El último domingo de febrero, el día en que Laura celebró su cumpleaños número 32, fue la última vez que vio a su papá como había sido siempre. “El flaco”, como le decían todos, le había hecho un asado para homenajearla y, “cosa que nunca”, no había faltado nadie. Estaba su esposa, con la que estaba casado desde hacía 40 años, sus cinco hijas, los yernos y sus cuatro nietos. Después de ese domingo, Laura volvió a verlo una sola vez, ya internado y con barbijo, a la distancia, nueve días antes de su muerte.
Daniel Héctor “El flaco” Martínez tenía 58 años, vivía en Florencio Varela y el 29 de marzo se convirtió en el “fallecido número 20 de Argentina”. Como indica el protocolo, lo cremaron sin ceremonias ni acompañantes. Por eso Laura -que está en pareja y vive a 60 kilómetros del resto de su familia- todavía no pudo abrazarse con su mamá ni llorar con sus hermanas.
Recién ahora está cayendo. Recién ahora está pudiendo ponerle palabras a todo lo que no pudo decir antes. “Supongo que terminaré de caer cuando pueda volver a su casa y vea la urna con sus cenizas”, dice Laura a Infobae. “Fue todo muy rápido, no imaginé que tenía que despedirme de mi papá”.
No sólo no contó su historia antes porque, al no poder estallar hacia afuera, implosionó. También le tuvo miedo -como le está sucediendo a muchos familiares de contagiados y fallecidos por coronavirus- a la estigmatización. En concreto, a que alguien los señale o los acuse por haber estado cerca de alguien infectado.
Hacía 34 años que su papá trabajaba en una empresa que hace gas para refrigeración en Bernal. Siempre había estado en la fábrica pero, desde hacía un tiempo, se ocupaba de los despachos en las oficinas. “El lunes 9 de marzo estuvo en el trabajo con un compañero que había vuelto de Europa. Dijo que tosía y estornudaba”, recuerda ella. El 9 de marzo en Argentina nadie tenía la dimensión del problema que tenemos hoy. De hecho, ese lunes fue el día de la marcha multitudinaria por el Día de la Mujer Trabajadora frente al Congreso.
El martes volvió a trabajar sin problemas pero al día siguiente empezó a tener fiebre y dijo que se sentía muy cansado. “El siempre había sido muy cuidadoso, muy prolijo. Siempre que llegabas de la calle te decía que te lavaras las manos y la cara y recién después te sentaras a comer. Así que apenas sintió los síntomas se aisló”. Tomó la decisión aún cuando el médico, ese mismo día, le diagnosticó una gripe y le dio paracetamol.
El jueves -según la cronología de Laura- volvió a ir al médico porque se sentía peor. El diagnóstico cambió: bronquitis aguda. “Las dos veces dijo que había estado con alguien que había vuelto de Europa pero no le hicieron el hisopado”. “El flaco” igual seguía en aislamiento voluntario. Yolanda, su mujer, le preparaba la comida y se la dejaba sobre una silla al lado de la puerta.
El viernes, cuando sus familiares vieron que seguía con 39 de fiebre y dolor de cuerpo, volvieron a llamar al 148, la línea que habilitó el gobierno para responder consultas sobre coronavirus. “Pasó lo mismo: volvieron a decirnos que no iban a hacerle el hisopado porque no tenía todos los síntomas”. Después del octavo día con fiebre, Yolanda llamó a la clínica para pedir que lo internaran. “Él es alto y grandote, mi mamá chiquitita, ella sola ya no lo podía ayudar”, sigue Laura y, durante un rato largo, habla de su papá en presente.
No lo internaron pero el lunes 16, ante la insistencia de Yolanda que repetía “ya no sé qué hacer”, le hicieron el hisopado. Lo internaron dos días después, cuando aún no había llegado el resultado. Faltaban casi tres días para el inicio de la “cuarentena total” cuando a Yolanda le pidieron que se aislara: ninguna de las personas que habían estado con él podía salir de casa. Ese día fue la última vez que Yolanda vio a su marido.
El parte médico indicó que tenía una fuerte neumonía. Y el mismo viernes que el país quedó paralizado Laura fue a verlo. “Todavía creían que era neumonía así que me dejaron verlo. Me pusieron el traje, barbijo y entré. Lo vi bien, agitado pero bien. Me dijo ‘no te acerques’, me preguntó cómo estaban mi mamá y mis hermanas y me dijo que se quería ir, que en esa habitación vidriada todos lo miraban y se sentía un muñeco de vitrina. Le dio miedo que yo estuviera ahí, así que casi que me echó. Me fui sin decir nada importante, no me imaginé que tenía que despedirme. No me dio tiempo...”.
“El flaco” tenía EPOC leve (enfermedad pulmonar obstructiva crónica), aunque había dejado de fumar hacía 15 años. Por eso sí era un paciente de riesgo. El miércoles 25 de marzo, mientras muchos argentinos debatían cómo combatir el aburrimiento del “quedate en casa” con recetas y gimnasia, llegó el resultado. Tenía coronavirus.
Con toda la familia en aislamiento, los partes médicos empezaron a leerse por teléfono. Hubo varias noticias durante la última semana: el lunes les avisaron que ya tenía el respirador al máximo. Estuvo igual el martes y el miércoles. El jueves les dijeron que no le funcionaba bien los riñones y que le iban a hacer diálisis. El sábado, que iban a frenar la diálisis porque le subía mucho la presión. El domingo 29 a la mañana sonó el teléfono por última vez: papá había fallecido.
“Recién ahora estoy cayendo y pienso todo lo que no le pude decir. Me hubiera gustado agradecerle todo lo que hizo siempre por nosotras”, se emociona Laura. “Nosotras” es ella y sus cuatro hermanas. La mayor -Natalia, de 36 años- que tiene un retraso madurativo, y la más chiquita -Mariana, que tiene 16-. En el medio está Gaby, de 34 años, Laura y Florencia, de 24.
“No sé, hay mucha gente que por ahí no se lleva bien con su papá. Nosotras no, él siempre fue muy cercano a nosotras, que somos todas mujeres. Él nos habló de la menstruación cuando éramos chicas, nos explicó cómo cuidarnos cuando empezamos a crecer. Estaba a favor de los derechos de las mujeres. Tenía casi 60 años, no sé si eso es muy común”.
Habla de su papá, que era hijo único y había tenido una infancia “muy sufrida”, y dice que ella lo admiraba por cómo había trabajado siempre para que a sus hijas no les faltara nada. Habla de cómo luchó para sacar adelante a su hermana mayor, la joven con discapacidad, desde que era bebé. Y se ríe con el recuerdo que elige para despedirse: “Fue una vez que nos fuimos con una de mis hermanas a ver al Indio Solari a Mendoza. Él se enojó, estuvo como una semana enojado con nosotras. Después mi mamá nos contó: no se había amargado porque nos habíamos ido casi sin pedir permiso, se había amargado porque no tenía plata para darnos y que nos lleváramos al viaje”.
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