“Hay un punto a 7.000 rpm donde todo se desvanece. El auto se vuelve demasiado liviano. Desaparece. Todo lo que queda es un cuerpo moviéndose a través del espacio y el tiempo. A 7.000 rpm, ahí es donde lo encuentras. Ahí es donde te espera".
Es la descripción de la velocidad misma. Con voz entrecortada, Carroll Shelby, interpretado por Matt Damon, busca en esa conjunción de palabras una explicación al sentimiento que moviliza su romance con la velocidad. O con la muerte. La escena se intercala con las de su amigo y piloto, el talentoso y efímero Ken Miles, el bulldog, exprimiendo al límite la potencia de un V8 casi incontenible para el Ford GT40.
En Ford vs. Ferrari, una historia apasionante que revive la epopeya victoriosa de Ford en Le Mans de 1966, el de Miles no es un personaje corriente. Brillantemente interpretado por Christian Bale, este inglés ex combatiente de la Segunda Guerra tiene una historia real tan fascinante como triste e injusta.
“Es la increíble historia verdadera de soñadores nada realistas: rechazan rendirse sin importarles las probabilidades”, describe Bale a su personaje. Una construcción precisa del perfil de Miles.
Cuando al expiloto y constructor de autos deportivos, Carroll Shelby, se le cruzó en su camino la propuesta del gigante Ford para acabar con el monopolio de Ferrari en el asfalto caliente de Le Mans, Ken Miles pasaba sus días buscando salir a flote económicamente y saboreando lo que quedaba del éxito vernáculo conseguido en las carreras de autos de Los Angeles.
Miles era un talentoso mecánico con experiencia en reparación de tanques de guerra, pero con una sensibilidad inigualable para “entender” los autos. No le alcanzaban esas habilidades, de todas maneras, para mantener su taller de MG, Jaguar y Mercedes-Benz. La propuesta de Shelby de tomar el cargo de manager de competición para su proyecto en Le Mans, sacó a Miles del cabotaje californiano, donde era una leyenda admirada por quienes se iniciaban en las carreras, y lo expuso a la máxima presión del imperio Ford: ganarle sí o sí a Ferrari.
Meses antes de 1964, Don Enzo Ferrari había desestimado venderle su empresa al emporio de Detroit. La forma en que el creador del Cavallino Rampante había rechazado la propuesta de la firma del Ovalo, recibida como arrogante del lado americano, había enfurecido a Henry Ford II, quien entonces juró vengarse en el territorio que más le doliera al italiano: la pista.
La incursión de Ford en Le Mans en 1964 con Bruce McLaren como piloto estrella fue desastrosa. Y es allí cuando aparece Shelby, que ese año había colado en el cuarto lugar un auto suyo, como apuesta de Ford para imprimirle la estirpe de competición a la marca.
Ya con la sabiduría de Miles y la dirección técnica de Shelby, el equipo de competición de Ford se preparó para la edición de 1965. Y Miles, el bulldog, fue el verdadero padre del nuevo GT40 que empezaba a gestarse. “Es un completo desastre”, cuentan las crónicas que dijo el inglés ni bien se bajó del auto por primera vez. Y allí encabezó una reconstrucción del bólido que, sin embargo, ese año tampoco lograría desfilar con éxito por la pista francesa.
Al GT40 lo hicieron más liviano, le pusieron un motor de 7 litros, frenos más potentes, le modificaron la aerodinámica y la ventilación, entre otras adaptaciones. Aun así la performance en Le Mans fue para el olvido: todos debieron retirarse prontamente de la pista y Ferrari volvió a llevarse los laureles.
“Es un demonio total cuando está en el auto y una completa carga para los otros cuando está fuera de él”. Esta definición exquisita y excelentemente ejecutada por Bale en la ficción fue el estigma de la trayectoria de Miles. Nunca fue un piloto afín a las grandes luces ni estratégico para aquellos primeros bríos del marketing automotor.
En 1966 Miles, veterano de 48 años, llegó a Le Mans luego de repetir la victoria en Daytona. A bordo del Ford 1 tuvo una mala largada, pero logró imponer el ritmo de la carrera por sobre sus compañeros de equipo: McLaren y Amon en el Ford GT número 2; y Gurney y Grant en el 3; y sobre las Ferrari. Los GT40 dominaron y aquella vez Miles voló.
Ningún motor V8 había ganado en Le Mans y ningún coche americano se había coronado alguna vez en aquella carrera francesa. El temperamento de Miles sólo conocía una estrategia: dar el cien por cien todo el tiempo. Aquella vez, sin embargo, flaqueó. El piloto estrella de Shelby, algo resistido por la marca, bajó el ritmo de carrera para llegar a la meta junto con sus compañeros de equipo, tal cual el pedido que había bajado de la cúpula de la compañía.
El destino y la historia estuvieron con Ford, pero no con Miles. Mientras los tres GT40 cruzaban la meta juntos para coronar la proeza con una foto inolvidable e irrepetible, los comisarios avisaban que el empate no era posible: si los coches llegaban al mismo tiempo el ganador era McLaren, porque había arrancado 20 metros más atrás en la grilla. Fueron 20 metros los que separaron a Miles de una gloria plena, que hoy aún lo tendría como el héroe absoluto de la hazaña, de un reconocimiento mucho más austero, secundario, injusto.
Shelby y Miles por supuesto se juraron volver a intentarlo al año siguiente. Y en ese camino a la gloria plena que parecía esquivarles: otra chicana de la fortuna los paralizó para siempre.
A 7.000 rpm hubo un punto donde todo se desvaneció.
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