Mostafa Rajaei tiene 40 años y es un prestigioso levantador de pesas irani. Maksim Svirsky nació en Israel y es colega de Rajaei. Ellos ocuparon dos de los tres lugares en el podio -medalla plateada y de bronce, respectivamente- en un torneo para leyendas de ese deporte realizado en Wieliczka, Polonia.
Las imágenes que llegaron de la celebración, lejos de transmitir algo negativo, son, en lo lineal, comunes a las de cualquier podio: dos atletas dándose la mano, felicitándose recíprocamente. Y en lo específico representan un espíritu de respeto, empatía y valoración de lo deportivo por encima de cualquier conflicto geopolítico como el que, desde hace tiempo, distancia a Irán de Israel.
Paradójica y, quizás, previsiblemente, esas mismas imágenes terminan siendo condenatorias para Rajaei a quien la Federación de Halterofilia de Irán suspendió de por vida no solo para participar de cualquier competencia sino también para acceder a toda instalación deportiva en su país.
La medida, que incluyó el cese en el cargo del jefe de la delegación Iraní, se encuadra en la prohibición a que sus deportistas interactúen directamente con colegas israelíes lo que, se explicó en un comunicado al respecto, “va contra el sagrado sistema de la República Islámica”.
Desde ya que la intención de estas líneas no es la de juzgar nada que tenga que ver con decisiones internas de ningún país respecto de ningún tema. Mucho menos asuntos tan delicados como los que sobrevuelan a cualquier conflicto bélico o religioso entre Naciones. Sin embargo, en días en los que con peligrosa frecuencia se apela al deporte como variable de ajuste mediático a diferencias de otra índole me parece relevante ponernos aunque sea un poco en alerta.
Si nos aferramos lisa y llanamente a los conflictos ajenos al deporte entre estos dos países podría llegarse a la conclusión de que lo más práctico sería evitar directamente que confronten atletas bajo ambas banderas. Y cómo sería eso? Uno de los dos países, o los dos, deberían retirarse de cientos de competencias de distinta jerarquía, desde Juegos Olímpicos y Campeonatos Mundiales hasta certámenes regionales menores. De por sí, sería una enorme injusticia para deportistas de los dos orígenes. Significaría, además, poco menos que firmar el certificado de defunción del Alto Rendimiento en esas tierras. Inviable y arbitrario.
La siguiente inquietud que me viene en mente es si, apelando a una mezcla de cinismo y pragmatismo, directamente se ignoraran estos episodios apelando al siempre funcional concepto de respeto por la autodeterminación de las naciones. Tampoco parece una variable ecuánime.
No lo es, al menos, en tiempos en los que los dirigentes deportivos se debaten entre suspensiones masivas a deportistas rusos y bielorrusos y la posibilidad de que decenas de países alineados con Ucrania desistan de enviar delegaciones a París 2024 en tanto no se prohíba integralmente la presencia de atletas originarios del país agresor y su principal aliado en el conflicto.
Claramente uno y otro son casos distintos. Que coinciden en el origen bélico del conflicto. Y en la intromisión de lo geopolítico con el deporte.
Y en que no existe la solución justa.