La psicóloga que se enamoró perdidamente de su paciente de los jueves: “Algo en él lo hizo irresistible”

Camila, una excelente profesional, especialista en temas de pareja, podía comprender el corazón de todos sus pacientes, menos el de José. En el marco de la terapia, sus vidas se entrelazaron de la única forma prohibida. Quisieron evitarlo pero el deseo y la curiosidad fueron más fuertes

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José, de 38 años, llega
José, de 38 años, llega al consultorio de Camila un jueves caluroso sin una clara razón para iniciar terapia (Imagen Ilustrativa Infobae)

Camila, psicóloga clínica de 38 años, vive y trabaja en Buenos Aires. Su consultorio, en el barrio de Palermo, está decorado con estanterías llenas de libros y una ventana pequeña que da a un árbol grande que parece haber existido desde siempre. El lugar, en un viejo edificio de la década del 30, era un refugio tanto para sus pacientes como para ella misma. Su vida era tranquila, ordenada, regida por los principios que había aprendido a lo largo de los años. Nada la había preparado para lo que estaba por suceder.

Era un jueves caluroso de noviembre cuando José entró por primera vez en su consultorio. “Me acuerdo como ayer; me impactó”, dice ella perdida en la nostalgia. José, con 38 años, era un hombre de presencia magnética. Alto, con el rostro marcado por la expresión constante de un dolor que no lograba ocultar del todo, y una mirada que parecía escrutar cada rincón de quien tuviera frente a él. Su ropa, aunque elegante, no era especialmente llamativa. De hecho, su atuendo era sobrio, casi sombrío: un chaleco negro, una camisa gris y un saco oscuro. Al entrar, José no se presentó con una sonrisa ni un saludo convencional. Sólo se limitó a decir: “Hola, Camila”.

Camila lo observó, tratando de leer la situación. Había algo en él, algo indefinido, que despertó su curiosidad y, por alguna razón, también cierta inquietud. Mientras él se sentaba en el sillón, ella lo miró un momento y luego le preguntó con el tono profesional que ya dominaba: “¿Qué te trae por acá?” José la miró fijo. No parecía nervioso, pero tampoco relajado. La forma en que se acomodó en el sillón, la postura de su cuerpo, indicaban una resistencia casi palpable a someterse al análisis que la psicóloga quería iniciar.

No estoy seguro de por qué vine —dijo con voz grave, un poco distante—. Tal vez porque me dijeron que lo haga. O tal vez porque estoy cansado de hacer todo lo que me mandan”. Camila, que sabía que en estos primeros encuentros el silencio y la paciencia eran fundamentales, se quedó callada por diez segundos; el tiempo que tenía medido para que sus palabras se asentaran en el aire frente a los pacientes difíciles. “A veces, no saber por qué uno está aquí puede ser el primer paso hacia algo más claro”, respondió con una calma que, ella misma, sabía que estaba dirigida más a sí misma que a él. Camila era una buena psicóloga, sí, a pesar de su juventud era una excelente profesional pero también, más allá de su carrera, su vida personal acarreaba bastantes traumas todavía irresueltos. Sus palabras flotaron como un puente colgante que intentaba tender hacia el hombre que tenía frente a ella.

José no contestó inmediatamente. Pareció sumirse en sus pensamientos por un largo rato. Por fin dijo con una leve sonrisa: “Quizás estoy aquí para contarle a alguien lo que realmente me pasa”. Camila se sorprendió por la sinceridad con la que había hablado. La mayoría de las personas que pasaban por su consultorio no tenían la valentía, o la necesidad, de ser tan directas en el primer encuentro. Y sin embargo, José parecía no tener miedo de desnudarse emocionalmente, aunque lo hacía con cautela.

Las semanas transcurrieron, y las sesiones con José se volvieron un ritual extraño. Camila había tenido pacientes complejos antes, personas con historias desgarradoras o profundos conflictos internos, pero nunca había experimentado una conexión tan intensa. Había algo en José que la descolocaba. Un dolor evidente, pero también una capacidad de ocultar su sufrimiento detrás de una fachada tan cuidada que era difícil distinguir si realmente estaba intentando abrirse o simplemente jugando a un juego psicológico de manipulación. “También veía mucho de él en mí, lo cual me distraía del trabajo terapéutico para llevarme a involucrarme a otro nivel”.

El primer giro en su relación sucedió una tarde de agosto, cuando José comenzó a hablar de sus fracasos en las relaciones personales. “Nunca entendí por qué las mujeres me terminan abandonando —dijo, su tono grave resonando en las paredes del consultorio, mientras sus ojos oscuros no dejaban de mirar a Camila—. Como si al final no tuviera suficiente. O tal vez me aburro antes de que ellas lo hagan”.

Camila, que había aprendido a mantenerse serena frente a este tipo de confesiones, se mantuvo atenta e, inesperadamente, su interés creció. Tal vez porque a ella misma en su vida personal le sucedía igual. En sus 38 años había tenido más de diez parejas, la mayoría hombres que se enamoraban de ella, que planificaban un futuro, futuro que siempre terminaba parecido: a los meses de relación intensa ella ejercía cualquier estrategia inconsciente para que el caballero “huya despavorido”, y si el candidato aún seguía de pie ella lo dejaba sin mucha explicación. Hubo algo en la expresión de José, una mezcla entre vulnerabilidad y arrogancia, que la hizo sentirse incómoda pero una vez más identificada. “¿Y por qué creés que te aburrís?”, preguntó, más por curiosidad personal que por empatía profesional. “Creo que buscaba en José las respuestas que yo no tenía para mí misma”.

José levantó la mirada, encontrándose con la de su analista. La intensidad del choque fue tal que, por un segundo, ella sintió que el consultorio se vaciaba de todo lo que lo rodeaba. Fue una mirada profunda, casi como un examen, y Camila evidenció que no sólo le preguntaba a él, sino que el cuestionamiento era para sí misma. “Porque al final siempre busco lo que ya sé que no voy a encontrar”, respondió José, como si estuviera diciendo una verdad incómoda. No esperaba una respuesta, pero Camila sabía que él, en el fondo, quería ser comprendido, incluso sin mostrar su dolor tan abiertamente.

Camila guardó silencio durante unos segundos, sin saber si esa revelación debía ser analizada más a fondo o si debía simplemente dejarla reposar en el ambiente. Había algo en sus palabras que la tocaron de una forma inesperada. No era simplemente la confesión de un hombre que no comprendía su fracaso en las relaciones; era la confesión de alguien que estaba perdido, que había dejado de intentar entenderse a sí mismo. “Que parecía haber dejado de creer en el amor, como me pasaba a mí. Daba consejos para que las parejas tengan vínculos más sanos, vivía hablando de amor y, sin embargo, mi vida sentimental era un desastre, cada vez peor. Llegué a pensar que el amor no existe”.

La sesión terminó sin grandes avances, pero algo había cambiado. Camila comenzó a darse cuenta de que había algo más en José que un paciente con problemas sentimentales. Había una complejidad detrás de su fachada, algo que despertaba en ella una mezcla extraña de intriga y ternura. “Me veía en él”, dice con la mirada puesta en el sillón de cuero. Así, el vínculo entre terapeuta y paciente comenzó a rozar los límites de lo que debía ser. Aunque todavía sólo en los pensamientos más secretos de cada uno. Camila sintió miedo, “sabía que estaba mal”, pero al mismo tiempo no podía parar de pensar en su paciente de los jueves.

La confesión inesperada

El punto de no retorno ocurrió una tarde lluviosa de otoño. José llegó tarde, empapado, y se sentó en su lugar con una expresión que Camila jamás había visto en él: agotada, casi resignada. “Camila, hay algo que tengo que decirte”, dijo, con la voz grave, como si le costara encontrar las palabras. Ella lo miró, sabiendo que en ese instante algo estaba a punto de transformarse. “¿Qué pasa, José?”, preguntó, sin poder evitar el tono tenso que ya comenzaba a apoderarse de su voz. Él levantó la mirada y sus ojos, normalmente llenos de un misterio impenetrable, ahora se veían vulnerables. “Hace semanas que vengo pensando en vos. En todo lo que me decís, en lo que hago, en cómo me siento después de hablar con vos. —desembuchó verborrágico con una honestidad brutal que la descolocó—. Con vos puedo hablar cosas que no hablo con nadie. Así es la relación ideal, así como la nuestra. Creo que… te volviste algo más para mí que mi psicóloga”.

 “Hace semanas que vengo
“Hace semanas que vengo pensando en vos", confesó su paciente de los jueves en una sesión (Imagen Ilustrativa Infobae)

Camila no sabía qué responder. Su mente se apagó. Sabía lo que debía hacer, lo que la ética le dictaba que debía hacer. Pero su corazón, traicionero, le decía otra cosa. Había algo en esa confesión, algo que la hacía sentir una mezcla de pánico y fascinación. “Lo que acababa de escuchar, no me gustaba… pero me encantaba”, se enciende contradictoria. Intentó mantener la compostura, pero la tensión entre ambos era palpable. Camila se levantó y caminó hacia la ventana. Afuera, la lluvia seguía golpeando los cristales con furia. “José, no podemos mezclar los límites profesionales con lo personal”, largó finalmente, con voz temblorosa. José permaneció en silencio. Luego se levantó lentamente, acercándose con cautela a ella. “Lo sé, Camila. Lo sé —respondió, con voz suave pero firme—. Pero… ¿y si esto no es tan raro? ¿Y si estamos sólo evitando algo que ambos sabemos que está ahí, entre nosotros? ¿Y si somos almas gemelas?”

La pregunta quedó flotando en el aire. Camila sintió que, por primera vez, no tenía las palabras adecuadas. Todo lo que había aprendido en la facultad, sobre la importancia de los límites, parecía desmoronarse frente a ella. Estaba siendo testigo de su caos. Pero, al mismo tiempo, no podía ignorar lo que sentía. “Esto es todo por hoy. Se terminó la sesión. José, andate por favor”, es todo lo que atinó a decir.

La relación entre Camila y José había ido tomando un rumbo incierto, aunque las líneas nunca habían sido trazadas con claridad. En las semanas previas, el vínculo había cruzado umbrales invisibles: las palabras ya no se sentían tan convencionales, las miradas entre ambos parecían cargadas de una intensidad que no podían o no querían reconocer. Había una especie de magnetismo palpable en el aire del consultorio, como si la energía que compartían estuviera a punto de desbordarse. Camila lo sabía, y él también. Pero, al mismo tiempo, ambos mantenían un delicado equilibrio entre la ética profesional y la fascinación personal; un clásico contrato entre analista y analizado.

Habían pasado meses desde que José había confesado que sus sentimientos por ella iban más allá de la relación paciente-terapeuta. Camila, aunque trató de mantener la distancia, no podía dejar de pensar en él. Lo había oído en su voz, en su forma de mirar, en su dolor sin resolver. Y algo en ella, que había estado guardado bajo capas de profesionalismo, comenzó a resquebrajarse. A veces, incluso se sorprendía deseando que llegara el día de la próxima sesión, sin querer admitir la razón por la cual su corazón se aceleraba al escuchar el sonido de su teléfono anunciando su cita. “El juego se volvió tan peligroso como excitante”.

Aunque intentó mantener la distancia,
Aunque intentó mantener la distancia, Camila no podía dejar de pensar en José (Imagen Ilustrativa Infobae)

La sesión que cambió todo

Aquella tarde de invierno fue la que cambió todo. José llegó tarde, como solía hacerlo a veces, pero esta vez fue diferente. Su rostro mostraba algo más que cansancio: una extraña mezcla de desesperación y deseo reprimido. La tormenta afuera parecía presagiar lo que estaba por suceder. El viento soplaba fuerte y la lluvia arremetía contra las ventanas. La atmósfera del consultorio, con su luz cálida y la presencia del árbol que se balanceaba hacia los vidrios, era más intensa que nunca, como si a veces la sabia naturaleza nos armara la escenografía perfecta para la escena del crimen. Camila sintió un escalofrío, aunque no sabía si era por la tormenta o por lo que estaba a punto de enfrentar. Hoy reconoce que los jueves se arreglaba especialmente y que, “aunque ni en sus sueños se hubiera imaginado pasar la raya”, esos días elegía cuidadosamente su ropa interior.

José entró sin pedir permiso, como si su decisión ya estuviera tomada. “Camila —dijo con voz áspera—, ya no puedo seguir con esto. Siento que me estoy ahogando en esta tensión. No puedo vivir entre lo que quiero y lo que debo hacer. Además, para algo vine a terapia y justamente vos me ayudás a que no reprima lo que me pasa”. Camila lo miró desde su sillón, la cabeza ligeramente inclinada, tratando de interpretar las palabras, el tono, la postura de su cuerpo. Sintió algo de frustración en cuanto a su profesionalismo: “¡Yo misma, sin querer, lo conduje al más tabú de los deseos!”, pensó. Algo en él había cambiado, había una urgencia palpable en su ser. No era sólo la angustia de un paciente. Era algo más profundo, algo que se sentía como un grito silencioso pidiendo ser escuchado. “José, por favor, no... no quiero que esto vaya por ese camino. Sabés lo que está en juego aquí”, soltó Camila, aunque su voz ya no sonaba tan firme como solía hacerlo.

José se acercó lentamente, con pasos medidos pero decididos. Ya no había distancia física entre ellos. La energía entre ambos estaba tan cargada que era casi imposible ignorarla. Se detuvo a pocos centímetros de su psicóloga, y sus miradas se hundieron con una intensidad insoportable. “Camila, no puedo más con esto —susurró, ahora tan cerca que sus palabras parecían un eco en el silencio del consultorio—. ¿Por qué no podemos simplemente darnos lo que ambos sabemos que queremos?”, insistió como un nene chiquito suplicando por lo que más quiere.

Camila tragó saliva y notó su corazón “latiendo aterrado”. Quiso decir algo, cualquier cosa que los hiciera entrar en razón, pero en ese momento no tenía palabras. Su mente estaba completamente en blanco, y las emociones que hasta entonces había mantenido tan bien controladas comenzaban a invadirla. Los límites se difuminaban lentamente, como si la realidad se estuviera distorsionando. José no esperó más. Con una mano, levantó delicadamente el rostro de Camila, buscando una reacción, una señal. En su mirada había desesperación, pero también una fragilidad que no podía ocultar. Y algo en esa vulnerabilidad quebró la última barrera que quedaba.

El roce de sus cuerpos fue el último paso hacia lo prohibido. Camila, sin poder resistirse, se dejó llevar por la intensidad del momento. El consultorio que siempre había sido un lugar de calma, de distancia profesional, ahora se convertía en un escenario íntimo y peligroso. Sus labios se encontraron en un beso ardiente, un beso contenido por meses, y la electricidad entre ellos pareció recorrer cada rincón del salón. José la abrazó con fuerza, como si no quisiera dejarla ir nunca más.

Camina no pudo resistirse al
Camina no pudo resistirse al beso (Imagen Ilustrativa Infobae)

En ese instante, Camila sabía que había cruzado una línea de no retorno, pero no podía detenerse. No quería detenerse. La sensación de su cuerpo contra el de él la envolvió. Era una mezcla de miedo, deseo y adrenalina adictiva, “un cóctel perfecto”. Las manos de José se deslizaban por su espalda, trazando un camino hacia sus partes íntimas, mientras ella, atónita, se entregaba al momento, con la mente atrapada entre la culpa y el goce. Los límites entre terapeuta y paciente ya no existían; sólo eran un hombre y una mujer.

Pero la realidad no tardó en infiltrarse, pesada y abrumadora. Cuando se separaron, ambos respiraban con dificultad, y el silencio que quedó era denso, casi insoportable. Camila, con la mente en un torbellino de emociones, se levantó rápido y se apartó de él. No podía mirarlo a los ojos. Su cuerpo temblaba, pero no era por el frío, sino por la confusión que sentía. “No podemos hacer esto, José —dijo quebrada—. Sabés lo que está en juego. Esto... no puede seguir así”, agregó palabras que su cuerpo parecía desconocer.

José la miró en silencio. Había en sus ojos una mezcla de frustración y comprensión, como si él también supiera que lo que había sucedido no debía haber ocurrido, pero aún así no pudiera arrepentirse. “Ya sé”, dijo cabizbajo, y agregó derrotado: “Se terminó la sesión”. Pero no había ira en sus palabras, solo una tristeza profunda. Camila era la primera mujer que colmaba sus fantasías, su corazón, todo su ser… y no podía tenerla. Había sido él quien había impulsado ese momento, pero ahora, en la quietud que seguía a la tormenta, la realidad de sus acciones se dejaba sentir en toda su crudeza.

Camila lo miró por un segundo más antes de girar hacia la ventana, buscando en la lluvia algo que la anclara a la cordura, como si el agua que cae del cielo pudiera darnos las respuestas que en la tierra no encontramos. El consultorio, con su ambiente cálido y su luz tenue, ahora se sentía claustrofóbico, como si el aire mismo estuviera cargado de una energía maldita. “José, te pido que te vayas. Necesito pensar, necesito… volver a encontrar mi lugar”, expresó ella juntando el valor que no había tenido hacía cinco minutos, aunque su alma tembló al pronunciar el reclamo, por la frustración y el deseo que aún persistían en su piel. José sabía que la decisión de Camila era la correcta. Asintió lentamente, sin decir nada más, y se marchó.

La experiencia con José había
La experiencia con José había marcado un antes y después en su vida (Imagen Ilustrativa Infobae)

Cuando él se fue, ella permaneció en el consultorio por un tiempo indefinido, contemplando la nada desde la ventana mientras la tormenta seguía arremetiendo contra los cristales. El viento parecía llevarse con José la última ilusión de pasión que ella había tenido. Se sintió vacía, como si su mundo profesional hubiera colapsado, llevándose consigo las certezas que hasta entonces habían definido su vida. Pero también había algo en ella que sabía que, por alguna razón inexplicable, esa experiencia la había cambiado de manera irreversible.

Luego de ese jueves ardiente José desapareció. Cada semana el celular de Camila le seguía avisando que llegaba su paciente más esperado, pero era inútil, él no volvió a presentarse ni al otro jueves ni nunca más. Ella intentó localizarlo, pero pronto descubrió que no había rastro alguno de él. Había decidido irse del país, o quizás simplemente había resuelto irse de su vida. Lo que ocurrió después, Camila nunca lo sabrá. En cambio sí tiene en claro que no volvió a ser la misma. Trata de seguir adelante con su vida profesional, aunque no puede evitar que la marca de su “paciente encantado” quedara en su memoria; continúa presente, como una sombra que nunca se desvanece por completo. José dejó una huella invisible. No es sólo la culpa lo que la atormenta, sino la fragilidad de los límites humanos, esos que, a veces, parecen desvanecerse frente a las emociones más intensas.

Aunque no lo volvió a ver, cada vez que cierra los ojos, siente la presencia de lo que sucedió, ese deseo prohibido que nunca debió existir, pero que, en cierto modo, marcó un antes y un después en su vida: un amor que nunca podría vivir, pero que, de alguna manera, jamás la abandonaría.

Y así Camila aprendió, de la forma más difícil, que a veces el amor no se mide por su duración, sino por el impacto que deja en nosotros.

* Escribinos y contanos tu historia. amoresreales@infobae.com

* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas

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