Beds are Burning es un clásico de la banda australiana Midnight Oil. Su letra, de inconfundible contenido social, fue el condimento ideal para una de las más poderosas expresiones ideológicas que, muy a su pesar, atestiguó el movimiento olímpico del Siglo XXI. La performance de los muchachos liderados por el imponente Peter Garrett en la ceremonia de clausura de los juegos de Sydney 2000 sumó al mensaje del tema (“Como podemos bailar mientras nuestras camas arden?”) una singular referencia en su indumentaria. A que se referia ese mensaje de “sorry” en el pecho de los buzos negros que uso cada uno de sus integrantes.
Claramente se refería a un pedido de disculpas a miembros de los pueblos originarios australianos, incluidos los habitantes de las Islas de Torres, archipiélago de más de 270 islas que fue por entonces una de las principales referencias a conflictos históricos de gobiernos de ese país con los aborígenes. No se trató justamente del cierre de fiesta soñado por los amantes de los protocolos asépticos tan frecuentes en estas celebraciones. Es más, hasta se dio la paradoja de que quienes ejecutaron ese supuesto desliz fueran miembros de una banda que se sumó a la celebración como segunda opción de The Seekers, banda local cuya líder sufrió un accidente semanas antes de los juegos.
Sin embargo, no fue esta la única referencia al respecto de alto impacto en aquella impresionante celebración australiana porque, hay que decirlo y más allá de cualquier discusión ideológica, aquellos juegos fueron de lo mejor de la historia en todos los aspectos y empezando por las fiestas de apertura y cierre.
Durante buena parte del 16 de septiembre, primer día de competencias, la televisión local no pudo evitar reiterar las imágenes mágicas del encendido del pebetero olímpico. Imposible descubrir como se había logrado que la enorme atleta local Cathy Freeman llevara la antorcha encendida al pie del largo recorrido final del fuego sagrado sin que ese fuego se apagara ni ella misma se mojara bajo una especie de cascada artificial cuyo efecto visual resultaba innovador y fascinante.
Ni siquiera al final de la primera jornada, con el enorme impacto de las dos medallas doradas con sendos récords mundiales logrados por el país anfitrión (doblete de Ian Thorpe, 17 años, en 400 libre y posta 4x100), lográbamos archivar las imágenes de la apertura en la carpeta de los recuerdos inmediatos.
Una semana más tarde, otras imágenes de Freeman se convirtieron en un loop incesante para la celebración australiana.
Subcampeona olímpica en Atlanta y bicampeona mundial en los 400 metros en 1997 y 1999, Freeman encaró los juegos bajo la enorme presión de tomarse desquite de la francesa Marie-Josee Perec, campeona cuatro años antes en tierra norteamericana. A poco de comenzados los juegos una multitud de periodistas salió de urgencia hacia el aeropuerto de Sydney: sorpresivamente, Perec decidió abandonar el país y retirarse de la prueba. Argumentó vagamente haber sido amenazada por un aficionado en la puerta del hotel en el que se hospedó. La principal sospecha fue, simplemente, un mal estado atlético para encarar el compromiso.
Más allá de esta noticia inesperada, la prueba en sí generó un impacto sin precedentes a partir de que ninguna atleta norteamericana alcanzó las semifinales, situación tan extraña e infrecuente para la distancia que esas mismas atletas, días más tarde, lograron el título en la posta larga.
Freeman conquistó uno de los títulos más populares del certamen, no sin misterio ya que, inclusive habiendo entrado en la recta final demoró en desplazar a sus rivales de Jamaica y Gran Bretaña, que completaron el podio.
Dos clips de la tele local me quedaron indelebles en la memoria. Uno, el de la carrera y los festejos posteriores con su gente –mamá incluida- y de fondo la canción Coz I’m Free, de Cristine Anu (“I’m faster than a shadow”). El otro, el desarrollo de la prueba con el relato épico de Bruce McAvaney que termina con un inolvidable “What a legend…what a champion”.
Más allá de algunas polémicas con referentes de los pueblos originarios de los que Cathy también forma parte, la atleta aprovechó aquella victoria para, aun con prudencia olímpica, visibilizar los reclamos de legitimidad.
Su recorrido triunfal por la pista del Estadio Olímpico llevando en su cuello las banderas tanto de Australia como la de la tierra de sus ancestros fue un anticipo de un compromiso solidario que aún perdura.