Para quienes amamos el deporte, atestiguar el ocaso de nuestros iconos es, de alguna manera, asumir que para todos pasa el tiempo; que estamos envejeciendo. Esos fenómenos que nos deslumbraron dejan una huella indeleble en la memoria y, a la vez, se transforman en imágenes que idealizamos. De pronto, nos damos cuenta que extrañamos hasta la melancolía a aquellos que, de tanta hegemonía, llegaron a ser figuras remanidas, de una superioridad casi tediosa.
El deporte está repleto de ejemplos al respecto.
Acaso no imaginamos a algún fanático sentado en las tribunas del Cubo de Agua ansioso por ver quién sería capaz de impedir que Michael Phelps llegase a las ocho doradas que, finalmente, logró? Probablemente ese mismo aficionado pagaría hoy el doble un ticket para ver al fenómeno de Baltimore lanzándose a la pileta en París 2024.
Quizás lo mismo sucedió en Tokyo cuando la pérdida de noción de su rutina en salto condenó a Simone Biles y un poco a todos nosotros a disfrutar de la impotencia de una de las más formidables atletas que cruzó la historia de la gimnasia: verla ganar fue menos noticia que verla perder; hoy, todos la extrañamos.
Nada distinto sucedió en el Estadio Olímpico de Londres cuando un desgarro en el último relevo de la posta del mundial de Atletismo terminó con la carrera de Usain Bolt.
Hasta el más escéptico de los espectadores sabe que, sin el jamaiquino, nadie sería capaz de generar semejante electricidad y omnipresencia en las pistas.
Más allá de la lógica que cada uno de estos ejemplos asumió a la hora de dar un paso al costado –no siempre los cracks abandonan la alta competencia antes de que esta los abandone a ellos-, es habitual que, solo en el momento del adiós, seamos conscientes de su real dimensión. Nos pasa a la hora de comenzar a extrañarlos.
Durante casi 20 años, el tenis masculino atravesó una etapa sin precedentes.
Entre Wimbledon de 2003 y Australia de 2023, Roger Federer, Rafael Nadal y Novak Djokovic se repartieron 64 de 75 Grand Slams. Es más. Desde que Federer conquistó su primer abierto británico, ellos tres se repartieron 28 de los 29 grandes torneos jugados, solo interrumpidos por Juan Martin del Potro y su US Open de 2009. Y más aún. Para darle una dimensión histórica a esta apropiación debida del trono del tenis basta con recordar que, para alcanzar la cifra que ellos tres sumaron de grandes títulos hay que juntar en la misma bolsa los logrados por Pete Sampras, Roy Emerson, Rod Laver, Bjorn Borg, Bill Tilden, Ken Rosewall, Ivan Lendl y Jimmy Connors. Cualquiera que sea fanático de este deporte comprenderá que significan en la historia semejantes nombres.
El fin de ciclo quedó manifiesto con el retiro de Federer: bastó que perdiera en los cuartos de final Wimbledon 2021 contra el polaco Hubert Hurkacz –un 15 del mundo nada despreciable- para que el suizo decidiera que, si no podía seguir siendo patrón en el jardín de su casa, ningún otro esfuerzo tenístico tendría sentido.
Y, por si alguien tenía dudas al respecto o esperanza de que algo de aquello siga con vida, esta semana despejó cualquier especulación. El anuncio de Nadal de que el físico no le permitiría encarar con cierto nivel de competitividad el próximo Roland Garros me sonó a mucho más que una ausencia circunstancial.
Wimbledon es a Federer lo que el clásico del Bois de Boulogne es al español. Desde su última lesión en el abierto australiano, en enero, dio la sensación de que todos los esfuerzos y todas las pruebas de Rafa apuntaban a una nueva función de gala en el abierto francés. Que un animal competitivo de su dimensión se resigne a no darse el gusto supremo es francamente sintomático. La sensación es que, si llegásemos a tener alguna función más del mallorquín, será como esas despedidas que se eligen puntillosamente. Una función de despedida de esas que prescinden de rivales y de resultados. Ojalá solo sea una mala percepción.
Egoístas como somos a la hora de exigirle a nuestros ídolos que nos garanticen el goce eterno, dejamos de tener en cuenta que aquellos que se pasaron una vida convirtiendo en noticia que, de tanto en tanto, alguien les gane rara vez soportan que el ocaso les pase por encima.
Y Nadal es de esos. Un fenómeno de constancia y superación capaz de ganar por superioridad, por conocimiento del juego, por potencia pero, también, por persuasión. No fueron pocas las veces en las que, en esos días en los que las cosas no salen como se quiere, Rafa terminó resolviéndolo todo con la chapa, la camiseta, el apellido o la figura que quieran. Vimos a un montón de muy buenos jugadores sentir que la urgencia seguía siendo de ellos aún estando en franca ventaja. Así, pasaban de ser “los que no tienen nada que perder” a ser los que “a ver si se animan a ganarme”.
Creo que de toda esta etapa fascinante e irrepetible, lo que más vamos a extrañar fueron los duelos con Federer. No deja de ser un dato curioso teniendo en cuenta que, de los cruces posibles entre los triunviros es el que menos veces se jugó. Es, además, una sensación entre injusta y antipática respecto de Djokovic, que es quien más ganó en esos cabeza a cabeza.
Pero nada distinguió más al circuito que semejante duelo de estilos. De un lado el artesano, el que todo lo hacía con estética de Nureyev, el que jamás transpiraba. Del otro lado, la furia, el que no podía jugar sin dolores en el cuerpo, el que parecía encarar cada partido como si el de enfrente estuviese por robarle la billetera. No solo Nadal ganó más de lo que perdió ante el suizo, sino que se quedó con una de las más maravillosas historias que jamás atestiguó este deporte cuando le ganó 9 a 7 en el quinto la memorable final de Wimbledon de 2008. El rey del polvo destronó al rey del césped en un partido que empezamos mirando con el desayuno y nos encontró atornillados a la tele a la hora de la merienda. Cosas que dudo mucho nos vuelvan a pasar.
Alguna vez, sentado en el palco de prensa de la cancha central del All England, comprendí que ser campeón de un Grand Slam es asunto de por vida. Fue en 1987, cuando el australiano Pat Cash ganó su único Major. Un Roland Garros le bastó a Guillermo Vilas para convertirse en ídolo eterno de los parisinos.
Multipliquen esa gesta por 14. Aunque suene demasiado frío para tanta excelencia, quizás detrás de esa estadística se esconda una de las razones más fuertes por las que Rafael Nadal haya decidido dejarnos un poco más huérfanos de tenis. Quizás también por esa misma grandeza nos vaya a dejar sin siquiera una función de despedida.