A veces el ojo humano puede confundirse cuando, en un golpe de vista, lee dos palabras que comparten fonética y muchas letras, como por ejemplo consumismo y comunismo. Y sí, los golpes de vista pueden ser embusteros y distorsionar. Sería como pararse hoy en la Puerta de Brandenburgo, observar livianamente al este y al oeste y creer que Berlín, Alemania, el mundo, era lo mismo de un lado y del otro, cuando en verdad en un ala había consumismo y en el otro, comunismo.
Se cumplieron tres décadas de la caída del Muro de Berlín, la gran grieta que partió la geopolítica planetaria durante casi tres décadas. Y entre las imágenes más simbólicas registradas en aquellos días emergen las figuras de pequeños autos, modestos, rácanos, endebles, avanzando desde austeridad de Oriente a la opulencia de Occidente. Así, el Trabant, el vehículo que tuvo el virtual monopolio de la movilidad en la República Democrática de Alemania, subsiste como un ícono de la gran pared derrumbada.
De hecho, entre los cientos de grafitis que le dieron vida al muro en el lado occidental, hay uno en particular que se retrata como un emblema, y es un Trabant atravesando la muralla, rompiéndola. La metáfora mecánica, sin embargo, quedó en eso porque después de la unificación de las dos Alemanias, al Trabi le quedó poco tiempo de sobrevida.
Apenas 537 días pasaron desde el 9 de noviembre de 1989 hasta que se definió discontinuar estos modelos, el 30 de abril de 1991. En lo temporal, la nada misma comparado con los 11.690 días en los que previamente había edificado su imperio automotor, en el que sólo se podía comparar con sí mismo o con algún otro modelo importado desde otro país del enclave comunista. Sucumbió rápidamente al verse rodeado de modelos de Volkswagen, BMW, Mercedes-Benz, Audi o Porsche, las marcas que habían florecido a la luz del capitalismo occidental y ya eran íconos no sólo de la Alemania Federal, sino globales cuando aún no se hablaba de globalización.
Es decir, era una pelea desigual entre monstruos de acero contra un pequeño que tenía la fortaleza del cartón. Y no es una figurativa imagen pro capitalismo, sino que la carrocería del Trabant estaba compuesta por una mezcla de fibras descartadas en la cosecha del algodón, aserrín y resina, lo que le dieron una débil tonicidad. Por eso se lo conocía como el “auto de cartón”, ya que el aislamiento socialista generaba escasez en muchos productos manufactureros, como por ejemplo el acero.
El Trabant comenzó a fabricarse el 7 de noviembre 1957 en la planta VEB Sachsenring Automobilwerke Zwickau, en Sajonia, en la entonces República Democrática alemana (RDA). La producción se detuvo en 30 de abril de 1991. En esas tres décadas se fabricaron más de tres millones de vehículos, desde el pionero IFA P50, con un motor de dos cilindros y de apenas de 18 caballos de potencia, al 1.1, con 42 caballos y que se produjo hasta 1990.
Como en Occidente, pero muy diferente
Su génesis había sido para darle al pueblo (volk) un auto (wagen). Ergo, un Volkswagen del Este. Una forma de decir que la Alemania comunista también podía desarrollar un vehículo exitoso. Así, en enero de 1954 el Consejo de Ministros de la República Democrática decidió la construcción de un Volkswagen. El nombre era un homenaje que la RDA le rendía a la nave nodriza del comunismo, la Unión Soviética, y su incipiente incursión espacial: Trabant significa satélite, y refería al lanzamiento del Sputnik 1 que la URSS había realizado el 4 de octubre de 1957.
Un mes más tarde cuando comenzó la producción en serie del Trabant P50 (P, de ‘Personenkraftwagen’, ‘auto de turismo’; y 50, por su motor de 500 cc), que montaba una mecánica de dos tiempos y ofrecía 17 CV. Pero no sería hasta 1964 cuando se empezó a fabricar el definitivo tal y como llegó casi hasta el final de su producción, es decir, el P60, con una nueva carrocería, un motor de 600 cc y 23 CV de potencia.
Pero el pretendido auto del pueblo oriental era en verdad un objeto de deseo. Y por dos potentes razones y ambas relacionadas con la economía y la organización política. La primera, que aunque se trataba de modelos presumiblemente baratos, se hacía de difícil acceso por la relación de su precio respecto de los salarios promedio. Hacia 1970, el ingreso mensual en la Alemania Oriental era de unos 750 marcos, y el valor del Trabant llegaba a los 10.000, un precio inferior que el de muchos de los modelos producidos en la Unión Soviética, como los Lada. Ergo, un bien aspiracional para el mercado interno que, sin embargo, empezó a expandirse en otros países del bloque comunista, como Bulgaria, Rumania o Hungría.
Pero también era de difícil acceso por las trabas burocráticas. Los mayores de 18 años estaban habilitados para solicitar el cupón de pedido del vehículo. Eso, sumado a la producción casi artesanal del auto, hacía que el tiempo de espera pudiera superar holgadamente los diez años.
Tampoco estaba muy desarrollado el servicio post venta; escaseaban los talleres oficiales y eso hacía que cada alemán se convirtiera, a la fuerza, en su propio mecánico. Pero a veces la espera por un repuesto se extendía más que lo debido y podían pasar meses hasta que la red de distribución lo proveyera. Fue por ello que proliferó un mercado negro alrededor del auto.
Un objeto de deseo, se dijo, pero con un pobre desarrollo tecnológico. A su escasa habitabilidad (cuatro personas incómodas) y las débiles prestaciones que le conferían los motores de tan baja potencia, se agregaba que los parámetros de seguridad eran nulos. Un detalle contundente: el depósito de combustible estaba encima del motor. Y mientras en 1981 Mercedes-Benz ya presentaba airbags para el conductor en el Clase S, a un Trabant se lo sometió a un crash test poco después de la caída del muro y terminó totalmente desfigurado. Claro: necesitaba 42 metros para frenar de 80 kilómetros por hora a 0.
Los alemanes orientales decían tener, en sorna, el auto más largo del mundo: eran los tres metros y medio de longitud del Trabant y la estela de humo de otros diez metros que lo seguía, porque al no tener sistema de lubricación, el aceite iba en el mismo compartimiento que la nafta. El control de emisiones tampoco era un tema de preocupación (en rigor de verdad, en aquellos años poco importaba la ecología en ambos lados del muro). Su vida útil llegaba a un máximo de 80 mil kilómetros.
Una vez derribado el muro, se lanzó el tercer y último modelo de la marca, el 1:1, que estaba equipado con el motor del Volkswagen Polo. Pero duró poco apenas un año, ya que el 30 de abril de 1991 dijo adiós después de 44 años de servicio al régimen comunista.
Aparece el mito Trabi
Tras la reunificación de las Alemanias, el Trabant pasó a ser un objeto de culto. A principios de los 90, muchos jóvenes pudieron conocerlo gracias a la banda U2. Los irlandeses grabaron parte de su disco Achtung Baby en Berlín, para embeberse de la revolución cultural en el epicentro de la guerra fría, y el Trabi no sólo aparece en algunos videos sino que también fue parte de la escenografía de la gira Zooropa. Incluso en 2011, al relanzarse el disco a 20 años de su edición original, el grupo sorteó un Trabi grafiteado con colores pastel a través de un concurso realizado por Facebook.
Hay decenas de clubes en distintos países, como la República Checa, Italia, Holanda, Polonia, Brasil, Inglaterra o Estados Unidos. También dio lugar a excentricidades. Rolf Becker, un veterano actor alemán que también se hizo conocido como activista político, se propuso viajar desde Alemania con su Trabant hasta las sedes de distintos Juegos Olímpicos. Así apareció en Atenas, en Beijing o en Sochi, por caso, tras devorar miles de kilómetros en un auto de escaso confort.
Y en la Argentina llegaron algunos. Uno lo tuvo el empresario periodístico Jorge Fontevecchia, quien compró 20 metros del muro de Berlín (una parte la conservó y se exhibe en el edificio de la Editorial Perfil, en Barracas, pero la otra la dividió en pequeños fragmentos para obsequiárselos a los lectores de la revista Noticias), y el gobierno alemán el envió un Trabant 600 de regalo.
En la actualidad quedan alrededor de 30.000 modelos de Trabi circulando en las rutas alemanas. Algunos se los utiliza como pintorescas piezas de paseo en las recorridas turísticas por Berlín. Porque Trabant también significa “compañero de viaje”. Y qué mejor que envolverse en un símbolo de la Alemania Oriental para desandar las calles de la ciudad y entender que no todo era lo mismo en ambos márgenes de la Puerta de Brandenburgo.
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