Estamos atravesando el ciclo olímpico más corto de la historia. Los hubo más largos debido a las dos denominadas Guerras Mundiales. Y hubo otro, bien reciente, que tuvo efecto ambiguo.Tokio 2020 demoró cinco años en llegar desde Río 2016. Por añadidura, acortó en tres años el periodo hasta París 2024. Tal vez esa sea una de las razones por las que nos parece mentira que ya estemos a poco más de medio año de una nueva cita olímpica.
Hace pocos días, la organización francesa anunció el lanzamiento de un nuevo tramo de la venta de tickets para los juegos por llegar. Las entradas volaron a manos de los fanáticos. Lógico por lo que siempre generan los juegos. Lógico porque cualquier excusa justifica un viaje a la capital francesa. Y lógico por un detalle que, no por haberlo naturalizado, debemos minimizar su dimensión: los parisinos serán los primeros juegos post pandemia, es decir, los del regreso irrestricto del público a los estadios.
Quienes tuvimos el enorme privilegio de estar en Tokio en 2021 damos fe de lo que costó acostumbrarse a ver a la gran mayoría de los mejores deportistas del planeta competir en fabulosos escenarios cuyas tribunas apenas si tuvieron la presencia de colegas, entrenadores, dirigentes, gente de prensa y un puñado de voluntarios. Nos habituamos a compartir la emoción de una medalla dorada sin más festejo que el de los campeones y su casi siempre pequeño entorno.
Sin embargo, esa extravagancia de haber montado una infraestructura colosal que, finalmente, casi no tuvo inquilinos, terminó siendo un detalle minúsculo en comparación con la proeza de haber evitado la interrupción de la continuidad olímpica en medio de uno de los mayores traumas globales de que se tenga memoria en los últimos 100 años.
Visto en perspectiva, la sola realización de aquellos juegos justifica la idea de qué hay cosas que solo se pueden lograr a partir de lo que podemos titular como “energía olímpica”.
A propósito, algunas curiosidades vividas en Japón que difícilmente se repitan. Sobre todo desde la lógica del previsible rigor sanitario.
Muchas personas de muchos países presentes en Tokio tuvimos que realizar tres estudios PCR en los días sucesivamente previos al vuelo de ida. Hubo que hacerlo en centros asistenciales especialmente designados a partir de una licitación exigida por el mismísimo gobierno japonés.
A partir de la llegada a Japón, todos los extranjeros, desde el más modesto cronista hasta el más notable atleta tuvimos que hacer controles a través de la saliva con una frecuencia de casi un chequeo cada dos días.
Luego, la cuarentena en destino. Durante los tres primeros días, solo pudimos salir de nuestras habitaciones quince minutos una vez al día. Superado ese periodo, se destinó una flota específica de taxis que solo podía interactuar con quienes llegábamos del exterior.
Además, a través de dos aplicaciones compatibles con la geolocalización, se verificó que cada uno de nosotros no estuviese yendo donde no debíamos. Por ejemplo, si se pedía un auto para ir desde el hotel al IBC no podías cambiar de rumbo y desplazarte al Estadio Olímpico. Hacerlo podía exponerte a sanciones desde advertencias hasta la quita de la credencial. Igual proceso podía darse en el caso de que desactivaras el sistema bluetooth de tu celular, lo que impedía que te siguieran el rastro.
Así todo el tiempo. Así con tantas cosas. Así de normales terminaron siendo los juegos.
Quiero decir. Con todas estas particularidades, más acorde con una película de ciencia ficción Clase B que con los juegos soñados por De Coubertin, en Tokio vivimos juegos verdaderamente extraordinarios.
¿Por qué este recordatorio?
Para que tan cerca del comienzo de un nuevo año olímpico, seamos todos conscientes de lo que estamos por celebrar.
Y lo cerca que estuvo esa celebración de quedar trunca hace apenas tres años.