Faltan pocos segundos para el final del combate por la medalla dorada y el correntino Sebastian Crismanich pierde por tres puntos contra el norteamericano Steven Lopez. Desesperado, el argentino apela sobre la hora a su recurso distintivo. La patada doble con giro a la cabeza parece rozar la nariz del norteamericano, pero los árbitros no consideran que el golpe haya sido nítido. Termina la pelea y, desde el rincón de nuestro compatriota, se reclama una revisión de la acción que puede cambiar dramáticamente el destino del torneo. Desde la mesa de control revisan la acción desde varios ángulos, en cámara lenta. Avanzando. Retrocediendo. Sin que sea ostensible, su pie izquierdo parece haber tocado la nariz del ex campeón mundial. Después de un par de minutos, el responsable de la mesa de control se para y devuelve la tarjeta roja correspondiente al rincón de Sebastian. Señal inequívoca de que el reclamo fue exitoso. Medalla dorada para Crismanich. Gracias a “la tecnología.
Quinto set de la final de Wimbledon. Roger Federer saca 5-4 y 40-30 ante Novak Djokovic. El suizo, que jamás fue hombre récord en el rubro aces, ha construido buena parte de su extraordinaria carrera a partir de una extraordinaria variedad de saques. El primer servicio se queda en la red. El serbio se mete un metro delante de la línea de fondo: quiere presionar a su rival, que ya superó la quincena de doble faltas en un partido en el que estuvo extraordinariamente impreciso en la materia. Federer sorprende y se la juega con una pelota abierta sobre el revés de su rival que se estira pero apenas la roza. El pique es cerca de la línea; parece más fuera que dentro y el juez de silla lo confirma: doble falta y 40 iguales. Quizás más por desesperación que convicción, Roger pide el Ojo de Halcón. Casi imperceptible, la imagen muestra una pelota en una zona gris que, a ojos vista, no deja demasiado en claro el escenario. Sin embargo, la máquina dice “IN”. “La tecnología” consagra al suizo, una vez más, campeón en Londres.
Beijing 2008. El norteamericano Michael Phelps busca una dorada más, camino al sueño de batir el récord de siete en un solo juego, en poder de Mark Spitz desde Munich 1972. En los 100 metros mariposa tiene en el serbio Milorad Cavic a un adversario formidable que domina la prueba desde la partida. El pase de los 50 muestran al europeo 22 centésimas delante y mantiene la ventaja luego del subacuático. El final, entre ajustado y dramático, regala un toque que parece simultáneo aunque las manos Cavic, por arriba, parecen haber logrado lo que parecía imposible. Sin embargo, la primera repetición, pone en duda la primera impresión: el toque de Phelps, por debajo del agua, le dio una victoria que solo se confirmó a través de la revisión del cronometraje electrónico. Al fin y al cabo, una diferencia de una centésima no está hecha para ser advertida por el ojo humano. Otro tipo de “tecnología” puso al más grande nadador de la historia nuevamente en camino al récord que, finalmente, lograría.
Último lance de la final por la medalla de bronce en la categoría de menos de 48 kilos de judo en los Juegos Olímpicos de Beijing, en 2008. La entrañable Peque Pareto parece no encontrar el camino ante una durísima rival coreana que, además, toma la iniciativa antes de que suene el gong. La técnica de la asiática vuelca a las rivales sobre el tatami. Festeja Kim-Young Ran. El tablero electrónico y el gesto del árbitro deja en claro que ganó por un waza-ari. Llora la coreana. Reclama Paula. Los jurados, ubicados en los cuatro vértices del tapiz, se reúnen y deciden pedir una revisión de la acción. Tienen razón. Basta el repaso de un par de tomas para confirmar que, en realidad, la contra de la tigrense a la técnica de su rival fue la realmente eficaz. Medalla de bronce para Peque. Gracias a la “tecnología”.
Parte ficción, parte realidad, podríamos repasar o construir cientos de relatos para explicar por qué y cómo es que “la tecnología” aportó herramientas de enorme valor camino a darle al deporte un poco más de justicia.
No se trata de certezas, ese capricho detrás del cual viajamos infructuosamente los humanos. Se trata de una convención. De aceptar recursos que nos alejen un poco de la trampa o la injusticia. Nada que sea definitivo ni indiscutible. Pero con el solo hecho de tomarlos como válidos ya podemos despejar sospechas y evitar más tensiones de las que, ya de por sí, produce la alta competencia.
El atletismo, el voleibol, la NBA, el remo, la gimnasia artística y rítmica, el ciclismo…casi todos los deportes –olímpicos y no tanto- utilizan algún tipo de herramienta técnica que ayude a resolver cuestiones. Y evitar suspicacias.
Pero el fútbol es otra cosa, dicen. “Usar la tecnología le roba al fútbol parte de su esencia. Porque el error, inclusive el del árbitro, es intrínseco del juego”. El énfasis que se le pone a semejante afirmación nos permite suponer que esa “tecnología” es poco menos que una ciencia oculta que lo pervierte todo cuando, en realidad, no se trata más que de una variante no demasiado más sofisticada que la televisión que usted y yo usamos para ver la mayoría de los partidos.
Pero, claro, el fútbol tampoco necesita dar demasiadas explicaciones. De tal modo, nadie consideró demasiado necesario explicarle al mundo los procedimientos del VAR. Por ejemplo, eso que decora uno de los tantos murales que se exhiben en el IBC (International Broadcast Centre) del Mundial de Qatar: el recurso solo se utiliza en situaciones que cambian el desarrollo del juego como una tarjeta roja directa, un penal, un gol o una confusión de identidad.
Entre miles de partidos que se transmiten por semana de las ligas de todo el planeta, rara vez se insiste en que el VAR “trabaja” todo el tiempo. Por cierto, tampoco es frecuente que nosotros, los periodistas, conozcamos minuciosamente el reglamento del juego del que tanto hablamos y sobre el que tanto opinamos.
De tal modo, lo que debería ser un elemento que corrija errores y reduzca la histeria termina siendo un recurso cuestionado, muchas veces mal utilizado o de definición inexplicable; en vez de echar luz potenciamos el ocultismo.
El rugby, deporte pariente en sus orígenes de nuestro amado fútbol, lleva años resolviendo asuntos gracias al TMO. Por lo general, mostrando imágenes en las pantallas de los estadios. El mismo público que ve aquello que analizan los árbitros, además suelen escuchar lo que conversan las autoridades. Guste más o menos a nuestros intereses, a todos nos ayuda saber lo que evalúan los señores del pito. Y, sobre todo, permiten cuestionar una decisión por errónea pero no por capciosa.
Además, la tecnología por sí sola no se equivoca. Es como echarle la culpa de la inflación a las computadoras del INDEC.
Ojala llegue ese día en el cual el fútbol utilice el VAR para aflojar tensiones y aceptemos una herramienta que, en su debut mundialista en Rusia 2018, fue exitosa en más del noventa por ciento de las ocasiones en que hubo que resolver algún entuerto.
En todo caso, el problema no está en que no confiamos en la herramienta. En quienes no confiamos es en algunos de los que la ejecutan.