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TSURIGASAKI BEACH (Japón) - En la playa de Tsurigasaki la arena es oscura, brilla por momentos como la plata y quema los pies. Ahí, 100 kilómetros al sur de Tokio, se está haciendo historia, porque es la primera vez que el surf está en unos Juegos Olímpicos. Veinte hombres y veinte mujeres luchan por domar las olas en sesiones de media hora. Al final, cuando dejan el agua vuelven a la arena, levantan la vista y ven... casi nada.
Tsurigasaki Surfing Beach es quizás el escenario más claro de la distopía olímpica. Es evidente el interés que puso la Asociación Internacional de Surf (ISA) por lograr un evento especial, diferente. Hay una pradera de césped mullido que mira al mar, hay un museo de historia del surf, hay toda una instalación llamada “Surfing Festival”, hay hamacas, alfombras, cómodos almohadones para pasar el rato protegidos del sol, hay música que uno podría escuchar toda la tarde sin cansarse.
Hay una pasarela de madera para seguir desde allí lo que sucede más allá y más abajo, en el agua. Y allí abajo hay dos pantallas gigantes, enormes, mostrando a los competidores en el agua. Y entre esas dos pantallas hay un kilómetro de arena que se extiende ancha y de norte a sur. Vacía, salvo por un puñado de personas de los equipos participantes o del área técnica del evento.
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No hay gente. Al surf en Tokio 2020 le quitaron el alma. La situación semeja el efecto de una bomba neutrónica: nada fue destruido, todo está intacto, pero allí no hay vida. La poca vida que hay está en la arena, y consiste en los competidores, sus equipos técnicos, los jueces, algunos voluntarios y, algo más alejados, un puñado de fotógrafos y periodistas.
Lo del surf es, sencillamente, una pena. Acumular gente en un espacio cerrado es una cosa, permitir ingresar a un par de miles a un amplio espacio al aire libre en el que corre permanentemente el viento, otra.
“Esto iba a ser el evento de surf más impresionante de la historia. Lo sigue siendo, pero realmente estoy triste de que la gente no pueda verlo... Con todo el trabajo que le pusieron a esto”, dice Kanoa Igarashi, uno de los surfers japoneses que protagonizaron el torneo.

“Esto es la cosa más hermosa que haya visto, como surfer nunca pensé que vería algo así. No se puede hacer algo mejor que esto, todo mi reconocimiento hacia la gente que organizó esto. Es una pena lo que estamos viviendo con la pandemia”.
Fernando Aguerre, el argentino que preside la ISA, había hablado cinco años atrás, cuando el surf se aseguró entrar al programa olímpico, que en estos Juegos en Japón tocarían Pearl Jam y Jack Johnson para los surfistas y espectadores en el lugar. El evento de surf sería, así, mucho más que surf. El covid-19 y el pobre manejo de la vacunación que hizo Japón dejó a los Juegos Olímpicos sin espectadores. Y a la playa del surf, vacía.
“Me hubiera gustado que aunque sea dejaran entrar al público japonés”, dijo Aguerre a Around the Rings. “Pero hay que respetarlo, es lo que ellos desean”.
Pasa el brasileño Gabriel Medina, una de las grandes estrellas del surf, y dice que “el mundo está muy loco”.
“Me hubiera encantado que la playa estuviera llena de gente. Amo surfear cuando la gente me está viendo, me da una motivación extra. pero estoy seguro de que muchos me están siguiendo por Internet”, dijo Medina a Around the Rings.
“Los Juegos Olímpicos son algo enorme para este deporte. Hay tantos países sin mar que nos están mirando... La gente, así, entiende el surf, entiende cómo se hace. Es un deporte hermoso, amo surfear. Si pruebas una vez, te enamoras”.
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Y algo de eso deben pensar los muchos miembros del COI y dirigentes de otras federaciones deportivas que visitaron en estos días la playa de Tsurigasaki. Tiene lógica: Tokio es, en su dimensión olímpica, una ciudad hipercontrolada, y aunque a la playa se debe llegar sin salirse de la burbuja, la amplitud, la vista del mar, el ruido de olas, el viento y el sol generan una sensación de libertad que no se da en casi ninguna de las otras sedes.
Dentro de tres años, París 2024 llevará el surf a Tahití, mientras que cuatro años más tarde, en Los Ángeles, será un deporte netamente urbano, en las playas de la ciudad. Algo parecido sucederá con Brisbane en 2032, con la playa de South Bank como sede.
Los días de competición en Tsurigasaki demostraron que el surf tiene argumentos para instalarse firmemente como deporte olímpico. No solo por el interés que genera, sino por la espectacularidad de la transmisión televisiva, que no es nada sencilla: hay cámaras en la arena, en el agua y en el aire. Y eso permite generar imágenes que hacen sentir al televidente que está ahí, remando olas con el protagonista.
El japonés Igarashi explicó el lunes con detalle y sensibilidad por qué cree que el surf es un deporte que no admite comparación con ningún otro en el programa olímpico.
“Le aportamos muchas personalidades a los Juegos, y la conexión que tenemos con el océano, el hecho de que competimos contra algo que no es un objeto sólido, ¿sabes? Hay que surfear lo que la ola nos pide, adaptarse a su ritmo, y eso es algo que no veo en otros deportes olímpicos. Hay que adaptarse porque todo puede suceder. Tenemos 30 minutos para luchar contra la madre naturaleza. Es único, un gran desafío”.
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