Muchas segundas partes no fueron tan buenas como las primeras. E incluso tantas otras ni siquiera llegaron a concretarse. Reeditar un éxito o un clásico suele acarrear más decepciones que gloria. No amedrentada por la estadística, a fines de los 90 la americana Chrysler decidió encarar la remake de un hito automovilístico del siglo XX, como lo fue el Citroën 2CV y su concepto tan revolucionario como popular.
Aquella reinterpretación de uno de los tres gigantes de Detroit estuvo bien enfocada, y con singular ingenio, hacia el concepto madre del mítico 2CV: un auto muy accesible para comprar, económico para mantener y práctico para fabricar masivamente. El primer ejercicio del proyecto se vio plasmado con un diseño que mostraba claras reminiscencias a la clásica Rana y fue uno de los prototipos que irrumpió con sorpresa ante la prensa y el público en el Salón del Automóvil de Frankfurt de 1997.
Lo llamaron CCV, como para que no queden dudas sobre la proximidad de ideas y objetivos con el Citroën más popular de la historia. Pero además la sigla escondía un novedoso sistema de fabricación: significaba “Composite Concept Vehicle”, ya que su carrocería ultralijera, obra de Brian Nesbitt, el mismo diseñador del PT Cruiser, estaba construida con tereftalato de polietileno, el material plástico que se utiliza para hacer los envases de gaseosas.
Pensado para países emergentes, la carrocería del Chrysler CCV podía fabricarse con el equivalente a 2.000 botellas de plástico, y ofrecía un peso de sólo 95 kilos. Toda la estructura recubría una serie de bastidores de metal al unir los cuatro paneles que se atornillaban y pegaban entre sí. Disponía, además, de un considerable despeje al piso y suspensiones de largo recorrido, para hacer duradero su andar en los difíciles caminos de los países para los que estaba concebido.
El concepto austero seguía a rajatabla las normas del 2CV de la primera mitad de siglo. Estaba equipado con un motor de dos cilindros, refrigerado por aire, que era provisto por un fabricante de cortadoras de césped. El pequeño impulsor de 0,8 litros desarrollaba 25 CV (para un peso de 544 kilos) y hacía que el CCV lograra una máxima de 113 km/h, con una aceleración de 0 a 100 en 23,6 segundos.
Aquel Chrysler introducía algunas ideas ingeniosas: por su concepción era viable de producir en sólo seis horas y media, una tercera parte del tiempo que se necesitaba para ensamblar cualquier otro modelo en esa época. Además, como había sido pensado como una apuesta global, ofrecía la posibilidad de colocarle el volante a la izquierda o a la derecha y, tal su modelo inspirador, disponía de un techo de lona plegable.
Dejaba alguna deuda pendiente en relación al diseño y su atractivo, pero estaba enfocado en la utilidad y una estratégica optimización de costos. Por entonces, el vicepresidente ejecutivo de Chrysler, François Castaing, admitió que el CCV era “tan fácil de ensamblar como un juguete”, pero explicó que en las pruebas de choque correspondientes “no se mostraba tan inseguro como aparentaba”.
Aquel prototipo llegó a ser presentado ante las autoridades chinas, que por supuesto se interesaron por el vehículo. Aunque el acuerdo no prosperó porque Chrysler se negó a que en el contrato se habilitara el acceso a la tecnología del moldeado de las piezas de plástico de la carrocería, un desarrollo propio que lo ponía por delante del resto de la industria.
¿Por qué no trascendió entonces el CCV, el nuevo 2CV de fin de siglo? En 1998 comenzó la fusión del Grupo Daimler (Mercedes-Benz) con la americana Chrysler, una de las asociaciones más importantes de aquella época, que dio origen al poderoso consorcio actual. En aquella alianza, Daimler se habría opuesto al proyecto. El CCV desapareció rápidamente de las carpetas del flamante gigante automotriz. Una segunda parte que podría haber sido buena, pero que ni siquiera llegó a concretarse.
SEGUÍ LEYENDO: