La decisión de incorporar deportes al programa olímpico suele estar rodeada de claroscuros. Agradecimientos y enojos. Ganadores y perdedores. Celebraciones y frustración.
Es razonable: para la mayoría de las disciplinas, adquirir status olímpico representa un upgrade difícil de dimensionar; es romper el cascarón de un microclima que jamás lograría una expansión cercana a lo que produce ser uno más en el universo de los anillos.
Más allá de las polémicas y de lo que cada uno de nosotros considere justo o injusto, en las últimas décadas casi todas las decisiones que el COI tomó al respecto tuvieron una lógica bastante clara. Es cierto que en algunos casos puede ponerse a la influencia política entre los motivos más poderosos – ¿cuándo no fue así?-, pero al menos desde que el beach vóley desembarco en Atlanta 96, el hilo conductor más claro gira alrededor de seducir nuevas audiencias, sumar espectáculos cuya duración por segmento no convierta un gran partido en algo tedioso, diversificar tanto las naciones participantes como aquellas que finalmente accedan al podio y, especialmente, darle un lifting al olimpismo a través de competencias que le disputen la hegemonía a los juegos extremos o, para ser más gráficos y precisos, sumar deportes que seduzcan especialmente al público joven.
El básquet 3 x 3, el bmx freestyle, el surf, el skateboarding y, más recientemente, el breaking son ejemplos claros al respecto. Por cierto, el mensaje que el COI viene dando al respecto es claro y contundente a partir del hecho de que la mayoría de estas pruebas tuvieron su prueba testigo en los YOG, especialmente exitosos en su versión pre pandémica de 2018 en Buenos Aires. No sería extraño, en esa línea, que alguna vez terminemos viendo, por ejemplo, una versión sprint del single scull en remo, tal como sucedió hace cinco años.
Es razonable que muchos deportes tradicionales –algunos hasta ancestrales- eleven su voz en señal de frustración. Algunos siguen en lista de espera para lograr o recuperar status olímpico. Otros se fastidian viendo como se les exige modificar sus reglas o algunas características para dinamizar el espectáculo o hacerlo más comprensible y digerible ante audiencias cada vez más atomizadas. Para colmo, algunos empiezan a sentir la amenaza de los E-Sports, aunque cuesta imaginar competencias virtuales dentro del programa olímpico convencional (nada respondería a la lógica de altius, citius, fortius). Quizás lo más sensato sea organizar competencias paralelas y separadas. De todos modos, ese podrá ser tema para otra discusión.
Lo concreto es que, a esta altura, no me animaría a cuestionar ninguna de las incorporaciones que el COI realizó en los últimos 20 años. Ni que hablar de la variante carrera del bmx, cuyo único defecto es que las pruebas son demasiado cortas. Lean esta referencia como un elogio más a esta formidable especialidad.
En todo caso, parte del mérito de los aspirantes a sumarse a los juegos estará en encontrar el atajo para adaptar su mejor variante a la lógica de estos tiempos: competencias de fácil comprensión para el espectador virgen, diversidad de banderas, poco espacio por ocupar en el calendario y en las habitaciones de la Villa Olímpica, espectáculo ágil y noble.
Ni más ni menos que el formidable trabajo que realizó el rugby para recuperar un standard que tuvo hace un siglo y de manera casi testimonial. Fueron cuatro presencias en la versión de quince con tres participantes en 1900 (ganó Francia), dos en 1904 (ganó Australasia), dos en 1920 y tres en 1924, ambas ganadas por Estados Unidos. La sola referencia de que en cuatro ediciones apenas se logró juntar diez equipos y ni siquiera se completaron los podios en dos de esas instancias explica en parte por que el vínculo duró poco y hubo que esperar poco menos de 90 años para la reconciliación. Después hubo dos factores de enorme influencia. Uno, el escándalo que se produjo cuando un grupo de aficionados franceses ingresó en el campo de juego y agredió a los norteamericanos después de la derrota en Colombes. El otro, el que explica por qué el presente es en modo reducido, el llamado rugby seven. Con un calendario de competencias que apenas si supera los 16 días del estatuto olímpico sería imposible disputar un certamen de quince con más de ocho seleccionados. Tengan en cuenta que en el mundial de la especialidad que se hará también en Francia este mismo año, ningún equipo juega un partido con menos de cuatro días de descanso y, en algún caso, en la fase inicial puede llegar a haber más de una semana entre un encuentro y el siguiente. Podríamos mencionar además que la delegación de quince supera en más del doble a las del Seven y que, mientras una modalidad en ambos géneros no ocupa más de seis días del calendario a la otra ni siquiera le alcanzaría un mes.
Por cierto, el rugby en versión reducida fue uno de esos casos en los que el olimpismo usó a los YOG como conejillo de indias. El debut de los mayores en Río fue precedido por el estreno de los menores en Nanjing. Y aun sin ser ni Brasil ni Japón –de gran evolución reciente pero sin antecedentes lejanos- dos potencias en el juego, las dos ediciones del rugby olímpico han sido de un suceso indiscutible gracias a la agilidad del espectáculo, la dinámica de los juegos a dos periodos de apenas siete minutos y el nivel de excelencia que han logrado las principales potencias. Históricamente, a este juego lo jugaban aquellos que, en el de quince, mostraban alguna combinación entre destreza con las manos, velocidad y resistencia. Hoy, el rugby seven tiene no solo reglas distintas al original sino especialistas que no suelen practicar ambas variantes. La mejor muestra de ello es el formidable espectáculo que se celebró en el circuito mundial que acaba de concluir con un nuevo éxito de los All Blacks.
Un detalle más de la excelencia competitiva del circuito la da el hecho de que potencias como Sudáfrica, Irlanda o Gran Bretaña aún no lograron la plaza olímpica que se aseguraron Francia, como anfitrión, y Nueva Zelanda, Argentina, Fiji (bicampeón olímpico) y Australia, por ranking. Detalle no menor: presencia casi hegemónica del Hemisferio Sur entre los mejores del año.
Como sucede con el 3 x 3, con el vóley de playa o con el beach-handball –debuta en París como exhibición pero tiene todos los atributos para merecer status oficial en próximas ediciones-, el rugby 7 también tiene su lado inclusivo: países como Kenia, España, Uganda o Alemania, que difícilmente sobresalen en pruebas de 15, encuentran algún estímulo en el reducido y hasta alguno de ellos podría ocupar una plaza olímpica, como sucedió ya con los dos primeros de los países mencionados.
A modo de sugerencia final. Si jamás vio un partido de rugby o si, por alguna razón, le parece una batalla confusa de gente que se amontona alrededor de una pelota que ni siquiera pica de manera previsible, despojese de los prejuicios y déjese llevar por un espectáculo que llegó para quedarse.