Autocine, la épica del rito de ver películas en la butaca de un auto

Nació en 1933 en los Estados Unidos y en la década del sesenta recaló en el país. El recuerdo de historiadores y operarios de ayer y hoy. Secretos y picardías de un espacio que se adhirió al imaginario popular de los argentinos. Un relato para nostálgicos

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El autocine comenzó en los
El autocine comenzó en los Estados Unidos en los años treinta. Recién recaló en el país en la década del sesenta

Richard Hollingshead fue el ideólogo de la criatura. Director de ventas de un producto de químicos para los autos, visionario de un concepto promisorio. Experimentó con técnicas de proyección y sonido en la entrada de su casa en Camden, Nueva Jersey. Posó un proyector de 1928 sobre el capó de su automóvil y dirigió la lente hacia una lona fijada entre árboles. Preparó el terreno con una logística especial: permitir el ingreso de cada unidad y garantizar que todas tuvieran una vista limpia de la pantalla.

Era el 16 de mayo de 1933, nacía el autocine. Hollingshead patentaba la idea bajo el concepto "Drive-In Theater".

El 6 de junio de 1933 seiscientos espectadores pagaron 25 centavos de dólar para ver "Wives Beware", una comedia británica protagonizada por Adolphe Menjou y titulada "Two White Arms" en su país de origen. Por cada auto se debía abonar otros 25 centavos. Fue la piedra basal de una práctica que marcó una época. Ningún ensayo cultural sobre la coyuntura social de entonces podrá omitir la significación del autocine. Ver cine desde el interior de un auto se había adherido a la liberación popular.

En sus comienzos, se pagaba
En sus comienzos, se pagaba 25 centavos de dólar por auto y por persona

Hollingshead no era precisamente un entusiasta del cine. Una publicación en un diario de Oklahoma cuenta que el fundador del invento era, en esencia, un promotor de los autos como creador de emociones. "La verdad es que creo que conducir para ir a ver una película es una excusa tan buena como cualquier otra excusa para conducir", pensaba. Había convertido un espacio donde los amantes de los autos pudieran ver películas. Y había concebido un recurso para promocionar la marca familiar de lubricantes, bajo el eslogan publicitario "Cada quien en su propio palco". Porque antes que un creativo, era un empresario.

Un anuncio de época de
Un anuncio de época de un autocine en California que presumía ser el de la pantalla más grande del mundo

Hollingshead no sabía que había fundado un emblema. Su invención primitiva y hasta ingenua, con propósitos comerciales y de fraternidad, se propagó por todo Estados Unidos. El suceso se fue tejiendo con los años. Hacia 1960, había más de cuatro mil autocines en todo el país. El éxito obedecía al fenómeno cultural post Segunda Guerra Mundial. La sociedad se refugió en las familias, que empezaron a tener hijos en masa. Los cines al aire libre eran actividades económicas, lúdicas y reservadas. "Toda la familia es bienvenida, independientemente de cuán ruidosos sean los niños", rezaban los afiches.

En la década del cincuenta circulaba una teoría. Decían, en modo sarcástico, que "uno de cada cuatro estadounidenses fue concebido en un autocine". Las transmisiones nocturnas proporcionaban la intimidad y el anonimato que demandaban las parejas y los amantes: un espacio proclive para liberar las pulsiones furtivas.

Autocine para Volkswagen Beetle: Herbie
Autocine para Volkswagen Beetle: Herbie en la pantalla y una predio lleno de escarabajos

Pero la vida útil de los drive-in era limitada. En los años sesenta, entraron en franca decadencia en los Estados Unidos. Cinco mil autocines operativos resistían el costo creciente de las propiedades y la expansión de las ciudades. Los negocios inmobiliarios en zonas suburbanas avanzaron sobre los terrenos donde se habían instalado los predios para ver películas. La reconversión del cine y las nuevas formas de ver películas contribuyeron a su deterioro patrimonial. Los autocines se extinguieron.

El caso argentino, un fenómeno tardío

"No hay cine / en este autocine / no me importa / yo vine a bailar". Autocine, Ratones Paranoicos, 1999.

La introducción del experimento estadounidense a la idiosincrasia argentina comenzó en la década del sesenta, contemporánea a la depresión del autocine en las tierras donde se fundó el concepto. En Buenos Aires hubo en simultáneo cuatro establecimientos: el de la Ribera, en la Ciudad Deportiva de la Boca; el Panamericano, en Panamericana y Pelliza; el de la terraza del supermercado Todo, en Empedrado y Artigas, Villa del Parque; y el Buenos Aires, en General Paz y Constituyentes.

Este último, el Autocine Buenos Aires, se mantuvo operativo hasta fines de la década del ochenta, cuando el resto ya había desaparecido. Su raíz alcanza la suerte de las tierras de la sucesión "Saavedra-Zelaya", expropiadas por el Poder Ejecutivo Nacional a través de la Ley 12.336. La razón de la confiscación del terreno era para evitar su loteo y para "convertirlas en reserva urbana para las generaciones venideras, valorando su importancia para la preservación de la salud y el bienestar de la población". Allí, en las tierras incautadas, se construyeron el Parque Saavedra, el Museo Saavedra y el Batallón 601 del Ejército -centro clandestino de detención en la última dictadura militar según testimonios registrados por la CONADEP (Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas)-.

En 1953 las fuerzas militares cedieron parcelas de tierra del inmenso predio de Villa Martelli para otros fines: arriendos para explotaciones comerciales e industriales sin tributos de tasas y derechos municipales, centros recreativos, viviendos civiles, rellenos sanitarios de residuos domiciliarios, laboratorios, oficinas y autocine. Allí donde hoy se erige Tecnópolis hubo, entre las décadas del sesenta y el ochenta, un retazo de la cultura nacional.

Un Ford Falcon rojo de costado, vacío, solo el esqueleto de la carrocería, indicaba la entrada al Autocine Buenos Aires. El suelo debió ser acondicionado para garantizar la visión del público: un leve declive desde la entrada hacia la pantalla formaba una línea descendente, una especie de barranca. De un lado, la sala de transmisión con dos proyectores importados de Italia y un reflector de cinco mil watts. Enfrente, colina abajo, la pantalla de chapa sostenida por una estructura de hierro.

En Buenos Aires convivieron cuatro
En Buenos Aires convivieron cuatro autocines, pero la nueva costumbre se repitió en todo el país

Jaime Picera murió hace dos años: fue el último operador cinematográfico del último autocine que sobrevivió en el país. En una entrevista con Para Ti develó misceláneas, misterios, leyendas e historias mínimas de un ritual urbano. Contó que un sistema de audio consistía en un cable conectado a la antena que se sintonizaba en determinada frecuencia por la radio del auto. El experimento duró poco: debió ser descartado porque la señal interfería con las comunicaciones del Batallón 601.

"Al final hubo que cablear todo el lugar y poner parlantes individuales para cada auto, que se descolgaban de un poste y entraban por la ventanilla. Después, muchos espectadores, apurados por irse, se llevaban los parlantes puestos", narró Picera. Los parlantes rompían los vidrios de los autos de conductores ansiosos. Para evitar los desperfectos de la estructura, cambiaron los cables por alambres de acero: los vidrios se seguían rompiendo pero al menos no arrancaban la instrumentación.

Picera enumeró los trucos, las picardías y los recuerdos: "Desde las parejas que empañaban los vidrios hasta los que entraban escondidos en el baúl para no pagar la entrada. Los rollos venían en tres partes y se dividían entre todas las salas. Al terminar, una moto alcanzaba la parte de la película que faltaba. Cuando el motoquero demoraba demasiado, todos empezaban a tocar la bocina, ¡cómo aturdían! -expresó el operador-. Para todo se usaban los recursos del coche: como había una confitería en el lugar, para llamar al mozo se le hacían señas con las luces".

“El autocine era un lugar donde la gente iba a apretar. Era una extensión de ‘Villa Cariño’. Era más el romance, el encanto que otra cosa”.

En el Autocine Buenos Aires las funciones comenzaban a las 19.30 en verano y a las 18 horas en invierno. Trabajan un administrador, seis acomodadores de autos y personal para cuatro boleterías. Se proyectaban ocho películas por semana. Los sábados había velada doble. Los mayores de edad podían acceder a la función de trasnoche, un escenario fértil para el romanticismo. Lo que pasaba en el interior de cada auto era una intimidad respetada. Los usuarios festejaban, además del secretismo y la oscuridad, la permeabilidad de ir al cine en ojotas y shorts.

Jaime Picera contó que el predio se inundó varias veces por el desborde del arroyo Medrano que drena desde el partido de San Martín hasta conectarse, entubado, con el barrio de Saavedra para desembocar en el Río de la Plata. Recibía visitantes de las zonas aledañas y provocaba caos de tráfico a causa de los curiosos que se detenían en la General Paz a ver el espectáculo. La novicia rebelde (1965) fue la película de estreno y La profecía (1976), a fines de la década del ochenta despidió al último exponente genuino del autocine argentino.

Para Raúl Manrupe fue un fenómeno tardío. Cuando en los Estados Unidos la tendencia estaba en declive, en el país comenzó a proliferar el auge. En simultáneo al boom de la industria automotriz, la sociedad argentina adoptó el concepto de ver películas en autos. Lo hizo también con otras variables del gigantismo estructural, como los toboganes gigantes o los grandes supermercados, como una pretenciosa demostración de las capacidades humanas. El formato del autocine fue absorbido por las parejas. Los mismos empresarios que administraban cines tradicionales en la ciudad eran los responsables de los cines no convencionales. Las películas eran estrenos o de trascendencia. Lo certifica Raúl Manrupe, investigador del Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken, autor de Un diccionario de films argentinos y referencia de la historia del cine nacional.

Pero su depresión se decretó pronto. Para 1976, año del Golpe de Estado y punto de origen de la dictadura cívico-militar más salvaje de todo el prontuario nacional, la presencia de personas en lugares públicos, la participación de ciudadanos en actividades al aire libre se desnaturalizó. "A principios de los años ochenta empezaron a desaparecer. Además del miedo de la gente, la industria automotriz comenzó a caer y los predios estaban emplazados en barrios que empezaban a ser marginales", explicó Manrupe.

"El éxito del autocine coincide con el crecimiento de la clase media argentina, con la posibilidad de comprarse un auto, de irse a vivir a los suburbios. Claramente encuentro un paralelo ahí", contrastó Santiago Calori, guionista, periodista y estudioso del fenómeno cine en el país. Esbozó una teoría: "La expansión de determinado sector empuja la ebullición de determinada actividad". Con el autocine -y el cine convencional- pasó eso: un espectáculo accesible (la entrada del cine valía prácticamente un tercio de lo que costó cuando se dolarizó en la última dictadura militar) que se transformó en una costumbre popular.

Calori cree que ver películas en un auto era una mera excusa para otros efectos: "El autocine tuvo un periodo de demonización. Era una extensión de 'Villa Cariño', vivió una evolución muy parecida a la de los telos, que comenzó a entrar en decadencia cuando empezaron a cambiar las costumbres de la gente". Literalmente lo acusó de encubrir un propósito ajeno: "El autocine era un lugar donde la gente iba a apretar. Era así. Era más el romance, el encanto que otra cosa".

Los sobrevivientes

Imágenes del autocine moderno: en
Imágenes del autocine moderno: en el Rosedal cada febrero se recuerda la práctica de ver películas bajo la luna

El Gobierno porteño intenta resurgir cada verano la épica del cine a la intemperie. La movida cultural comenzó en 2008 en el Parque Centenario. Pero quedó chico y debió mudarse al Rosedal de Palermo, con capacidad para 300 vehículos. Congrega también a transeúntes, curiosos, familias con reposeras y nostálgicos que buscan recuperar la tradición de una actividad que era más que ir al cine: era ver una película sentado en el auto, con un parlante individual y primitivo, en compañía de alguien especial, con el encanto de lo imperfecto y el sentido de pertenencia.

Aún hay repeticiones itinerantes en Rosario, en San Fernando y uno que sobrevive en el Challao, en el Departamento Las Heras, Mendoza. El Autocine El Cerro presume de ser el único operativo de manera permanente en toda América Latina y el único registrado en el INCAA. Es un viaje en el tiempo: fue inaugurado hace 54 años y respeta las tradiciones del culto vintage de ver una película a la luz de la luna.

 

Actualmente se encuentra en reparación y en la transición por cambio de dueño, pero hasta noviembre del año pasado estuvo activo. Se pagaban 150 pesos por auto, no se pagaba por persona. Por eso era común que los clientes se compactaran dentro de un vehículo para abonar menos el ingreso. El dueño lo sabía: era parte del espíritu del autocine. Las luces de posición encendidas significaban el pedido del servicio gastronómico, como en los años ochenta. Las familias también podían traer sus comidas, bebidas, mesas, reposeras. Los estudiantes tenían descuentos. En verano daban funciones todos los días, con el agregado de la película trasnoche los viernes y sábado. La capacidad era para 250 autos y desde distintos puntos de la ciudad se podía advertir la pantalla encendida.

El Challao, ubicado al noroeste de la capital mendocina, tiene el Santuario Nuestra Señora de Lourdes y el Autocine El Cerro como íconos turísticos de la cultura regional. Escenas de un ritual urbano que convive en el recuerdo de los nostálgicos, los cinéfilos y los románticos.

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