Por una cuestión de husos horarios y de peso específico de la ciudad en si, es habitual considerar a Sydney como la primera referencia de un cambio de año.
Sucedió hace pocas horas y sucedió también, y de manera sobresaliente, en ocasión del Milenio.
Aquella vez, cómo está, la capital de Nueva Galés del Sur le puso un brillo especial a la noche de Año Nuevo, fundamentalmente, al extraordinario espectáculo de fuegos artificiales con la Ópera House y, sobre todo, el Sydney Harbour Bridge como escenario de excepción.
Ubicación en el mapa, prestigio urbano y distinción escenográfica representan el combo ideal para que las imágenes que llegan de la costa sudeste australiana invadan las señales de noticias del resto del planeta que espera, copa en mano, que suene la sirena del minuto cero del año por venir.
Poco menos de un año después del 1 de enero de 2000, en ocasión de la Ceremonia de Clausura de los Juegos Olímpicos de ese año, también en Sydney, obviamente, los organizadores aprovecharon esos mismos espacios como parte del denominado show de fuegos artificiales desplegado a lo largo de la mayor cantidad de kilómetros de la historia.
Fueron más de trece kilómetros -esa es la distancia entre el famoso puente y el Estadio Olimpico- de uno de los más fastuosos espectáculos atestiguados por el movimiento de los anillos fuera de las pistas, las piletas y las arenas.
La fantasía extra del emprendimiento consistió, además, en convertir a la fiesta de cierre en una celebración incomparablemente masiva: además de las decenas de miles de espectadores en las tribunas, ‘muchísimos más participarían del show instalándose a lo largo del recorrido de los fuegos.
A media tarde, cuando ya había concluido el programa deportivo previsto para ese domingo de cierre, desde las radios locales se anunciaban sugerencias para quienes fuesen a sumarse a la cita. “Es fundamental que evitemos los excesos y que no suceda lo mismo que en la madrugada del Milenio en la que la policía tuvo que detener a un puñado de ciudadanos excedidos en el consumo de alcohol” explicaban en un pregón que hoy resultaría casi naif en cuanto a lo que entonces consideraron un foco de conflicto o inseguridad.
Este cuento seguramente impreciso aunque con cierta verosimilitud representa una excusa para sincronizar estas fechas tan especiales con un nuevo año olímpico.
Así como los de Sydney fueron por muchos motivos juegos extraordinarios, así como los australianos nos enseñaron, por ejemplo, que el Estadio Olímpico podía en la Ceremonia de Apertura convertirse en un gigantesco espacio en 3D en el que los protagonistas del espectáculo podían andar tanto por la tierra como por el aire, los desafíos de la cita parisina son aún más singulares.
Por lo pronto, alguien debería, más temprano que tarde, adecentar el interminable conflicto por la participación de atletas rusos y bielorrusos: aún a esta hora genera, semana tras semana, noticias diversas a partir de los diferentes criterios que las federaciones deportivas tienen respecto del asunto.
El solo hecho de que los juegos regresen a una de las ciudades más convocantes del planeta y que se trate de la vuelta del público a los estadios después de la increíble experiencia de tribunas vacías y sonido ambiente artificial de Tokio 2021, le dan a París 2024 un encanto excepcional.
Más motivo aún para ajustar criterios, ponerse de acuerdo más allá de apetencias de poder, priorizar al deporte y a los deportistas y evitar que nada evitable le quite brillo a juegos que tienen todo para ser fascinantes.
Si alguno de ustedes todavía tiene a mano su copa de la medianoche del 31, este es un buen motivo para brindar nuevamente y pedir un deseo.