TOKIO - En un Boeing 787-9 entran hasta 246 personas, pero en el de KLM que partió el domingo de Buenos Aires a Amsterdam había apenas 14. Primer tramo del viaje a Tokio 2020, gran expresión del mundo distópico en el que la pandemia del covid-19 nos instaló: un vuelo fantasma rumbo a la ciudad blindada para unos Juegos Olímpicos sin comparación.
“Nunca vi un avión tan vacío”, confiesa a Around the Rings con voz triste una de las azafatas de la línea aérea holandesa en esa suerte de vuelo privado de 13 horas de duración. “Es realmente triste”.
Que el vuelo trasatlántico estuviera vacío tiene que ver con la decisión del gobierno argentino de prácticamente cerrar el país para retrasar el ingreso de la variante Delta. Así, menos de mil personas tienen permiso a diario para ingresar al que es el octavo país más grande del mundo. Así, volar a Tokio para los Juegos no fue sencillo para nadie en la tierra de Lionel Messi.
Tener un Boeing 787-9 casi a disposición tiene sin embargo sus privilegios. Trato personalizado de las azafatas, todos los asientos que se quiera para dormir estirado mientras se cruza el Atlántico. ¿Y por qué no permitir a todos pasar a la cabina de business? Somos apenas 14, razonó más de uno a 10.000 metros de altura.
“Lo discutimos con la tripulación, pero era injusto de cara al único pasajero que pagó su boleto en business”.
La lógica absoluta de la respuesta no impidió la envidia de los 13 pasajeros de la clase turista a esa personas, sentada unos metros más adelante, que disponía de business para ella sola.
El vuelo era, en todo caso, cualquier cosa menos rentable. La carga en la bodega es lo que lo justifica, explica otra azafata.
Amsterdam, escala rumbo a Tokio, es un mundo muy diferente al del vacío del aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires. Schiphol muestra la cara normal de un aeropuerto, mucha gente moviéndose de un lado a otro. No es tan intenso como en tiempos pre-pandemia, pero el vuelo a Japón sale, previsiblemente, lleno. Gran mayoría de deportistas holandeses de enorme altura y que, literalmente, no caben en sus asientos, pero también otros de Italia, Bolivia, Venezuela y Ecuador.
Las diez horas entre Amsterdam y Tokio parecen pocas en comparación con las 13 entre Buenos Aires y la ciudad holandesa. Pero son muchas, y apenas el anticipo de lo que sucederá en Japón, ese país que está librando dos batallas simultáneas: organizar unos Juegos Olímpicos exitosos e impedir que la pandemia se extienda entre sus 116 millones de habitantes.
¿Desafíos incompatibles? Los próximos días lo dirán, pero ya en Narita queda claro que el gobierno de Japón está haciendo un esfuerzo enorme dentro de un contexto que es evidente: no se vacunó lo suficiente. Si se hubiera vacunado más y mejor, los Juegos no sufrirían algunas de las restricciones que sufren. Solo el 15 por ciento de los japoneses está completamente vacunado.
Cualquier persona vinculada a los Juegos que debía volar a Tokio tuvo que, durante semanas, descifrar y familiarizarse con múltiples formularios, mails, aplicaciones, códigos y passwords. Un verdadero enjambre burocrático salpicado de nombres extraños que empezaron a sonar habituales de tanto leerlos: ICON, OCHA, COCOA...
Uno de los formularios de inmigración que se entregaron en el avión demuestra que Japón entiende como un peligro para su control de la pandemia al 75 por ciento de los países del mundo. Son 153, en total, los marcados como “zonas “rojas”. Que esto suceda de cara a los Juegos Olímpicos, el evento más universal que exista, es toda una paradoja.
Uno de los enviados de la revista alemana “Der Spiegel” escribe que el sistema de múltiples capas de control diseñado por Japón no funcionará una vez que 100.000 personas vinculadas a los Juegos se muevan por la ciudad. Otra vez, los próximos días dirán si es así o no.
En Narita, los pasajeros del vuelo de KLM deben esperar más de media hora en el avión tras aterrizar. Están descendiendo los pasajeros de un vuelo de Air France, y los protocolos del gobierno indican que no se pueden mezclar los pasajeros de dos vuelos diferentes.
La espera es luego en la manga, la muy calurosa manga, hasta que se llega a un pasillo con sillas numeradas en las que se inicia la exhaustiva revisión: se piden dos tests de PCR, pasaportes, códigos QR, traducciones, pasaportes, tarjetas de embarque y, sobre todo, OCHA.
OCHA, OCHA, OCHA, el nombre de la aplicación suena como una letanía. Significa “Online Check- in and Health report App”, y funciona en tándem con la “Contact Confirming Application” (COCOA). A OCHA no se llega si no se habilita antes ICON (Infection Control Support System), que a su vez depende de un “Activity Plan” que debe aprobar el gobierno de Japón y que co-gestiona el CLO (Covid Liaison Officer).
Todo esto en un entorno de formularios y sitios de aspecto y funcionalidad más cercanos a los años ’80 que al 2021. ¿La gran ventaja? La infinita y permanente amabilidad de los japoneses.
Una voluntaria ríe cuando Around the Rings le pregunta cuántas veces por día dice OCHA. “¡Me parece que muchas!”. Si se cierran los ojos en esa larga espera en Narita, el sonido será siempre el mismo: OCHA, OCHA, OCHA...
A veces no hay OCHA, porque el gobierno de Japón se demoró enormemente en aprobar los “Activity Plan”. Entonces entra en acción la “written pledge”, una carta de Tokio 2020 que permite el ingreso.
“¿No OCHA?”, preguntan asombrados en el aeropuerto. No, no hay OCHA. Y se pasa sin problemas, cosa que hasta hace unos pocos días no era el caso. El Comité Olímpico Internacional (COI) se encargó de hacerle ver al gobierno de Japón que era necesaria una alternativa a OCHA, porque de lo contrario colapsarían los ingresos, incluso sin el volumen que aportaría el público en los estadios.
Hay que escupir en un embudo plástico para la prueba de antígenos, y con la boca reseca tras un largo vuelo y la prohibición de beber para no falsear el test, el asunto no resulta fácil. Un cartelito ayuda al visitante. “Imagine”, propone junto a dos fotos de una naranja cortada y una fruta en compota. ¿Ver esas fotos e imaginarse esas frutas activa la secreción de saliva? Parece que sí.
Otro cartel advierte de que se está ante la última posibilidad de ingresar a un baño y otro más prohíbe los saludos en modo “high five”.
Y así va pasando el tiempo hasta que se pasa por migraciones, se busca la maleta, se sube a un autobús y se toma un taxi hasta el alojamiento que el comité organizador de Tokio haya decidido. En este caso, siete horas entre el aterrizaje en Tokio y la llegada al hotel. Hubo gente que demoró incluso más tiempo. Pequeño consuelo, tras 43 horas de viaje, en la primera noche en la ciudad sede de los Juegos. La ciudad blindada ante el virus.
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