Acabo de tirarlo / 35 minutos bajo la tormenta -esperando un maldito taxi- han podido con él / Pero cómo se ha portado / Ésa es la diferencia: los taxis son como ciertos amigos, nunca están cuando más los necesitas / Los paraguas, en cambio, mueren por ti
Karmelo Iribarren, poeta, ensayista y cuentista español, escribió un breve texto sobre los taxis y los paraguas. El relato enfrenta dos conceptos tal vez aleatorios, en apariencia indiferentes. Supone una contienda hoy incrédula e inconexa, pero que en el siglo XVIII despertó una "guerra" de taxista contra paraguas. Es el germen, la raíz o una suerte de paralelismo capaz de trazar similitudes con la coyuntura moderna: las huelgas, marchas y protestas de los conductores de taxis en contra Uber estaban, en su época, dedicadas a las personas que se protegían de la lluvia.
La batalla de los taxistas contra plataformas digitales reflexiona sobre la homologación y habilitación de nuevas formas de entender la movilidad urbana. Los hábitos de desplazamiento en las ciudades no son patrimonio del nuevo siglo: los paradigmas no eran los mismos pero sí las discusiones de fondo. Y en la Inglaterra del 1700, los enemigos de los carruajes de transporte eran los paraguas.
O el paraguas de Jonas Hanway, quien trascendió a la historia de la humanidad como el primer hombre que lo utilizó. Filántropo y comerciante de lana, nació en la Inglaterra Victoriana en 1712. Era un hombre práctico, excéntrico y testarudo. Tras un largo periplo en Francia, regresó a su país hacia mediados de siglo, cuando el paraguas era un instrumento reservado para mujeres de alta alcurnia que significaba realeza y poder. Era incompatible con la hombría de todo caballero inglés, capaz de soportar estoico la eterna lluvia londinense.
Las precipitaciones en Londres eran oportunidades de negocios para los servicios de transporte. Los carros tirados por caballos eran la única manera para resguardarse del agua respetando el estatus y el prestigio social: mojado y honorable antes que seco y ridículo. El paraguas era tabú, un estigma en la sociedad británica que consideraba al recurso de contrarrestar la lluvia como "demasiado francés".
En Francia, desde donde Hanway exportó la idea, el paraguas había sido inventado por el mercader parisino Jean Marius como un artilugio inspirado en la sombrilla persa aunque más ligero, plegable y diseñado con materiales de impermeabilización adicionales.
Jonas Hanway no fue el creador del paraguas. La historia le conserva un lugar en la humanidad tal vez más determinante: fue el hombre que lo democratizó. Durante 30 años, fue castigado, ridiculizado, vilipendiado por una sociedad que veía con reprobación, estupor e indignación la pomposa marcha de un hombre cubierto por una herramienta sensata, fabricada por costillas de animal y tela extendida. Sufrió insultos, abucheos y tortuosas críticas que nunca llegaron a herir su orgullo. Por el contrario, el repudio parecía reforzar su obstinación, de la que hizo un culto y un estilo de vida.
Hanway fue devoto de la controversia y rehén de su propia excentricidad: en 1756 escribió "Ensayo sobre el té y sus consecuencias perniciosas" en donde expresaba su ferviente rechazo a la introducción del té en Inglaterra. Una batalla que perdió.
Los conductores de los carruajes temían que la actitud de Jonas Hanway se extendiera. El negocio se multiplicaba en días de lluvia: los londinenses acudían en multitud a sus vehículos y a sus arcas. El paraguas de
Hanway era una vil amenaza a su economía. Los historiadores de la publicación británica Look and Learn recuerdan los actos de violencia de los choferes hacia el "irreverente y femenino" peatón del paraguas. Asevera que comúnmente le arrojaban basura y piedras, rescata el día en que Hanway se defendió de un ataque utilizando el artefacto y concluye que, ya vencidos ante la postura radical, algunos conductores le ofrecían viajes gratis con tal de que no promocionara el uso de su instrumento.
Jonas Hanway resistió a la hostilidad. Cuando murió, en 1786, el paraguas se había propagado hacia todos los estratos de la sociedad. Londres fue, siempre, la ciudad de los encuentros y la ciudad de la lluvia. Su osadía inspiró también el calificativo de la ciudad de los paraguas. Hanway pasó de ser un grotesco, un extravagante, a un héroe: los historiadores conservan el recuerdo del valiente ciudadano que primero llevó un paraguas. "Casi todas las ciudades inglesas tenían su propio Hanway", concuerdan sobre la personalidad que modificó los hábitos sociales y la forma de moverse en la ciudad.
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