En febrero de 1978, en el fondo de una casa del barrio conocido como West Athens, en las afueras de Los Ángeles, los hijos de la familia Underwood jugando a hacer pozos se toparon con algo duro que no era una piedra, a pocos centímetros de la superficie. Asustado e intrigado al mismo tiempo, uno de los chicos fue corriendo a decirle a su madre, quién comprobó que efectivamente se trataba de algún elemento metálico de grandes dimensiones, y como suele ocurrir en estos casos, llamó a la Policía.
Lo que descubrieron cuando una pala mecánica fue trasladada el terreno, fue que bajo tierra había un auto color verde. Con un antecedente cercano que había sido muy conocido a través de las noticias, y que se trataba de otro auto bajo tierra dentro del cuál había aparecido el cadáver de una mujer asesinada, el hallazgo tomó carácter público y la familia Underwood tuvo que tomar distancia de la excavación, hasta que finalizara. Por suerte no hallaron cuerpo alguno, pero sí un auto de real valor. Se trataba de un Ferrari Dino GTS de 1974, modelo Chairs and Flares, cuya producción se había limitado a menos de cien unidades.
Como el auto tenía matrícula, conocer sus antecedentes no fue una tarea difícil. Y la historia es casi un argumento de una película. Un plomero de origen hispano, Rosendo Cruz, se había gastado todos sus ahorros para comprar este Ferrari Dino en la agencia Ferrari, Hollywood Sports Cars, pagando 22.500 dólares. La razón era sentimental. El hombre quería sorprender y reconquistar a su esposa en la fecha de su aniversario de casados, e invirtió todo en el auto y en una cena romántica en un exclusivo restaurante de la ciudad en la que los actores son más que los oficinistas.
El buen señor Cruz no tenía reservas, no podía mantener el auto, y tenía una hipoteca que pagar, así que le pidió a unos amigos que mientras estaban cenando, robaran el auto y lo arrojaran al mar, de modo que pudiera cobrar el seguro y recuperar su patrimonio económico. Lo que no supo nunca este plomero, fue que sus amigos no hicieron lo que pidió, sino que enterraron el auto en una zona despoblada de las afueras de Los Angeles, con la intención de desenterrarlo algunos años después y poder venderlo. Vaya uno a pensar qué pensaron que podrían hacer con el Ferrari Dino, el caso es que sobre ese lugar se hizo unos dos años después, una urbanización, y sobre el auto no se construyó casa alguna, pero sí a pocos metros. De modo que no hubo que remover el terreno, y nadie encontró la joya perdida.
El auto se puso en subasta por parte de la compañía aseguradora, que al haberlo pagado les pertenecía, y se vendió a un mecánico por unos 6.000 dólares. Este lo restauró completamente y lo mantiene en su propiedad, aunque le puso una nueva patente, donde no hay números sino letras, y ahora dice “Dug up”, que significa desenterrado.
Perdido en Japón
Encontrar un Ferrari enterrado en EE.UU. fue extraño, encontrar un Ferrari 365 GTB/4 Daytona en un granero en el campo en Japón, lo es más todavía. Este auto era una berlina de motor delantero y solo dos asientos, del que se fabricaron entre 1963 y 1973, unas 1.400 unidades, pero solamente cinco de ellas fueron carrozadas en aluminio en lugar de chapa de acero, para hacerlas más livianas y permitir un mejor desempeño en las pistas. De esas cinco, solo una no compitió jamás, y se vendió como auto de calle. La compró Luciano Conti, fundador de la revista italiana Autosprint y amigo personal de Enzo Ferrari, pero después de un par de años, la vendió y pasó por varias manos, hasta llegar a un coleccionista japonés llamado Makoto Takai, quién la adquirió en 1980 y se la llevó a su país.
Lo curioso del caso pareciera ser que para el propietario no tenía el valor histórico que en verdad tiene el auto, ya que si bien no se desprendió de él durante 37 años, tampoco lo cuidó demasiado. En 2017, por alguna razón que no se comunicó públicamente, Takai decidió venderla y la casa de subastas RM Sotheby’s la publicó para los 70 años de Ferrari, que se conmemoraron ese año. Quizás, enterado del valor del auto y de una fecha en la que muchos coleccionistas querrían interesarse en un ejemplar único, haya decidido desempolvarla. Como sea, se vendió en casi 2 millones de dólares.
El auto tenía la pintura en mal estado por la cantidad de polvo que se depositó en casi cuatro décadas. No había sido arrancado en más de 25 años, y los tapizados tenían también el deterioro de no estar protegidos. Los datos registrales del auto fueron corroborados y demostraron que efectivamente era el chasis 12.653, con 36.390 km de uso.
Pero no hace falta que sean siempre Ferrari los enterrados o escondidos en un viejo granero. Apenas unos días iban transcurriendo de la primera quincena de julio de este año, cuando en la ciudad pampeana de Toay, en Argentina, una familia se disponía a colocar una piscina en el fondo del terreno de su casa, para lo cual contrataron personal que hiciera la excavación. La obra llevaría un par de días, pero apenas comenzó, las palas se encontraron con un obstáculo a sólo 20 cm de la superficie.
Lentamente comenzaron a cavar para detectar de qué se trataba, y grande fue la sorpresa cuando lo que encontraron fue un Ford Fairlane preparado como auto de carreras. El estado del auto era de mucho deterioro principalmente por óxido, con lo que las partes se fueron rompiendo a medida que se retiraban, y el auto salió por partes. No tenía motor, caja y transmisión. En realidad era sólo la carrocería, pero nadie se explicaba qué hacía enterrado ahí.
Recabando datos, principalmente porque en la categoría Supercart Pampeano no había muchos modelos Fairlane, se llegó rápidamente a dar con la historia del auto, y del piloto que lo había conducido por algunas temporadas. Se trataba de Feliciano Rau, quién simpáticamente comentó la historia del auto enterrado de Toay. Todo había comenzado con un grupo de amigos que juntaron dinero para comprar el vehículo y ponerlo a competir por simple entretenimiento, sin demasiadas pretensiones deportivas. Pero como muchas veces ocurre en estos casos, cuando el auto empezó a tener problemas, empezaron las diferencias entre los cinco dueños, y Rau decidió retirarse del equipo.
Parece que entre los otros cuatro dueños no hubo mucho acuerdo tampoco, y al cabo de un tiempo y de un intento por mejorarlo y que fuera competitivo que no funcionó, un día decidieron desarmarlo y repartirse las partes. Pero otra vez hubo desacuerdo, y como no podían solucionar las diferencias, la mejor idea fue enterrarlo en el fondo del taller.
Muchos creyeron que era una leyenda de pueblo, una fábula que no se había cristalizado nunca, pero el taller desapareció, en esa propiedad se construyó una casa de familia, y poner la piscina fue suficiente para saber que la fábula no era tal. El Fairlane estaba enterrado desde hacía 20 años.
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