Ni el más audaz de los guionistas de Black Mirror habría sido capaz de imaginar las imágenes que, aún pasados dos años, nos quedaron grabadas de los incalificables días de vivir en modo pandemia.
Así como muchos hinchas argentinos, de tanto en tanto, nos preguntamos si, efectivamente, es cierto que salimos campeones en Qatar, los meses de encierro, aislamiento, contagios, muertes, hisopados, barbijos y desolación se nos reaparecen como una pesadilla en cámara lenta que no estamos del todo seguros de haberlos vividos.
Días dolorosos. Días locos. Cómo loco fue haber vivido un juego olímpico en tiempos en los que el final de la plaga era una referencia vaga que nadie se animaba a pronosticar.
Todos nosotros tenemos fresca en la memoria la imposibilidad, no sólo de viajar de un país a otro, sino de cruzar los límites entre provincias. Cómo calificar, entonces, que deportistas, dirigentes, entrenadores, voluntarios y periodistas de más de 200 países hayamos podido coincidir durante casi un mes en una sola ciudad?
Este solo dato basta para considerar a Tokio 2020 (o 2021 o 2020 + 1) como uno de los episodios más extraordinarios de la historia del deporte. Y de la humanidad.
En medio de casi dos años de no poder hacer casi nada que nos acercara como seres humanos, la muestra integral más acabada del espíritu del deporte dejó en claro cómo nunca la dimensión de su energía, tan indisimulable como inexplicable.
Si la sola mención del episodio en sí ya significa algo extraordinario, la enumeración de las vivencias atravesadas en tierra japonesa supera cualquier pretensión de fantasía.
Cada vez que repaso lo vivido en Tokio, lo primero que me viene a la mente fueron los tres primeros días de estadía en los que solo se nos permitía salir 15 minutos diarios de la habitación del hotel. En algún sentido, nada demasiado distinto a lo que usted y yo vivimos en nuestra propia casa. Por lo demás, la lista de circunstancias que difícilmente volveremos a atravesar parece inabarcable.
El gobierno japonés exigió tres exámenes PCR en días sucesivos previos al viaje. Solo fueron válidos los realizados en el sanatorio ganador de la licitación hecha para la ocasión.
Después de un eterno viaje de más de 36 horas pudiendo sacarnos el barbijo solo durante las horas de las comidas y de un primer examen de saliva al llegar al aeropuerto de Narita, los acreditados de TYCSports tuvimos que hacernos controles similares dia por medio hasta el final de los juegos.
Exigencia del gobierno japonés, todos los extranjeros debíamos habilitar en nuestros celulares las aplicaciones. OCHA, imprescindible para ingresar en el país. COCOA, la que debíamos habilitar al llegar a destino: llegado el caso de que uno deshabilitara el bluetooth automáticamente se activaba una alarma y las autoridades locales podrían salir en tu búsqueda y hasta quitarte la credencial.
Pronto, tuve una muestra de la dimensión del control al que estuvimos sometidos. En una de esas salidas de 15 minutos aprovechamos junto con los compañeros del canal para grabar la primera promo en tierra japonesa. Media hora después de que subiera una imagen usando una remera alusiva a los juegos del 64 en mis redes, recibí un llamado de una importante autoridad del mundo olímpico. “Por casualidad, estuviste grabando algo en la calle, sin barbijo y con la credencial colgada a un costado?”, me preguntó. Ante mi respuesta afirmativa agregó: “Sé que parece una exageración, pero evita volver a hacer algo así. Menos sin el tapa boca”.
Más allá del protocolo sanitario local, el problema de fondo era que, mientras el gobierno japonés se empeñó en bancar la realización de los juegos, la oposición puso todas sus energías en demostrar el riesgo de “invitar” tanto extranjero que, además, violaran las normas. Dos semanas más tarde y ajenos ya a tamaño nivel de persecución, comprobaríamos no sólo el éxito de la movida sino el enorme premio que se llevó a casa el aleman Thomas Bach, titular del COI, cuya audacia y empecinamiento fueron decisivos para llevar adelante algo que, hasta para colegas suyos, podía haber significado potenciar un desastre.
Pasadas las 72 horas de encierro descubrimos que se había dispuesto un sistema de transporte exclusivo para la prensa extranjera. Un montón de taxis fueron designados para trabajar con nosotros partiendo de una lógica rabiosa. “Si alguien los infectara sería un tema entre el chofer local y el periodista extranjero y se evitaría el contagio al ciudadano de la capital japonesa”.
Y así todo. Con tanto rigor como amabilidad y eficacia: jamás entré en un centro de prensa teniendo que atravesar tantos controles. Jamás tardé tan poco tiempo en llegar a mi puesto de trabajo.
A cada obstáculo los japoneses le opusieron el mayor esfuerzo para simplificar el conflicto. Incluyendo al gerente del hotel donde vivimos que venía en persona a nuestra puerta con el paquete de comida que compramos a través de una aplicación que, ocasionalmente, ofrecía el 80 por ciento de los menús de las opciones gastronómicas escritas en inglés.
Contra cualquier obstáculo, no dudaría un segundo en volver a vivir aquella historia. De pronto, un montón de compatriotas disfrutaron cada segundo de las 24 horas de transmisión olímpica que nos regalamos. Lógico: después de tantos meses de leer los números de la desgracia como no disfrutar de un combate de lucha libre entre un belga y un afgano!
Fueron días de demasiadas emociones a flor de piel, de comprobar que cada uno de nosotros, desde el más expuesto al más anónimo estábamos participando de algo único.
Tokio 2020 nos daba la extraña sensación de que había vida al final del oscuro túnel de la pandemia.
Al final del recorrido comprobé que no era el único al cual el vacío del final se le convertía en sollozo. Y volví a casa con la sensación de que solo los Juegos Olímpicos como acontecimiento y los japoneses como anfitriones podrían ser capaces de algo semejante.