En modo olímpico, un año y medio es la nada misma. Eso es lo que nos separa de una nueva fiesta de los anillos. El inédito ciclo de tres años que forzó la pandemia, se cerrará formalmente el 26 de julio del año próximo cuando alguna de las muchas megaestrellas del deporte francés encienda el pebetero con el fuego sagrado. Y a esta altura, mientras decenas de miles de atletas de todo el planeta sueñan con ganarse una cama en la villa olímpica parisina, en la capital francesa se trabaja a destajo camino al más grande desafío de estos días: garantizar la seguridad en semejante paraje turístico camino a los primeros Juegos Olímpicos abiertos al público desde Río 2016 y después del destrozo que provocó el COVID 19.
Cualquier ciudad de la belleza, magnitud y convocatoria de París atraviesa un nivel de estrés de seguridad cada día de su existencia. Pero desde qué los juegos son los juegos y, especialmente, a partir de la Masacre de Múnich de 1972, la saturación en temas de control representa el tema más sensible, competencias al margen.
No hay que viajar demasiado lejos para tener una idea acabada respecto de lo que implica el servicio de seguridad para un encuentro al cual concurren deportistas, dirigentes, oficiales, aficionados y hasta mandatarios de más países de los que nuclea la ONU.
Pocas ciudades disputan la batalla por el encanto y la preferencia del turista tanto como París y Londres.
Pocos días antes del comienzo de los juegos de 2012, un cimbronazo de preocupación invadió el comité organizador de aquellos maravillosos juegos.
Personalmente, alojado en el Icona Point, edificio desde el cual se observaba bien cerca el estadio Olímpico y el mismísimo Orbit, cruce varias mañanas a grupos de empleados contratados por el G4S, un servicio privado de seguridad que debía garantizar que todo funcionara bajo control en cada sede de las competencias. En una de esas ocasiones, me llamó la atención una discusión entre alguien que parecía estar a cargo de un grupo y un par de uniformados. Ninguno hablaba en inglés. Poco después, se supo que, horas antes de que Paul McCartney conmoviera al mundo entero con su Hey Jude de la ceremonia de apertura, el Comité Organizador había decidido ubicar en cada puesto sensible a soldados del ejército británico, entre los cuales había varios recién repatriados de bases en distintos puntos sensibles de territorio asiático, y limitar la presencia de la que, por esos días, era la empresa de seguridad privada más importante del mundo. Medios locales destacaron que las falencias detectadas iban desde la imposibilidad de identificar ciertos elementos prohibidos en zonas de competencia hasta personal con antecedentes penales o extranjeros sin permiso para trabajar en el país.
Lo que, en un principio, pareció de altísimo riesgo terminó siendo un éxito más de aquella organización: nadie reportó inconvenientes en cuestiones de seguridad y, en lo personal, doy fe de que los controles a los diversos espacios de prensa, incluido el IBC, fueron eficaces, gentiles y especialmente ágiles.
Cuatro años más tarde, en los meses previos a los juegos de Río, uno de los más influyentes miembros del comité organizador me confesó su convicción de que no existe ni el equipo ni la organización perfectos. “Eso jamás sucede. El mérito de los mejores equipos es que solucionan rápido el inconveniente, reconocen el error, dan vuelta la hoja y siguen adelante”
De eso se trató Londres. De eso se trató Río. Ese fue el gran legado de Tokio. Y ese será el gran desafío de lo que, imaginamos y deseamos, será París 2024.