Hasta el mundial de atletismo de Londres, en 2017 nadie impuso desde los escritorios una lógica que hoy se ve tan rígida como cuestionable.
Hasta ese torneo, el de la dolorosa despedida del enorme Usain Bolt, ni la sudafricana Caster Semenya, ni Francine Niyonsaba, de Burundi, ni la keniata Margenet Wambui ni ninguna otra atleta había sido prohibida por exceso natural de testosterona, la hormona masculina por excelencia y que, por supuesto, está prohibido según ciertos niveles.
Estaba prohibida en tanto fuese algo inducido artificialmente. Cuesta justificar que se adopte la medida cuando se trata de una alteración genética natural.
Ellas tres venían de adueñarse del podio en los 800 metros de los juegos de Londres. Más que eso, Semenya llevaba ya casi una década de hegemonía en la prueba -tuvo un decaimiento temporal por motivos más anímicos propios que por superación de sus rivales-, periodo en el cual se la llegó a cuestionar por su aspecto poco femenino pero a quién se celebraba por un nivel de excelencia deportiva fuera de toda sospecha.
De pronto, lo de ellas, especialmente lo de Semenya, empezó a ser considerado por algunos como una ventaja deportiva inaceptable.
En lo deportivo se la trató casi de tramposa. En lo humano se la quiso someter a un tratamiento humillante para quien, lisa y llanamente, nació así.
En los últimos tiempos, el caso de Maximila Imali, probablemente la mejor velocista keniata de todos los tiempos y también forzada a un tratamiento invasivo para reducir su nivel de testosterona, reflotó está saga que considero lamentable. Insisto. Se cuestiona una condición natural y común a muchas otras mujeres en el planeta.
Se argumenta que, si no se adoptaran estas medidas, nunca más una mujer ganaría una prueba atlética.
¿Estamos diciendo que por una alteración o particularidad genética una mujer deja de ser mujer? ¿Qué otra cosa que una mujer es una persona capaz de dar a luz? ¿Pueden tener hijos pero no competir en carreras atléticas?
Atravesamos un tiempo en el que se discute cómo resolver la situación de las deportistas transgénero y, al mismo tiempo, ¿estamos condenando o al ostracismo o a la vejacion para enfrentarse a pares?
Todo esto, que parece un gesto tendiente a proteger la competencia justa, prescinde de la infinidad de desniveles que soporta el deporte, por ejemplo, a partir de la diferencia de poder entre las naciones más ricas y las más pobres. No es casual que los quince primeros de los últimos medalleros olímpicos sean justamente países económicamente de los más poderosos. Ni que sobre 210 delegaciones menos de la mitad logren medallas o que poco más de 60 obtengan una dorada.
¿Atendemos ciertas desigualdades y otras las ignoramos?
Finalmente, el recuerdo de la confesión que hizo tiempo atrás el papá de Semenya.
“Es cierto que mi hija siempre prefirió jugar con una pelota en vez de una muñeca. Y que usaba zapatillas y pantalones deportivos en lugar de tacones y polleras. También que a veces cuando atiende el teléfono creo escuchar una voz demasiado gruesa. Pero, de niña, muchas veces cambié sus pañales. Y les aseguro que es una mujer”.