven a florecer. También cambian los estudiantes y los transeúntes del barrio. Todo siempre cambia. Aún así, La Merced parece resistirse y como una postal vetusta de ladrillos naranjas y antejardines grandes permanece inmutable ante los cambios de la ciudad.
A las seis de la mañana todo es más tranquilo y la luz despunta suavecito en las cornisas de las casas de La Merced. A las seis de la mañana, Luis ya lleva un buen rato en el barrio, ya ha abierto las rejas y las oficinas, saludado a sus compañeros y listo para comenzar a trabajar.
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El barrio se construyó entre 1937 y 1945 en los predios de una propiedad de la que tomaría su nombre y que desde 1908 pertenecía a la comunidad jesuita, que loteó unas seis hectáreas –varas más, varas menos– para obtener recursos para construir la nueva sede del Colegio San Bartolomé.
Antes de que fueran de los jesuitas, estas tierras pertenecían originalmente a la hacienda La Merced, que resultó de la división que ordenó en 1807 el virrey Antonio José Amar y Borbón de la gran hacienda de Chapinero que había pertenecido a Antón Hero, un zapatero de Cadiz que luego de llegar, vaya uno a saber cuándo, porque hay versiones de que llegó con las expediciones de Jiménez de Quesada y otras que llegó después, se casó con la hija de un indígena de Usaquén, que le dio como dote un terreno que unas 150 hectáreas, en las que Hero montaría su fábrica de chapines y de ahí el nombre.
Producto de esta división también nacieron las haciendas de Teusaquillo y La Magdalena, que junto a las del Chicó, de Santa Ana, La Fragua, Llano de Mesa, Quiroga, de Puente Aranda, La Chamicera, Techo, el Tintal, El Salitre configuraban la zona rural, de descanso y recreo de Bogotá, pero que con los años se fueron desmembrando y pasando a ser barrios, localidades, bibliotecas, estadios.
Volviendo al barrio y a los jesuitas y a 1908, fue el 24 de septiembre cuando el padre Vicente Leza y el hermano Arpidio Zuluaga le compraron a don Arturo Malo O’leary la quinta de La Merced, para dar a los alumnos algún desahogo en los días de vacación, según diría el padre Leza, que por ser el día de Nuestra Señora de las Mercedes, bautizó La Merced.
Pero faltarían todavía algunas décadas para que el barrio se comenzara a construir, incluso se empezara a pensar en lotear el terreno. Durante esos casi treinta años, entre la la compra del terreno y la construcción de la primera casa del barrio, la del entonces exalcalde de Bogotá José María Piedrahíta –aunque hay quienes dicen que la primera casa fue la del empresario tabacalero Benjamín Moreno–, el espacio que ocuparía el barrio sería utilizado para paradas militares, campeonatos de fútbol y otras actividades propias del ocio y el recreo.
En el barrio asustan –eso dice Luis que cuentan–, por ejemplo hay gente como el profesor de gimnasia que me decía que a él sí lo asustaban, incluso en el día, que él estaba sentado en el gimnasio esperando a que llegaran los estudiantes y le corrían la caneca de la basura, le abrían la ducha del baño y al ir a ver no había nadie.
En la casa de aquí abajo escuché que lloraba un niño. Una vez el compañero Nelson que estaba en el edificio que era de la Fiscalía, a la una de la mañana sentado en la recepción y dónde quedó el gimnasio, vio a una niña con una pelota de esas de plástico, y la pelota iba bajando, bajando y la pelota bajó por las escaleras y dio la vuelta y se vino para donde él estaba.
En la casa Vargas, un compañero que vino a hacer un turno un viernes dijo: yo estaba sentado ahí y esa vaina que uno presiente que algo está pasando y que miró para arriba y en la parte del balcón, porque él estaba de espalda y atrás hay un balcón y volteó a mirar y había un man con sombrero y con un gabán negro y parado ahí mirando para abajo. El man se salió desde la una de la mañana hasta que llegó el compañero. Yo una vez hice un turno ahí, era con la sugestión, será que miro, será que no miro, pero nunca llegué a sentir nada.
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Alrededor de marzo de 1936, el padre jesuita Justiniano Vieira del Colegio de San Bartolomé, según se puede leer en un documento del Instituto Distrital de Patrimonio Cultura, permutó, a cambio de un par de miles de acciones, a la sociedad urbanizadora La Merced, el lote, un poco menos de ocho hectáreas vecino al recién inaugurado parque Nacional.
Esta transacción se dio ante los rumores de expropiación de la sede original del Colegio de San Bartolomé, que desde 1934 ya circulaban entre ciertos círculos de la sociedad bogotana. Rumores que se confirmaron en 1937 cuando se expidió la Ley 10, que le daba dos años a los jesuitas para entregar el edificio del colegio –en una de las esquinas de la Plaza de Bolívar, exactamente al oriente del Capitolio–.
Y si bien el proceso de loteo y subdivisión del predio había comenzado un año antes, con la orden de entregar el edificio original del colegio, los jesuitas proceden a buscar financiamiento para construcción de la nueva sede, por lo que comenzó el proceso de urbanización del barrio, que culminaría en 1945, cuatro años después de la inauguración de la sede actual del Colegio San Bartolomé.
Para Luis el trabajo no es cansón, sino que uno muchas veces lo hace cansón y dice que cuando uno se queda en un solo sitio, o no comparte con las personas pues se vuelve cansón. “En mi caso soy una persona muy abierta a las personas y me hago acá o allá, siempre estando pendientes, que es la misión para lo que nosotros estamos acá, para estar pendientes de la gente y todos los días aprender de la gente”.
Además de ser celador y cuidar una de las tantas casas, a Luis le gusta pintar los domingos en un cuartico que tiene en su casa. Ahí tiene pájaros y una ventana por la que ve desde lo alto la sabana de Soacha y dice que alcanza a ver Mosquera. También está interesado en el trabajo de Tamara de Lempicka y ha hecho varias copias y habla de la vida de la pintora polaca y con un eco de nostalgia reconoce que que por el corre corre en el trabajo no le queda mucho tiempo para dibujar entre semana. Además porque una vez lo intentó, llevó un lienzo, y cuando estaba comenzando a pintar justo la gente empezó a regresar al barrio luego de la pandemia y los confinamientos. Perdió la concentración entre correspondencia y correspondencia y estudiantes perdidos que no encontraban la casa en la que tenían clases.
Cuenta que al barrio iba un hombre con una sillita a pintar acuarelas de algunas casas, o la escalinata que sube de La Merced al Colegio San Bartolomé y los demás barrios de la carrera Quinta, o por la Casa del Tolima con el cerro de Monsarrate de fondo, o pintaba algunos caballos de los policías en el parque Nacional. Siempre le mostraba a Luis lo que pintaba. Ahora no ha vuelto, dice Luis. El pintor era un profesor de la Universidad Nacional.
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La Merced, desde que se concibió como barrio para personas con altos ingresos que buscaban un espacio moderno e higiénico en donde ubicar sus residencias y que respondiera a las nuevas directrices que la Junta de Higiene, la Dirección de Obras Públicas y la Sociedad de Embellecimiento y Ornato del municipio habían dispuesto para las nuevas construcciones: calles pavimentadas, andenes amplios y alcantarillas y tubos de cemento.
Así el barrio tuvo que construirse cumpliendo estas condiciones urbanísticas que buscaban garantizar la higiene, que con la amplitud eran sinónimo de modernidad para la élite bogotana de la época. Es así que personas como el banquero Luis Soto del Corral, el cafetero Manuel Casabianca, el médico José Vicente Huertas, el comerciante Ernesto Puyana, el médico Luis Bermúdez Ortega, el abogado Ricardo Hinestrosa y el ingeniero Hernando Gómez Tanco, además de Piedrahíta y Moreno, habían decidido construir allí sus residencias.
De acuerdo con un artículo del profesor Javier H. Murillo, en el que ahonda en la fundación del barrio y en su urbanización como muestra del aburguesamiento de un sector de la sociedad bogotana, los tres promotores de la urbanización del barrio fueron Piedrahíta, Moreno y Soto del Corral que encargaron diseños y planos directamente a Inglaterra de forma que en el barrio existiera cierta homogeneidad en sus fachadas, sin embargo no se logró del todo y solo en algunos sectores del barrio.
Sobre la arquitectura de La Merced hay que decir que responde a un vivo interés en la época en el estilo Tudor –estilo inglés surgido entre los siglos XVI y XVII y que floreció durante el reinado de Enrique VIII– que para finales del siglo XIX ya había superado las fronteras e influido construcciones para familias acaudaladas y lujosos edificios institucionales en Estados Unidos, Argentina y Chile.
En Bogotá, las constructoras Noguera Santander y Pérez, Buitrago y Williamson adoptaron este estilo para las lujosas y grandilocuentes casas que ocuparían los “grandes herederos de las fortunas de la nueva burguesía bogotana” como escribe el profesor Murillo.
Tomando una vez más las palabras de Murillo, que entiende más de estas cosas, describe cómo “las casas de La Merced fueron pensadas para reproducir el espíritu de las inglesas: mantener el aire campestre y bucólico que dan los espacios abiertos y rodeados de naturaleza, pero en un contexto urbano moderno; de ahí que se concibieran como casas independientes, sin paredes compartidas con sus vecinos, y rodeadas por antejardines que las separaran, también, de la calle y de sus transeúntes”.
Para regresar a casa Luis se demora dos horas y media, “es complicado” dice. Luis sale de trabajar a las seis de la tarde, pero no sale corriendo, se va despacio, baja a la Caracas y ve qué tal está el TransMilenio y desde ahí coge uno que vaya por la 30 y que vaya para Soacha. “Yo no me estreso”, dice. Luis se despide y baja buscando la séptima, buscando almuerzo, es lunes y hace sol en Bogotá y el cielo azul es más azul y los ladrillos naranjas de las casas, más naranjas.
En sus 85 años el barrio además de haber sido hogar de algunas de las familias más acaudaladas de la primera mitad del siglo XX, para después ser ocupado por universidades y las casas de varios departamentos, e incluso una de sus casas sirvió como sede de la Fiscalía durante sus primeros años, entre 1991 y 1998.
También sobrevivió al Bogotazo. En 1948, el Gobierno nacional, ante la falta de hoteles para recibir a los invitados a la Conferencia panamericana, arrendó varias casas de La Merced para alojar, entre muchos otros al general George Marshall, héroe de la II Guerra Mundial y Secretario de Estado de los Estados Unidos, que allí se enteró de la muerte de Gaitán. También fue allí donde se resguardó Laureano Gómez de las hordas de liberales ávidos de revolución.
Hoy, 85 años después, en La Merced parece que solo quedan tres familias viviendo en el barrio y cada día son más lejanos esos días en los que sus casas eran el epicentro del buen gusto y la modernidad. Hoy estas casas han sobrevivido a los cambios de una ciudad que todos los días quiere cambiar y en la que nada se mantiene en pie alimentando una rara sensación de nostalgia que, como la lluvia, siempre acompaña a Bogotá.
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