Si la cobertura de un gran acontecimiento deportivo representa un desafío extraordinario, cuando se trata de un episodio fundacional las memorias se potencian hasta convertirse en entrañables.
Quizás esa, la de haber sido mi primera experiencia olímpica presencial, haya sido la razón fundamental por la cual no puedo evitar una sonrisa de bella nostalgia cuando retrocedo imaginariamente hasta los Juegos Olímpicos de Atlanta 96.
Porque, para ser sincero, aún hoy cuesta justificar que la última mega competencia del siglo XX se haya realizado en la casa de varias de las principales corporaciones norteamericanas y no en la cuna de los juegos de la Antigüedad,siendo que ese año se cumplieron, justamente, 100 años del estreno del olimpismo moderno en la capital griega. Más aún. Jamás en la historia se realizaron dos juegos de verano en ciudades de un mismo país en tan corto periodo: apenas 12 años entre Los Ángeles y Atlanta.
Sin embargo, ni el detalle no menor de una elección de sede difícil de justificar deportivamente hablando ni una ristra de desajustes, empezando por el colapso del sistema de información durante el primer día de competencia alcanzan para opacar lo que quedó adosado en la memoria como un emprendimiento inolvidable.
Seguramente habrá tiempo para explicar en detalle de que se trató aquella primera gran aventura, pero el solo hecho de haber participado de la primera mega transmisión olímpica de la televisión argentina basta para relativizar cualquier sensación de escepticismo.
Después de un par de días de competencias con los vaivenes típicos de cualquier juego (primeras medallas, récords mundiales en natación, festejos, frustraciones, ratificaciones y sorpresas) llegó un momento muy especial para el deporte argentino: el seleccionado de básquet, que por aquellos años no era el habitual favorito en el que se convertiría a partir del cambio de siglo, debutó con el equipo local, algo así como el
Segundo Dream Team de la historia. (Sigo convencido de que el único e incomparable Equipo de los Sueños fue el de 1992).
Cómo la transmisión quedaba a cargo de compañeros desde los estudios del canal la producción decidió que nos tomáramos la noche. Un excepcional momento de calma matizado con unas pizzas al borde de la pileta del barrio cerrado en el que nos alojamos en las afueras de la ciudad.
Todo después de que la Argentina mantuviera a raya a los norteamericanos (perdió la primera mitad por solo dls puntos después de haber estado en ventaja) y de que Bob Costas, histórico presentador de la cadena NBC anunciara con bastante soberbia algo así como “ahora que el mundo del básquet volvió a la normalidad, continuamos con la transmisión de las eliminatorias de lucha grecorromana”. Poco después de un final de derrota por casi 30 puntos, nos fuimos a descansar tan temprano como nunca más lo haríamos.
Cerca de la 3 de la mañana, el jefe llamó a mi teléfono. “Pone la tele. En diez minutos paso a buscarte”.
Las imágenes solo hablaban de un caos absoluto. El Centennial Olympic Park estaba invadido por patrulleros y gente de seguridad que se movía frenéticamente sin dar la impresión de saber bien qué estaban buscando.
Un rato más tarde llegamos al estacionamiento del IBC (International Broadcast Center) que estaba ubicado a no más de doscientos metros del lugar del conflicto. Ese parque fue especialmente montado como sitio de esparcimiento para las actividades culturales habituales en los juegos. Y fue justamente durante un recital de reggae que se produjo una explosión muy cerca del escenario.
Con el tiempo comenzaron a llegar precisiones. Fueron tres detonaciones de tipo casero. Hubo dos muertos por paro cardíaco consecuencia de las estampidas generadas por las explosiones. Y aprecio un culpable: el guardia de seguridad privada Richard Jewell fue quien llamó al 911 apenas descubrió la presencia de un bolso sospechoso al pie del escenario. 48 horas después de haber sido presentado como el héroe que había salvado la vida de mucha gente a la que obligó a despejar la zona, responsables de la investigación establecieron que, en realidad, Jewell tenía un perfil psicológico compatible con la culpabilidad que se le adjudicó. Entre otras cosas, este señor robusto, de bigotitos finos, soltero mayor que vivía con su madre viuda, había fracasado en su intento por sumarse a los Marines, había tratado de ocultar su frustración convirtiéndose en el héroe de una tragedia que él mismo había provocado.
Los días siguientes fueron de una feroz cacería mediática. La policía allanó su casa, veíamos en vivo cómo se llevaban computadoras y herramientas de su garaje, aparecieron vecinos que siempre lo habían visto como de una personalidad entre sospechosa y sádica, un ex empleador suyo aseguró haberlo echado por detectar en él actitudes sombrías y los talk shows de entonces se plagaron de sicólogos desmenuzando las características claramente siniestras del enemigo público número uno de la Nación.
No fue sino varios meses más tarde que supimos la verdad.
Después de tres atentados similares más, en 1997, (dos a clínicas donde se practicaban abortos y uno a un bar gay friendly), el FBI detuvo a un señor llamado Éric Rudolph, fanático católico confeso homofobico que admitió haber puesto la bomba en Atlanta “en repudio a las políticas que al respecto fomento el gobierno de izquierda de Bill Clinton”.
Años después, Jewell presentó todas las demandas contra organismos públicos y medios de comunicación que, literalmente, le arruinaron la vida.
Y quienes estuvimos en Atlanta comprobamos que, en ciertas ocasiones, los que todo lo controlan, más que la verdad, lo que necesitan es dejarnos tranquilos plantándonos un culpable. Aunque se trate de un inocente.