El manejo de los tiempos que suele hacer la política suelen ser bastante arbitrarios. A veces, demasiado lentos. A veces, demasiado rápidos.
Es necesario ubicarse en esta lógica para empezar a recorrer el camino que concluyó con el boicot que los Estados Unidos y algunos de sus aliados hicieron a los Juegos Olímpicos de Moscú, en 1980. Aunque no sea este el tema real de esta historia ya verán por qué es necesario detenerse en estos detalles antes de avanzar hacia los asuntos que nos ocupan.
En diciembre de 1979 comenzó la intervención militar de la Unión Soviética en Afganistán.
El 20 de enero de 1980, el presidente norteamericano Jimmy Carter anunció que si no había un inmediato retiro de tropas soviéticas de tierra afgana, los Estados Unidos no participarían de los juegos moscovitas.
En abril de ese mismo año, pese a negociaciones que incluyeron al presidente del COI Lord Michael Killanin (honró su sentencia de que “sólo una tercera guerra mundial podría cancelar un juego”) convocando a una reunión cumbre a Carter con su par soviético Leonid Brezhnev, se confirmó el boicot.
En el medio, no solo los soviéticos participaron de los Juegos Olímpicos de Invierno en Lake Placid (EEUU), sino que el 24 de febrero los equipos de ambos países protagonizaron uno de los más asombrosos partidos de hockey sobre hielo de todos los tiempos.
Ahora sí llegamos al corazón de nuestro asunto de hoy.
En días en los que el mundo atraviesa algo así como una Guerra Fría de la Era Tik Tok, recordar cómo eran aquellos días del planeta partido en dos ya no parece ciencia ficción. Hoy, nadie se asombraría en extremo si le dijéramos que la final de básquet de los juegos de Roma 1960 (gran triunfo de los norteamericanos de Óscar Robinson y Jerry West) fue de las primeras, sino la primera, emisión en vivo y vía satélite de una competencia olímpica desde Italia a los Estados Unidos.
Así de atractiva resultaba la batalla deportiva entre los dos lados del Muro de Berlín. Así de poderosa fue la energía que generó la memorable final sobre hielo del 80.
De un lado un poderoso equipo profesional sovietico, digno representante de un deporte que había conquistado cinco de las últimas seis medallas doradas en la especialidad.
Del otro, un equipo norteamericano integrado mayormente por universitarios reforzados por jugadores rentados con poca experiencia en ligas menores.
Primero, una derrota contundente en un amistoso previo jugado entre los dos equipos en el Madison Square Garden. Luego, un debut en el que los norteamericanos apenas igualaron con Suecia. Nada, absolutamente nada permitía sospechar lo que finalmente sucedió en el encuentro decisivo, no por nada apodado Milagro sobre Hielo.
Tan grande fue el impacto que provocó el 4 a 3 en favor de los locales que ni el cine ni la tele, ni Disney, resistieron la tentación de eternizar aquella gesta entre producciones documentales y de ficción.
No fue solamente un milagro deportivo. No fue solamente la epopeya de rookies contra experimentados. Fue, además, la humillación del equipo todopoderoso contra el rival ante el cual nada de eso debía suceder.
Tampoco faltó la controversia con los programadores de la cadena ABC, dueña de los derechos de transmisión de aquellos juegos. Con la intención de darle espacio en su prime time, la gente de la tele solicitó que el partido se jugase a partir de las 8pm, hora local. Sin embargo, las autoridades de la Federación del deporte mantuvieron el horario de las 5PM. Entre otras cosas, una modificación hubiese forzado a la audiencia rusa a mirar el encuentro a partir de las 4 de la mañana. Conclusión: ABC no emitió el partido en vivo sino en diferido a partir de las 8.30 pm, anunciando que el juego ya se había disputado pero manteniendo el secreto del resultado final.
Más allá de la infinidad de detalles que adornaron la épica de aquel encuentro, hace pocos días volvimos a tener dimensión de cuánto representa aquel triunfo para muchos fanáticos aún a más de 40 años de disputado.
La casa de subastas SCP recibió una oferta de más de 370.000 dólares (24.000 por encima de la expectativa) por la medalla dorada de Steve Christoff, uno de los integrantes de aquel equipo.
Más aún: la reciente fue la segunda vez que se subastó esa medalla en tres años: en 2020, un particular pagó a Goldin Auction casi 320.000 por el trofeo. Y más aún, en los últimos 10 años otras dos medallas (las de Mari Wells y Mark Pavelich) también fueron rematadas por valores superiores al cuarto de millón de dólares.
Desde ya que ningún valor en metálico podrá alcanzar la dimensión real de una medalla olímpica. Mucho menos cuando se la conquista contra todos los pronósticos.
Pero casos como estos permiten tomar conciencia de lo que significó, en esos tiempos geopolíticamente tan particulares, una confrontación entre los dos gigantes de esos tiempos del olimpismo.
Una historia que, si estuviéramos cerca de ello, ojalá solo se repita en los escenarios deportivos.