La mansión-monasterio de los masones

El término masón conjuga una dualidad: miembro de la élite y forma despectiva y colombiana para referirse a posturas políticas determinadas. ¿Cuáles son los ecos de ese concepto y su papel en la ciudad y el país de hoy desde su sede, la mansión de Leo Kopp?

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El compás y la escuadra son el símbolo más reconocido de los masones. Foto: Santiago Bonilla.
El compás y la escuadra son el símbolo más reconocido de los masones. Foto: Santiago Bonilla.

La idea de escribir sobre esto nació hace un tiempo viendo ‘Cóndores no entierran todos los días’, que relata el origen del período que conocemos como La Violencia, en la que, para mi relativa sorpresa apareció el apelativo masón.

En este contexto la palabra masón está fuertemente asociada a la simpatía con el Partido Liberal, pero en su acepción original evoca rituales oscuros o de hechicería luciferina que tienen por objetivo la perturbación de la fe cristiana. Es la versión moderna de las herejías medievales, con sus sortilegios, maldiciones y ceremonias. Los masones fueron condenados y perseguidos por la Iglesia, pero proviniendo de la élite y, en la gran mayoría de los casos, con actividades pensadas alrededor de ella, el clero no consiguió exterminarlos.

El origen europeo de la organización me evocó paisajes y contextos allende los mares y, por eso, cierta extrañeza cuando, reiteradamente, masón era la forma despectiva que tenían los conservadores de referirse a los liberales, asociados en el imaginario colombiano a posiciones de avanzada respecto al férreo catolicismo del establecimiento y la sociedad en su conjunto.

Masón era todo aquel que se desviaba de la moralidad establecida por la fuerte asociación entre el catolicismo y el naciente Estado colombiano, que tenía como meta la educación y por ende, la civilización, de seres inferiores e infantiles —sobre todo negros, indígenas y mujeres— que de acuerdo con su perspectiva, se veían sumidos en la más inmunda barbarie. En consecuencia, buscaba establecer normativas pensadas para corregir a dichas poblaciones y en su ceguera, catalogaría cualquier comportamiento diferente de masonería, asociándola a contactos con fuerzas diabólicas.

Pero masón también remite a la filiación de gran parte de la élite neogranadina, y luego colombiana —bogotana, payanesa, cartagenera—, a una sociedad secreta que influenció a las gentes letradas de estas latitudes con el ideario liberal y deísta propio de los liberales burgueses europeos. Entonces, el término tiene una doble acepción. Masón, el que proviene de la élite liberal-burguesa, pero también es masón el desviado, y ambos en contradicción con el pensamiento hegemónico del catolicismo: El masón es doblemente trasgresor.

Aunque hoy en Colombia la masonería ha pasado a un segundo e incluso tercer plano, en su época fue importante y su fantasma jugó un papel simbólico destacado, como queda manifiesto en el filme que ofrece testimonio del uso cotidiano del término.

Lejos de la versión conspiracionista y paranoica que inventó la Iglesia y tenía vigor en los años 50, cuando se ambienta la película, y pensando más en el segundo significado que en el primero, entendemos a la masonería como un escenario de élite que conserva, a pesar de su ideario, los privilegios y rangos de antaño, sin que por ello se condenen su actividad filantrópica o creencias.

El hogar de los masones

Desde la calle 19, en el centro de Bogotá, se pueden ver dos gigantescas señales que, sin dejar de ser ostentosas, se confunden en el paisaje capitalino. Al reparar en ellas nos encontraremos con el compás y la escuadra, inconfundible símbolo de los masones y ambos se ven encerrados por una pared que sirve como muralla, una coraza que separa a la mansión del afuera, ofreciendo a quien pasa al frente suyo un aire mínimo, camaleónicamente fundido.

Su ubicación es oscura sin ser misteriosa, austera sin resultar pobre o simple, carente de toda pomposidad pero muy elegante, adaptándose a los tiempos, hoy funciona como un museo que ofrece visitas guiadas a grupos de hasta cinco personas y aparece abierta a todo el público.

La mansión Kopp Dávila, que se encuentra ubicada en el centro de Bogotá, en la carrera 5 con 17, fue construida en 1923, a petición de Leo Kopp, alemán que fundó la cervecería Bavaria y su esposa Olga Dávila, que tras su muerte contraería segundas nupcias con el expresidente Alfonso López Pumarejo.

Fachada exterior de la mansión Kopp, obsérvese el muro que al traspasar la muralla, la protege de miradas indiscretas. Foto: Santiago Bonilla.
Fachada exterior de la mansión Kopp, obsérvese el muro que al traspasar la muralla, la protege de miradas indiscretas. Foto: Santiago Bonilla.

Con dos plantas que se asemejan a la separación occidental entre lo público y lo privado —en el primer piso se atendía a las visitas, en el segundo estaban las habitaciones— la casa se yergue imponente detrás de una inmensa pared que dificulta la vista para el transeúnte regular, su estilo es afrancesado, cuenta con un amplio jardín y un restaurante.

Tras pertenecer a la descendencia de la familia, la morada del antiguo cervecero fue legada a la Gran Logia Masónica de Colombia en 1988 y desde ese entonces, funge como centro de reunión principal de los miembros de esta “sociedad secreta”.

Sus muros han acogido a personajes de importancia principal en la vida colombiana, políticos, exitosos empresarios, funcionarios públicos y miembros de los más altos estratos de la buena sociedad, observar su historia es imbuirse en una maraña de apellidos y abolengos que remiten a antepasados o familias ilustres como Samper, Pombo, Echandía u Holguín. Genealogías que rastrean el origen y contactos sociales de esa élite cuasi aristocrática, sumamente colonial y que se daba aires de nobleza, insertada estoicamente en la mitad de una Bogotá que ignora sus convenciones pero no rompe las cadenas que le atan a ellas. Camarillas enteras que, parapetadas en sus privilegios, ejercían de librepensadoras en un escenario ajeno al mundo y al tiempo, y en el que el contexto del país tropical y tercermundista, y el soterrado o manifiesto catolicismo pasaban a segundo plano alrededor de la fraternidad en la idea de Arquitecto del Universo. Un deísmo intramural, casi conventual. La sede de los masones es una mansión-monasterio.

A pesar de su magnificencia, yace olvidada para el gran público y su fantasmal presencia manifiesta la decadencia del papel simbólico de los masones, aún en la élite colombiana, que se diluye para ser un testimonio de un período que se pretendió inmutable pero se transformó dejándolos de lado. Evoca la sombra del cachaco de ruana y corbata que sucumbe ante una nueva consciencia de la diversidad, del costeño con pretensiones de español, que en inmaculado traje blanco malvive en compañía de sinfín de mixturas raciales, todas abominables a sus ojos, entre el zambo y el criollo; del terrateniente esclavista que en el antiguo Cauca lega su apellido a las personas de su propiedad mientras reniega de los cimarrones y los libertos.

La masonería es una antigualla decimonónica que se rezaga frente a los tiempos modernos. Una organización que se repliega a la esfera privada, manteniéndose inmutable, sobreviviendo como parte de la riqueza que caracteriza al centro de la ciudad.

Pero los ecos de ese período casi muerto no son etéreos y están presentes en nuestra sociedad de estratos. Sobreviven adaptándose a los cambios pero con una conciencia de superioridad, que nunca desfallece y permanece aún ante el mestizaje, los cambios tecnológicos y la inmediatez de todo en el contexto de un siglo XXI con estructuras de pensamiento que pertenecen al siglo XIX.

Ajena a la pretensión de exclusividad, que encarna la masonería, la mansión Kopp-Dávila se inserta en el paisaje urbanístico del centro y adorna, con su estética europea, a la diversidad que da a este sector la importancia simbólica de la que se precia la Bogotá de hoy. Su discreción contrasta con los atributos de casa señorial y ante el traslado fortuito o planeado de las élites bogotanas y nacionales desde allí hacia el norte y la Sabana. Su callado testimonio nos ofrece un tiquete a un pasado menos remoto, pero desconocido. Se incluye, desde su posición privilegiada, en un sitio que por su lugar en el imaginario del bogotano, riñe con ella. La mansión no convive, resiste.

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