TOKIO - El éxito del voleibol argentino en los Juegos Olímpicos de Tokio esconde historias de angustia y emoción. De liberación y de reclamos. En ese bronce se condensan revanchas, mandatos históricos y, sobre todo, el deseo de demostrarse a ellos mismos que un grupo unido durante años por el deporte tiene derecho no solo a soñar con un final feliz, sino a hacerlo realidad.
Antes de que empezara su año deportivo, ese con el punto culminante en Japón, Facundo Conte le dio un beso a una medalla. Pequeño gran momento: había crecido viendo ese metal redondo, expuesto en una habitación de su casa como testimonio de la hazaña de su padre, aquel otro Conte (Hugo), que en 1988 y en otros Juegos Olímpicos, los de Seúl, se llevó el bronce junto a sus compañeros del voleibol.
Años viendo esa medalla ganada antes de que él naciera. ¿Presión? Más bien desafío. El abrazo de más de un minuto de duración que Hugo y Facundo se dieron en el Ariake Arena de Tokio simboliza muchas cosas: el cariño entre padre e hijo, la admiración del padre hacia el hijo, el respeto del hijo hacia el padre y, sobre todo, el deporte como vehículo para unir, crecer y trascender.
“Esto es lo más hermoso que haya logrado en mi vida deportiva, y lo logramos como equipo”, dijo Conte, una máquina de jugar y de gritar que, cuando los partidos terminan, habla en un tono de bronco susurro y con la batería al límite de la descarga total. Sus cuerdas vocales se ven en el juego tan exigidas como sus músculos, y no fue la excepción en el triunfo de este sábado sobre Brasil por 3-2 (25-23, 20-25, 20-25, 25-17 y 15-13).
Conte se había ido de la selección tras el quinto puesto de Río 2016, y el décimo tercer puesto en el Mundial de 2018 hizo creer que el futuro era oscuro, pero algo lo impulsó a volver. Esa medalla de bronce en casa no tenía por qué ser la única en la familia.
“Crecí en mi casa con una medalla olímpica expuesta, y de hecho la toqué antes de empezar esta temporada para que me diera suerte. Y hoy logramos hacer historia, logramos algo que nadie esperaba, algo por lo que luchamos cada partido, y eso es lo único que importa”.
El más joven de los Conte, 197 centímetros de altura y al borde de cumplir los 32 años, pasa hoy buena parte del año en Zawiercie, una muy tranquila ciudad de 50.000 habitantes en la región polaca de Silesia. Allí, en la poderosa Liga de voleibol de Polonia, juega para el Warta. Los inviernos son crudísimos, y los veranos, relativamente breves.
El mayor de los Conte, otro gigante, pudo hacer algo que no estuvo al alcance de casi ningún otro padre de competidor olímpico en Tokio: ver a su hijo en vivo y en directo luchando, pelota a pelota, por el podio. Conte fue comentarista para la televisión argentina durante los Juegos, y fue así que logró estar en Tokio y ver, 33 años después, a la Argentina ganando otro bronce en voleibol sobre Brasil.
Esa misma selección, Brasil, había eliminado a Argentina en los cuartos de final de Río 2016 tras un inicio brillante del equipo en el torneo.
Pese a la admiración y cariño que siente por su padre, Facundo preferiría evitar la habitual comparación con Hugo, elegido en su momento como uno de los ocho mejores jugadores del siglo XX. “Las comparaciones con mi padre son para el periodismo. No me importa. Esto es lo más hermoso que haya logrado en mi vida deportiva, y lo logramos como equipo”.
A unos metros, Marcelo Méndez, el entrenador de Argentina. Cuando terminó el partido y el bronce era un hecho, Méndez se derrumbó. Sentado, inclinó su cabeza, la escondió entre sus manos y rompió a llorar. En el fondo sonaba “Ladrón de mi cerebro”, de los Redonditos de Ricota, una de las bandas históricas del rock argentino.
Méndez lloraba con intensidad, parecía desahogarse. Y así era, en efecto. Acababa de quitarse de encima una angustia muy pesada. La espina clavada en su alma deportiva se había esfumado gracias a la eléctrica victoria sobre el campeón olímpico de 2016. A su rescate acudió Nicolás, hijo de entrenador e integrante también de la selección, para abrazarlo y convertir las lágrimas en sonrisas en ese estadio sin público, la marca de los pandémicos Juegos de Tokio 2020.
“Tengo 57 años”, explicó Méndez.”A algunos les toca más jóvenes, a otros les toca más grandes en unos Juegos Olímpicos. Cuando se me dio en el 2007 con la selección española, perdí la clasificación olímpica en un europeo contra Serbia 3-2 y 18-16 en el quinto set. Después de muchos años, mi país, mi selección me invitan a dirigirla”.
Méndez fue por diez años el entrenador del Sada Cruzeiro, con el que ganó seis títulos brasileños, siete sudamericanos y tres mundiales. Abonado al éxito, estuvo cerca de dirigir a Polonia, pero finalmente llegó el llamado de Argentina. En esos instantes finales del tie break de hoy, en el que Brasil estuvo a solo dos puntos de la victoria, Méndez se jugaba toda una carrera deportiva y, sobre todo, si esa espina seguiría clavada en el alma o no como lo hizo en los últimos 14 años.
“Este es un grupo que creyó que se podían hacer las cosas. Me da mucha felicidad y se me vienen muchos recuerdos a la cabeza, mi historia en el voleibol, en el deporte. Es el sueño que quería cumplir. Para nosotros no es un bronce, es una medalla de oro. ¿La diferencia? Supimos cerrar el partido mejor que ellos, nada más”.
Sebastián Solé, que junto con Conte y el capitán Luciano de Cecco conforma el trío de veteranos de la selección, estaba agotado, feliz, y con la mano derecha dolorida, producto de una pelota que fue a buscar al piso. A él también le preguntaron por el vínculo entre el bronce de Seúl 88 y el de Tokio 2020.
“No tengo registro de esos partidos, no había nacido. Pero conozco a varios de los jugadores y sé que eran cracks”.
“Este es un deporte lindo, es lindo jugarlo”, añadió casi con candor. “Pedimos a los que pueden que nos ayuden, porque teníamos una linda y buena liga, y está desapareciendo. Es cierto que estamos en una pandemia muy dura, pero a ver si puede volver”.
El voleibol tiene tradición en Argentina, un país cuyas clases medias se enamoraron del deporte cuando en 1982, al mando del surcoreano Young Wahn Son, el país ganó el bronce en el Mundial celebrado en casa. Seis años después llegaría el bronce olímpico en Seúl. El sistema de clubes sociales, muy fuerte en Argentina, pero hoy muy golpeado por las sucesivas crisis económicas, era una máquina de producir buenos jugadores.
Casi cuatro décadas después de aquel impacto de 1982, en las entrañas de un estadio en Tokio, Solé estaba mostrando la otra cara del triunfo. ¿Cuál? Esa que exhibe a deportistas argentinos, ya sea en la derrota o el éxito, hablando una y otra vez del esfuerzo que les implica competir, de la falta de condiciones adecuadas, de las desventajas respecto a otros países cercanos o más lejanos. Muchas veces las quejas tienen razón de ser. Otras veces, no.
“La medalla es muy bonita, la ganamos, va a quedar en nuestros corazones, nadie nos las va a poder sacar”, dijo Méndez con tono serio. “Pero tenemos que pensar en cómo hacemos, aprovechemos esta medalla de oro (sic) para el futuro, es un pedido para las autoridades del voleibol y del deporte en la Argentina. Me gustaría que estos jugadores sean los próximos entrenadores y los próximos dirigentes del voleibol argentino”.
De Cecco pide lo mismo, aunque no quiere, al menos por ahora, asumir la responsabilidad: “Nosotros ya hicimos nuestra parte, no me voy a poner el traje de dirigente ahora, ellos son los que tienen que hacer cosas ahora y aprovechar el envión. Con mucho sacrificio y pocos recursos logramos cosas buenas, imagínense, si tuviéramos recursos, qué cosas podríamos hacer”.
Conte también le apuntó a la dirigencia del voleibol, históricamente turbulenta en Argentina: “Sería muy bueno que podamos conseguir que el deporte sea de los deportistas. Esto lo hemos logrado sin apoyo de la dirigencia, con situaciones dificilisimas que hemos vivido como jugadores. Espero de todo corazón que esto se pueda aprovechar en la Argentina. Que sea un punto de partida para mejorar”.
SEGUIR LEYENDO: